La alegría en Semana Santa

A primera vista, las palabras alegría y Semana Santa suenan contradictorias y excluyentes. De hecho, hace unos años, durante los días de Semana Santa, predominaba visiblemente un ambiente de recogimiento y contrición. El Viernes Santo las radios solo emitían música sacra. Y había personas que vestían de negro. Era así, porque en esa fecha se celebra el dolor de Jesús durante la pasión y en la cruz. Pero esta es una verdad a medias, es decir, una memoria parcial de un acontecimiento que únicamente en su totalidad puede comprenderse. Esta felicidad no desconoce la existencia del dolor ni el sufrimiento,[…]

A primera vista, las palabras alegría y Semana Santa suenan contradictorias y excluyentes. De hecho, hace unos años, durante los días de Semana Santa, predominaba visiblemente un ambiente de recogimiento y contrición. El Viernes Santo las radios solo emitían música sacra. Y había personas que vestían de negro. Era así, porque en esa fecha se celebra el dolor de Jesús durante la pasión y en la cruz. Pero esta es una verdad a medias, es decir, una memoria parcial de un acontecimiento que únicamente en su totalidad puede comprenderse.

Esta felicidad no desconoce la existencia del dolor ni el sufrimiento, pero jamás pierde la esperanza, porque la Cruz no se entiende sin la Resurrección.

Por otra parte, hacer memoria de la experiencia total de la Pascua es adentrarse en uno de los deseos más profundos y permanentes del ser humano: la felicidad. La manera de satisfacer ese deseo, tanto entre creyentes como no creyentes, tiene enormes consecuencias sociales y cósmicas.

PASIÓN Y RESURRECCIÓN

En Semana Santa los cristianos no celebran a un muerto sino a un vivo, a un Resucitado, a Jesús de Nazaret proclamado por el Padre como su propio Hijo. “Israelitas, escuchen estas palabras” –proclama Pedro en su primer discurso después de Pentecostés a los habitantes de Jerusalén– “Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios ante ustedes con milagros, prodigios y signos que Dios realizó entre ustedes… Ustedes lo mataron, clavándole en la cruz… Dios resucitó a este Jesús; todos nosotros somos testigos de ello. Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien ustedes han crucificado” (Hechos 2, 22.23-24.32.36). Jesús de Nazaret es el Cristo de la fe.

La fe en la Resurrección no constituye un detalle ni un punto secundario. Todo lo contrario. En palabras de san Pablo: “Si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también su fe… Si nuestra esperanza en Cristo se limita solo a esta vida, ¡somos las personas más dignas de compasión!” (1 Cor 15, 15.19).

La Pasión de Jesús, de un hombre inocente condenado a la muerte en cruz, provoca un profundo respeto en medio de la tristeza. Sin embargo, la Resurrección llena el corazón de alegría porque este Jesús de Nazaret es el Emanuel, el Dios con y entre nosotros, que prometió Su presencia en la historia hasta el fin de los tiempos, y llama a colaborar con Él en la construcción de un mundo siempre más humano y más justo.

LA ALEGRÍA DEL CRISTIANO

El tema de la alegría como signo visible del cristiano es uno de los temas reiterados por el papa Francisco desde el comienzo de su pontificado: “Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias” (Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, No 6).

En su discurso de octubre pasado en Roma a los miembros de la Congregación General XXXVI de la Compañía de Jesús, el papa Francisco les aclara a los congregados que en sus dos exhortaciones apostólicas (Evangelii gaudium y Amoris laetitia), como también en su encíclica social (Laudato si), “he querido insistir en la alegría”, porque “la alegría es constitutiva del mensaje evangélico… Una buena noticia no se puede dar con cara triste. La alegría no es un plus decorativo, es índice claro de la gracia: indica que el amor está activo, operante y presente”.

SE NACE PARA SER FELIZ

Evidentemente, es preciso aclarar lo que se entiende por alegría. En la sociedad actual, ser feliz tiende a conllevar un significado bien peculiar: se reduce la realidad a las cosas, se cosifica la realidad y, por ello, todo lo que no puede expresarse en algo tangible y visible se elude o se considera fantasía ilusoria e inexistente. Así, el amor se reduce a sexo; el éxito, a un mero reconocimiento público; la felicidad, a tener bienes materiales. En una cultura pragmática y cosificada, se confunde la felicidad con el tener cosas, de tal manera que la alegría se reduce al tener siempre más y más.

En estos casos, la búsqueda de la felicidad, en términos materiales, solo conduce a la frustración, porque siempre se desea más, ya que el más no tiene techo ni límite. Adicionalmente, cuando se tiene un horizonte materialista se evitan preguntas vitales, quedándose con lo superficial de la pura exterioridad, llegando a lo que se ha llamado correctamente como una sociedad light que deja insatisfecho al ser humano, pues este es más que exterioridad. A la larga, vale la pena preguntarse si lo más importante es tener bienes o hacer el bien. Es decir, ¿es más feliz el que tiene cosas o aquel que busca hacer felices a los demás?

La felicidad consiste en aprender a vivir con uno mismo y, fundamentalmente, a convivir con los otros. A quien no está en sintonía consigo mismo, le es difícil aprender a relacionarse con los demás. La felicidad es la capacidad de estar en contacto con la propia interioridad, de tal manera que los pensamientos, las emociones, las palabras y los hechos no se encuentran en contradicción. Así, en palabras del estadista español Diego de Saavedra Fajardo, “no está la felicidad en vivir sino en saber vivir”, porque “el secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace”, como afirma León Tolstoi.

Esto significa que la felicidad básicamente no se busca sino más bien se encuentra, porque es el resultado de una paz interior; aún más, si se la persigue directamente, tiende a huir y se escapa. La felicidad es la expresión de algo profundamente interior; es, en términos de causa-efecto, el efecto que a su vez llega a ser causa.

EL ACENTO CRISTIANO

Jesús enseña que la auténtica felicidad se encuentra en el servicio al otro, especialmente al más necesitado, porque estamos creados a la imagen y semejanza de un Dios misericordioso. En el episodio del lavado de los pies, Jesús termina sorprendiendo a sus discípulos cuando declara que la felicidad consiste en preocuparse por el otro (cf. Jn 13, 17). Es la felicidad de la entrega, que se encuentra en el misterio pascual: morir para uno mismo y así vivir por los demás. Es el encontrarse en –y junto con– el otro.
Esta felicidad no desconoce la existencia del dolor ni el sufrimiento, pero jamás pierde la esperanza, porque la Cruz no se entiende sin la Resurrección. La pasión apasionada del Dios Crucificado y Resucitado hace de la promesa divina una garantía de esperanza.

Esto es el mensaje que se celebra en Semana Santa. La cruz solo tiene sentido desde la Resurrección y, de esta manera, la fe conduce a la esperanza y se practica en la caridad solidaria. Hay allí una fuente de alegría y paz que debe iluminar toda vida auténticamente cristiana.

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Editorial Revista Mensaje n° 657, marzo-abril de 2017.

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