En cualquier estructura cristiana, el poder tiene que vivirse desde el servicio, de lo contrario acabaremos mundanizados y se aplicará tarde o temprano la “ley del más fuerte”.
La Historia tiene una gran repertorio de situaciones donde, aprovechándose de un formato asambleario, los más histriónicos y los más gritones se salen con la suya, convirtiéndose así en falsos portavoces del pueblo y llevando de esta forma las aguas a su molino. La política también está plagada de este tipo de personajes. Y, por supuesto, los que somos tímidos sabemos que hay gente que se mueve bien en estas situaciones y que la mayoría sensata y silenciosa no suele verse representada en este cuerpo a cuerpo. Las reuniones de vecinos son un ejemplo claro. Por eso, cuando oigo la expresión “aquí mandamos todos”, yo ya me echo a temblar, porque suele mandar el que lo dice bajo capa de sonrisa amable.
Está claro que todo grupo humano debe de tener clara la estructura —que ha de incluir a todos—, los mecanismos de decisión, de dónde proviene la autoridad —y sus límites—, saber con precisión quién asume cada responsabilidad y hacia dónde hay que ir. Sin embargo, Jesús, que yo sepa, no dijo “aquí mandamos todos”, pero sí era capaz de hacer que todos participaran del proyecto del Reino de Dios, o al menos que se sintieran invitados y lo vivieran como suyo, fuesen Pedro o el discípulo que acompaña de vez en cuando. Son matices, pero que pueden marcar la diferencia, porque debajo de un buenismo se pueden mover afectos y desafectos, y el imperativo y la necesidad de escucha, de mayor consenso posible y de representatividad, se puede volver dictadura silenciosa o lucha de clanes si no se enfoca correctamente. Y esto, por desgracia, puede ocurrir en cualquier grupo humano. La pregunta es: ¿cómo hacemos para escuchar al Espíritu Santo sin tropezar en el caos?
Jesús, que yo sepa, no dijo “aquí mandamos todos”, pero sí era capaz de hacer que todos participaran del proyecto del Reino de Dios, o al menos que se sintieran invitados y lo vivieran como suyo.
Sin embargo, no podemos olvidarnos de otro matiz más importante. En cualquier estructura cristiana, el poder tiene que vivirse desde el servicio, de lo contrario acabaremos mundanizados y se aplicará tarde o temprano la “ley del más fuerte”. Mande quién mande, el reto es poder llegar a decir “aquí servimos todos”, y a ser posible que los corazones más sabios, más prudentes y más buenos tomen las riendas —que no es incompatible con un sano “aquí decidimos entre todos”—. Porque no se trata de que cada uno mande mucho o poco, sino que todos sientan la comunidad y vivan la institución como suya. No es cuestión de mandar, es cuestión de servicio y de sentirse escuchados e implicados en una misión que va más allá de cada uno de nosotros, y donde nadie quede al margen —incluyendo los que piensen distinto—. Y así caminar juntos.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.