Acerca de lo bello en San Agustín

Si se examina el núcleo del pensamiento de San Agustín, es evidente que, antes que la belleza, su preocupación más eminente parece haber sido la verdad. Esto no quiere decir ni que lo bello no fuera objeto del pensamiento agustiniano ni que el problema de la verdad estuviera desvinculado del problema de lo bello. La condición fragmentaria y dispersa de las consideraciones de San Agustín acerca de lo bello son acaso la causa de que no se le haya prestado la suficiente atención a las prefiguraciones que ellas contienen.

Podemos empezar con el recuerdo de un pasaje clave de las Confesiones (X, 34): “[…] Porque las bellezas (pulcra) que a través del alma pasan a las manos del artista vienen de aquella belleza que está sobre las almas y por la cual suspira la mía día y noche”. Esa belleza suprasensible es para el santo la verdad, es decir, Dios, de la que el arte es apariencia.

Lo mismo se podía leer ya antes, también en las Confesiones (X, 7), aunque con una formulación un poco distinta: “Pero, ¿no se muestra esa belleza a cuantos tienen entero el sentido? […] Los hombres pueden, sí, interrogarla, por percibir por las cosas visibles las invisibles de Dios”. Parece escucharse aquí un eco de Jesús como imago del Dios invisible del que habla San Pablo (Col 1, 15-20), pero la intención de San Agustín tiene una perspectiva más abierta y, se diría, menos individual. Se refiere en este caso a toda belleza, la belleza natural y la belleza que procede de las manos de los hombres, para no incurrir en el anacronismo de referirse a una belleza “artística”.

En este pasaje, San Agustín recurre a una palabra diferente para referirse a la belleza, species, es decir, “aspecto”, en el sentido de la apariencia exterior de alguna cosa. La elección cifra ya una posición estética: algo es bello precisamente solo en la medida en que nos permite conocer las cosas invisibles por las visibles. Las cosas visibles son “el aspecto” de aquellas invisibles, que se vuelven entonces objeto de contemplación.

La genealogía neoplatónica de San Agustín nos sitúa de pronto en el corazón de la filosofía del arte de Hegel y su idea de que lo bello vive en la apariencia (Schein). Para decirlo en palabras del propio Hegel: “En el arte se espiritualiza lo sensible, porque en él lo espiritual aparece como sensibilizado”. Pero se impone aquí una salvedad: ni la Schein hegeliana ni la species agustiniana son en rigor imagen; más bien, son, dialécticamente, negación de la imagen. En su Teoría estética, Adorno dio en el blanco: “El arte es apariencia de aquello que la muerte no puede alcanzar”.

EL MODELO MUSICAL

Las observaciones de San Agustín no fueron su primera ni su última palabra acerca del problema de lo bello. Sabemos que había escrito el estudio De pulchro et apto. Ese escrito se perdió, pero ya por su título podemos confiar en la presunción de que recupera una doctrina (que como hace notar Umberto Eco procede de la Antigüedad, es tomada por Cicerón y llega a la Escolástica) según la cual se distingue lo que es bello de por sí (pulchrum) y lo que es bello en función de algo (aptum). Para San Agustín, como mucho más tarde para Kant, lo bello se limita a lo pulchrum.

Esta idea es decisiva también en De Musica, el escrito más consistente de la estética agustiniana. El santo trabajó en los seis libros de De Musica entre el año 387 y el 391. En la sexta de sus Retractaciones señala que, cuando se preparaba para el bautismo en Milán (justamente en 387), escribió sobre las “disciplinas o artes liberales”, pero que pudo completar el escrito solo más tarde, ya en Tagaste.

El estudio, que adopta la forma de un diálogo entre maestro y discípulo, se destaca sobre todo por su riguroso examen del ritmo, pero son sus consideraciones más generales las que nos interesan aquí. Muy rápidamente define la música como la “ciencia de modular bien” (scientia bene modulandi). De aquí se desprende prácticamente todo el resto porque esa “modulación” alude a la habilidad de movimiento, para moverse bien debe guardar la medida, es decir, atenerse a los principios rítmicos. Además, esta “habilidad de movimiento” se funda en un movimiento “libre” (liber), es decir, aquél movimiento que tiene lugar “por razón de sí mismo” y no en “función de servicio”. Solo en semejantes condiciones el movimiento “deleita” (delecta). San Agustín nos ofrece el resumen de una tradición —aquella de la que hablaba Eco— y una insinuación de la formulación kantiana de lo bello como “satisfacción desinteresada” y, justamente, “libre”.

Igual que en su énfasis en la apariencia, surge aquí una anticipación de las grandes líneas de la estética de fines del siglo XVIII y principios del XIX. En el libro sexto, encontramos incluso un precioso presagio de la superioridad de la música en la jerarquía de las artes, que obtendría carta de ciudadanía ya entrado el Romanticismo. “Mucho más penoso es el amor de este mundo. Porque lo que el alma busca en él, a saber: la estabilidad y la eternidad, no lo encuentra, porque su baja belleza (pulchritudo) culmina con el paso cambiante de las cosas; y lo que en tal belleza imita el trasunto de la estabilidad, le viene dado de Dios sumo a través del alma, porque esa belleza, únicamente cambiable en el tiempo, es superior a aquella que cambia en el tiempo y en el espacio”.

Permítanme ahora dos citas un poco distantes.

Por un lado, en una homilía dedicada al Padrenuestro, San Agustín había señalado que el pasaje sobre el perdón resultaba crucial. “Perdonen como se les perdona a ustedes —anota—. Dios a nadie hizo ultraje y, con no deber nada, perdona. ¿No ha de perdonar el perdonado, viendo le perdona quien nadie tiene que perdornársele?”. Y más adelante: “Date por perdido si en esto has delinquido”.

Por otro lado, en una de las Ochenta y tres cuestiones diversas, la que dedica a la belleza de las estatuas, dice San Agustín: “Este arte supremo de Dios omnipotente, por medio del cual creó de la nada todas las cosas, que se llama también su sabiduría, es igualmente el que trabaja por medio de los artistas para que hagan obras bellas y armoniosas (pulchra atque congruentia), aunque estos trabajen no sobre la nada sino sobre alguna materia, por ejemplo madera o mármol…”.

El arte y el perdón serían así los únicos casos en los que los hombres podemos actuar a la manera de Dios. Esa acción se constituye como testimonio visible de una presencia.

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Fuente: www.revistacriterio.com.ar

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