Anunciar el Evangelio y denunciar la injusticia

Anunciar el Evangelio no es repetir fórmulas, sino encarnar la ternura de Dios en medio de la dureza del mundo.

Anunciar el Evangelio es hacer presente la esperanza de Cristo en un mundo marcado por el dolor y la contradicción. Pero el verdadero anuncio no puede existir sin un compromiso profundo con la justicia. En el espíritu de los profetas, y siguiendo las huellas de Jesús, proclamar la Buena Noticia también exige denunciar las estructuras que deshumanizan, silencian y oprimen. Una fe que no se levanta frente a la injusticia se vuelve un eco vacío. El Evangelio no es neutral: se pone del lado de los pobres, de los excluidos y de los olvidados.

Anunciar el Evangelio no es repetir fórmulas, sino encarnar la ternura de Dios en medio de la dureza del mundo. Es abrazar la fragilidad humana, acompañar al que sufre, escuchar al que no tiene voz. Es allí donde el mensaje cobra vida: no en la teoría, sino en la carne herida del prójimo. En tiempos donde lo espiritual suele disociarse de lo social, volver al Evangelio es redescubrir que la fe se concreta en gestos: en el pan compartido, en el abrazo sin juicio, en la presencia silenciosa que sostiene.

Mi vocación no nació en la juventud, sino desde el silencio y el servicio: cuidé a mis padres hasta bien entrada mi vida adulta. Sentí el llamado desde niño, pero el deber del amor familiar fue primero. Al llegar a los cuarenta y ocho años, comprendí que Dios no llama por el calendario, sino por el corazón dispuesto. Y desde esa experiencia, también he sentido la herida profunda de estructuras cerradas, de una Iglesia que a veces parece más pendiente de los papeles que del sufrimiento. Duele ver que, para recibir un poco de ayuda, haya que llenar formularios, mostrar certificados, cumplir requisitos… cuando Jesús simplemente amaba, acogía y sanaba. Frente a ese dolor humano, el Evangelio me interpela: no es posible callar.

El Evangelio no es cómodo, y quien lo vive con sinceridad tarde o temprano se encuentra frente a la injusticia. Anunciarlo sin denunciar es mutilar su fuerza. Jesús no fue crucificado por ser un buen hombre, sino por incomodar al poder religioso y político de su tiempo. Hoy seguimos viendo sistemas que excluyen, que controlan, que imponen barreras donde debería haber puentes. Denunciar esas realidades no es rebeldía, es fidelidad. La fe no es un refugio para evadir el mundo, sino una lámpara que alumbra las sombras. Y a veces, esa luz molesta. Pero callar es pactar con el silencio de los que oprimen.

A pesar de todo, sigo creyendo. Creo en un Evangelio vivo, que no se encierra en templos, sino que camina con los que no tienen voz ni tierra firme. Creo en una Iglesia que, aunque imperfecta, todavía guarda hombres y mujeres que aman sin medida y se entregan sin cálculos. Y creo que cada acto de compasión, aunque sea pequeño, tiene valor eterno. Anunciar el Evangelio y denunciar la injusticia no son caminos distintos: son dos caras del mismo amor. Porque, como decía san Ignacio, «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras». Que nuestra fe no sea pasiva. Que arda, que incomode, pero sobre todo, que abrace.

Creo que cada acto de compasión, aunque sea pequeño, tiene valor eterno.


Sobre el autor: José Bautista, observador del alma humana y caminante entre realidades duras, escribe desde la experiencia y la escucha interior. Su pensamiento busca unir contemplación y acción, como quien discierne desde lo profundo para actuar con libertad. Cree que la fe auténtica se elige cada día, entre ruinas y esperanza, con los pies en el polvo y el corazón encendido. / Imagen: Pexels.

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