Del corazón de Jesús brotaron estos dones como rayos y reflejos de su Resurrección: la paz, los sacramentos y la última bienaventuranza, donde Cristo nos confirma la fe en quienes creemos en Él. Segundo Domingo de Pascua.
Ciclo A
Textos: Hechos 2, 42-47; 1 Pe 1, 3-9; Jn 20, 19-31.
Idea principal: Regalos de Cristo resucitado: paz, el sacramento del perdón y la última bienaventuranza. ¡Gracias, Señor resucitado!
Resumen del mensaje: A este día san Juan Pablo II llamó el domingo de la Misericordia, porque del corazón de Jesús lleno de ternura brotaron estos dones como rayos y reflejos de su Resurrección: la paz, los sacramentos y la última bienaventuranza, donde Cristo nos confirma la fe en quienes creemos en Él(segunda lectura) y en quienes sufren las dudas del apóstol Tomás (Evangelio). Con la celebración del presente domingo de la Misericordia concluimos la Octava de Pascua, es decir, de esta semana que la Iglesia nos invitó a considerar como un solo Día: “el Día en el cual actuó el Señor”. El Evangelio de hoy nos relata la aparición de Jesús Misericordioso a sus discípulos, el día mismo de su resurrección, en que les derramó y confió el tesoro de su Paz y de sus Sacramentos, y confirmó nuestra fe y la fe de todos los “Tomases” del mundo que están llenos de dudas y con ansias de certezas (Evangelio), y hoy de tantos miedos por el coronavirus. Esa paz nos llevará después a vivir mejor la Eucaristía, a rezar con más fervor y practicar la caridad con nuestros hermanos (primera lectura), y hoy más que nunca a vivir la Eucaristía y la comunión espiritual gracias a los medios de comunicación social, en nuestro encierro doméstico por culpa de la pandemia, contagiando estos regalos de Cristo resucitado: fe, esperanza y alegría en medio del dolor.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, Cristo Misericordioso y Resucitado nos da su Paz, en hebrero Shalom (שלום), que significa un deseo de salud, armonía, paz interior, calma y tranquilidad para aquel o aquellos a quienes está dirigido el saludo. Paz como bienestar entre las personas, las naciones, y entre Dios y el hombre. Los apóstoles la habían perdido, después de la muerte de Cristo en el Calvario. Estaban realmente con la paz, la fe y la esperanza quebradas, un poco como algunos de nosotros en medio de esta terrible pandemia. Esa oscura turbación de los discípulos —y la nuestra por culpa de la Covid-19— se ve disipada por la luz de la victoria del Señor, que llena sus corazones de serenidad y de alegría, y esperamos que también en nosotros hoy. San Agustín definía la paz como “la tranquilidad del orden”. Y puesto que hay un doble orden, el imperfecto de la tierra y el acabado del cielo, hay también una doble paz: la de la peregrinación y la de la patria. La insistencia de esta palabra “paz” en el Canon Romano de la misa es clara: la Iglesia ha recibido la misión de extender hasta los confines del mundo la paz de Cristo Resucitado y Misericordioso. Y hoy, más que nunca, transmitamos esta paz de Cristo vivo a nuestro alrededor.
En segundo lugar, Cristo ya nos había regalado en el Jueves Santo el sacramento de la Eucaristía. Ahora, de su corazón misericordioso, saca este otro tesoro: el sacramento de la Reconciliación. Cristo envía a sus apóstoles con la misión de prolongar la suya propia: perdonar los pecados. La paz con Dios y con nuestros hermanos, don primero que comentamos, se perdió por culpa del pecado. Con el sacramento de la Reconciliación recuperamos esa paz que rompimos con el pecado. La Iglesia, después de la Resurrección de Cristo, es el instrumento mediante el cual el Señor va reduciendo todo bajo la soberanía de su reinado, el instrumento por el que se comunica la gracia divina, cuyo cauce ordinario son los sacramentos, ordenados a la reconciliación de los hombres con Dios, mediante la conversión. Es verdad que ahora, en tiempo de pandemia, no podremos recibir este sacramento en las iglesias, pero ya el Papa Francisco nos ha recordado la doctrina de la Iglesia para estos casos: basta arrepentirnos sinceramente en lo más profundo del corazón de nuestros pecados, en nuestra casa y hacer la comunión espiritual. Y cuando todo acabe, confesaremos todo al sacerdote.
Finalmente, otro de los regalos de la Resurrección de Jesús fue la confirmación de nuestra fe. La fe en la resurrección de Cristo es la verdad fundamental de nuestra salvación. “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe… Todavía estáis en vuestros pecados”, dirá san Pablo. A la luz de la Resurrección cobran luminosidad todos los misterios que Dios nos ha revelado y confiado. Las dudas existenciales de Tomás tocaron el corazón de Jesús, hasta el punto de que en su misericordia nos regaló la última bienaventuranza que nos atañe a todos los que no tuvimos la dicha de conocer al Cristo histórico de Palestina: “Bienaventurados los que creen sin haber visto”. Y estos momentos tan terribles del coronavirus necesitamos que Cristo resucitado nos renueve la fe en su poder y amor. Todo pasará y habremos aprendido lecciones que de otro modo no las hubiéramos aprendido: mirar más para arriba, más oración personal y familiar con la Biblia en medio, más solidaridad y ayuda a los necesitados, más cercanía a los abuelos, hijos y familia, rosario junto con la Virgen, más ahorro y desprendimiento de los bienes materiales, pues todo pasa y solo Dios basta, como decía santa Teresa de Jesús.
Para reflexionar: ¿Experimentamos con frecuencia la paz de Dios a través de la Reconciliación sacramental? ¿Por qué dudamos con frecuencia de Dios y de su amor misericordioso? ¿Está firme nuestra fe en Cristo Resucitado o continuamente nos carcomen las dudas de fe, especialmente en estos momentos de prueba por la Covid-19?
Para rezar: Señor resucitado, dame tu perdón, y con tu perdón, la paz. Aumenta mi fe, para que viva sereno y confiado en mi vida cristiana, especialmente en estas duras circunstancias que estamos atravesando. Tú eres fiel a tus promesas y vencedor del mal y de todo virus. Amén.
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Fuente: https://es.zenit.org