Datos y aspiraciones para construir un modelo económico

Nos estamos percatando de que encontrar sentido a la vida de manera individual es antropológicamente imposible y, más aún, conduce a resultados ecológicamente insostenibles y socialmente injustos.

A las puertas de un proceso constituyente, Chile debe formular qué país quiere llegar a ser. El resultado expresará aquello que es importante para esta sociedad y aquello que lo es menos. Todo el diseño del sistema de gobierno –equilibrios de poder, marcos educacionales o declaraciones de derechos, entre otras cosas– debería apuntar en esa dirección. La economía es uno de esos sistemas que deberá aportar a la construcción de dicho horizonte dentro de un conjunto coherente de medios para alcanzarlo.

Creemos que la economía hoy tiene el desafío de articular un dato de hecho y un anhelo. Por una parte, el dato de nuestro real egoísmo y, por otra, el anhelo del bien común.

EL DATO DE PARTIDA

Nuestro sistema económico actual parte de la base del egoísmo intrínseco en las personas. Constata el principio hedonista que vuelca al ser humano sobre sus propios intereses. Esto es innegable y, por lo demás, muy fuerte. Esta condición, en un contexto de bienes escasos, puesta en un entorno de competencia con otros seres humanos, se trasforma en un potente motor económico. En el sistema, cada transacción va buscando un beneficio que permita hacer crecer la riqueza personal un poco más. A ello se le suma que la acumulación de riqueza por parte de quienes van ganando la competencia permite desarrollar otras capacidades que facilitan competir mejor la siguiente vez.

El problema es que en los hechos ese sistema ha ido generando situaciones que provocan mucho malestar, con lo cual debilitan el sistema y cuestionan su legitimidad. Es así como venimos arrastrando hace tiempo un alto nivel de endeudamiento de los hogares, lo que hace preguntarse quién es realmente el propietario de los bienes familiares. A eso se suma una mediana de salarios muy baja, en torno al 30% por sobre el salario mínimo. Se le podría añadir altas expectativas de nivel de vida, contrastadas con una calidad de vida real muy baja: largas horas de traslado en transporte público y la enorme diferencia en la calidad de los barrios de las diversas comunas del país. Todo esto –y otras cosas más– desemboca en el estallido social de 2019.

Pero la pandemia ha profundizado algunos de esos elementos. Las últimas semanas se ha hecho patente la dificultad de las familias para pagar los servicios básicos: esto se expresa en un nivel de morosidad que alcanza a siete meses, lo cual se ve reforzado por un nivel de desempleo que no baja de los dos dígitos. Entonces, no hay cómo pagar la vida que se lleva. Algunas familias se van a vivir a campamentos porque no alcanza para el arriendo, los hijos de otras, ante la imposibilidad de contar con tecnología suficiente, pierden valiosos meses de estudio o, derechamente, pasan hambre.

LA RESISTENCIA AL BIEN COMÚN

Por otra parte, quisiéramos operar una transformación grande en el país. Gustaría mucho por fin dar un salto en el nivel de desarrollo y, por supuesto, que sea un salto sustentable en el tiempo. La pregunta es: ¿quién pagará los costos que tiene todo esto? Se superponen los costos de sostenernos en pandemia y los costos del salto que quisiéramos dar. Para algunos, obviamente se hace necesario aumentar la recaudación de impuestos. Se postula el impuesto a las grandes fortunas. También se propone eliminar las exenciones tributarias de algunas instituciones que a las que hoy, por alguna razón, se las exime. Siempre, además, se podrá mejorar la fiscalización de quienes evaden, sumado a mejorar el diseño legal que al menos dificulte la elusión. Todos estos hechos develan la poca conciencia de comunidad que tenemos. Evasiones grandes en el pago de impuestos, evasiones masivas en servicios públicos, freeriders en campamentos que, sin aportar a la comunidad, se benefician del trabajo de unos pocos dirigentes. La pandemia podría haber sido la oportunidad para reconocer que inevitablemente estamos vinculados y requerimos del aporte de todos para que el conjunto esté mejor, pero el individualismo cultural parece estar demasiado enquistado.

