El camino para descubrir a Jesús es dinámico. No termina, cada día debemos iluminar nuestro corazón con la luz de su amor y cada día debemos confrontar nuestras obras con sus criterios. IV Domingo de Cuaresma.
I Samuel 16, 1. 6-7, 10-13: “El Señor se fija en los corazones”.
Salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me faltará”.
Efesios 5, 8-14: “Vivan como hijos de la luz”.
San Juan 9, 1-41: “Fui, me lavé y comencé a ver”.
El camino de la Cuaresma está lleno de signos que nos ayudan a comprenderla y profundizarla. San Juan nos sorprende al presentarnos a Jesús como la luz verdadera. Lo hace a través de una narración viva y contrastante donde los sencillos descubren la luz y los sabios se quedan en oscuridad. Son las señales que muestran el camino a todo creyente que pretende encontrar a Cristo e iluminar su vida. Deberíamos leer y releer atentamente esta narración del ciego de nacimiento porque cada palabra, cada personaje y cada detalle tienen una enseñanza para nuestra vida interior. Colocarnos en el lugar de cada uno de los personajes y experimentar sus sentimientos. Encontrar a Jesús siempre implica un gran cambio en la vida, una transformación interior y un riesgo que involucra toda nuestra persona. Simplemente con contemplar la imagen del hombre tirado, pidiendo limosna, a expensas de la misericordia, de la voluntad o del humor de los que pasaban, y contrastarla con la imagen del hombre libre que es capaz de oponerse a quienes lo acusan y acosan, y que opta por una verdadera confesión de fe, nos movería a desear para nosotros esa misma libertad en búsqueda de la verdad. Encontrar a Jesús siempre iluminará nuestra vida y nuestras opciones.
No hay peor ciego que el que no quiere ver y San Juan lo muestra muy claro. El inicio de la narración, además de describirnos levemente la situación del ciego, nos presenta la miopía de los discípulos, fieles exponentes de las creencias de su tiempo. Mirar todo bajo la óptica del pecado y de la acusación: echar culpas sobre los otros y analizar las situaciones sin aportar nuestros esfuerzos, son prácticas de todos los tiempos. Pero Jesús no mira así. Jesús entiende aun las peores situaciones como momentos de gracia y siempre encuentra la oportunidad para que “se manifiesten las obras de Dios”. En el lodo y la saliva muchos estudiosos pretenden ver como una nueva creación que nos llevaría hasta la magnífica narración del soplo divino, dando vida al barro moldeado para crear a Adán. Mirar todo con los ojos del amor creador del Padre y no con los ojos de la destrucción y de la maldad, mirar cada día como un regalo del Dios de la vida y como una oportunidad para continuar su creación, serían una buena forma de querer ver con los ojos de Dios. Jesús mira más allá de la miseria o de las aparentes grandezas de los hombres para encontrar en el interior el sufrimiento y transformar en liberación y vida lo que parecían ataduras. Siempre la mirada de Jesús va hasta el interior de la persona y encuentra motivos para dar alabanza a su Padre.
A continuación, aparecen los fariseos. Para ellos es más importante la ley que la vida. Ya desde aquel tiempo valían más las normas que la persona e importaban más los propios intereses que el dolor humano. Las luchas por el poder y el prestigio son más fuertes que el cuidado y bienestar de los más pequeños. Lo triste es que no se dan cuenta. Desde su óptica creen cumplir con Dios y también con la humanidad y lo único que hacen es utilizar tanto a Dios como las personas para su egoísmo. Es la constante realidad de quien a sus ojos y a su corazón le pone las gafas de la utilidad, de las normas y de las estructuras. Como los fariseos nos parecen ridículos, también así aparecen nuestros programas, los planteamientos neoliberales, los negocios de las potencias y los pleitos de los partidos políticos que pasan por encima de la persona. Buscando sus propios intereses, los disfrazan del deseo de servir y de la necesidad del pueblo. Por eso son tan contradictorios. Así también actuamos cada uno de nosotros cuando descalificamos a las personas, cuando las despedimos sin atender sus necesidades, cuando nos escudamos en supuestas leyes. No miramos el corazón del otro. Ya le decía el Señor a Samuel: “El hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones”. ¿Podremos mirar a la persona por encima de las apariencias?
Ante los acontecimientos siempre aparecen los indiferentes. Los curiosos y los padres nos presentan a quien mira con ojos quizás de simpatía, pero no de compromiso. Podemos sentir lástima de las masas ingentes de hambrientos, hacer algunas preguntas de interés, pero sin comprometernos porque implica poner en riesgo nuestra comodidad y nuestra seguridad. Clarísima la respuesta de los papás, afirmando que son conscientes de todo el problema, pero también lavándose las manos: “Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo”. Quizás sea el espejo de muchos que hablamos y denunciamos las injusticias y la mentira, pero que después no estamos dispuestos a afrontar las consecuencias ni en la vida personal, ni en los riesgos que nuestra denuncia conlleva. Es fácil quejarse de la violencia y hacerse desentendido. Es hasta un prestigio hablar de la pobreza y la miseria, pero si no nos lleva a ocupar un lugar entre los pobres queda en demagogia. Es sabio hablar de Dios, pero es comprometedor mirar con sus criterios. San Pablo nos da criterios claros para ver si nuestra mirada es de luz, cuando actuemos con bondad, con santidad y con verdad seremos de la luz.
El ciego, en cambio, se transforma en luz. Primero se deja amar y levantar por Jesús. No opone resistencia ni quiere continuar con su mismo estilo de vida: dependiendo de los otros. Crece y también acepta el reto que da la independencia. Comienza simplemente narrando los hechos, pero decir la verdad compromete cada vez más y empieza a vivir la oposición. Descubre entonces que Cristo es un profeta porque le ha devuelto la luz, aunque tenga que contradecir a los fariseos que lo acusan de impostor. Entonces es expulsado, pero encuentra libertad. Y llega al fin a un encuentro pleno con Jesús, no solo con el curandero, no solo con el profeta, sino con el Hijo del hombre que dialoga con él, que le da nueva luz. Y exclama jubiloso: “Creo, Señor”. Es el camino de la oscuridad a la luz, desde el mirar y pensar con los criterios humanos, hasta el mirar y pensar con los criterios de Jesús. ¿Nosotros con qué ojos miramos el mundo? ¿Con qué criterios estamos actuando? ¿Cómo ha sido nuestro seguimiento de Jesús? El camino para descubrir a Jesús es dinámico. No termina, cada día debemos iluminar nuestro corazón con la luz de su amor y cada día debemos confrontar nuestras obras con sus criterios.
Gracias, Padre, por tu Hijo Jesús que ilumina toda nuestra vida. Condúcenos por el camino de la luz para, dejando nuestra ceguera congénita, acojamos la verdad de Cristo y caminemos como hijos de la luz. Amén.
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Fuente: https://es.zenit.org