BÚSQUEDA DE ALIVIO

A partir de las propuestas de los candidatos a constituyentes y los diversos proyectos que aparecen elaborados por distintos centros de pensamiento, se evidencia un enorme deseo de transformaciones. El eslogan que invita a “cambiar el modelo” es casi un cliché. Pero esto plantea preguntas muy de fondo, dado que no cualquier cambio necesariamente redunda en progreso. ¿Cuál sería la dirección de ese cambio? La pregunta al final es por los fines de la economía. Hay que prestar atención a ello, porque al parecer en el presente los objetivos económicos no están sintonizando con las aspiraciones de la población.

Lo que resulta cada vez más evidente es el rechazo a convertir el crecimiento económico en un fin en sí mismo. Convengamos en que se puede tener una riqueza enorme y ocuparla para los fines más provechosos o los más siniestros. Al crecimiento hay que darle un fin, que algunos llaman “desarrollo”, que no terminan por definir. Por lo demás, es muy claro, sobre todo para las generaciones jóvenes, que no hay disposición a crecer a cualquier costo. Surge la pregunta, nuevamente: ¿qué queremos llegar a ser? Habiendo respondido eso, podremos ver cuánto crecimiento económico es necesario y contrastar los costos que ello podría significar para esta generación y las futuras.

Hemos de hacernos cargo de que esta generación, a pesar de contar con un bienestar muy superior a las generaciones anteriores, por algún motivo está insatisfecha. La solución no pasa por enrostrarles datos comparativos, ya lo sabemos. Aunque nuestros promedios sean buenos, muchos coterráneos tienen una calidad de vida muy pobre. Para otros, la meritocracia es un bluf y su esfuerzo se ha visto traicionado. O bien, más profundamente, nos estamos percatando de que encontrar sentido a la vida de manera individual es antropológicamente imposible y, más aún, conduce a resultados ecológicamente insostenibles y socialmente injustos.

Diferentes movimientos sociales cuestionan al sistema capitalista que, en él, cada uno pueda acumular bienes más allá de lo que necesite para sobrevivir sin tomar en consideración al grupo. Constatan que la regla económica es fomentar excesos individuales y austeridades fiscales. Frente a ello, ¿podríamos proponer un binomio enfocado en austeridad individual e inversión social? Para quien estima que el Estado es intrínsecamente perverso e ineficiente, se trataría de un paradigma utópico. Pero ¿es necesariamente así? ¿Está en el ADN de cualquier organización estatal la ineficiencia o la corrupción? Responder eso requiere una reflexión sobre el poder y la transparencia que sobrepasa estas líneas, pero conviene dejar planteada la pregunta.

VALORES PARA UN SISTEMA

Un sistema económico responde a un diseño y reglas que nos damos en la sociedad; no es un resultado espontáneo de la convivencia. Todo diseño de este tipo considera supuestos sobre cómo es el ser humano y qué está llamado a ser en un horizonte de dignidad. El diagnóstico del actual modelo es que ha quedado en deuda en la dignidad de muchos.

Cualquier diseño debe considerar que el ser humano no es pura bondad, tal como decíamos al inicio. En términos teológicos, no se puede negar la concupiscencia y nuestra condición ansiosa, de permanente insatisfacción. Deberá hacerse cargo, también, de que dejar sin control esas pulsiones tiene consecuencias en el cambio climático, en ir más allá de la capacidad de renovación de recursos que tiene el planeta, en una cierta pérdida de sentido de la vida y en un debilitamiento de la democracia al exacerbarse el individualismo.

Pero un buen diseño deberá hacerse cargo principalmente de lo que estamos llamados a ser. ¿Cómo podría ayudar un diseño económico a eso? Un punto de partida necesario es reconocer que las personas tienen muchos intereses que van más allá de los económicos, de la mera subsistencia. Ser humano es mucho más que sola biología que requiere satisfacer necesidades para crecer, reproducirse y sobrevivir. Ser persona es también pensamiento reflexivo, relaciones de afecto y cuidado, cooperación en el trabajo y espíritu abierto a la trascendencia. Podemos pedirle, entonces, a un sistema económico que fomente el altruismo, que se funde en la cooperación, que aspire a mayores relaciones y vínculos entre las personas. Se podrá decir que esto supera por mucho lo que puede dar un modelo económico y, en cierto sentido, es verdad. Mucho tendrán que decir también nuestro modelo educacional, las relaciones laborales y el diseño urbano, por ejemplo. Pero sí podemos pedir al sistema económico que sea coherente con esos valores a los que aspiramos, para que, si no es posible con sus herramientas promoverlos –aunque creemos que sí puede hacerlo–, al menos no los dificulte. MSJ

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