¿Con quiénes compartimos, con quiénes vivimos y para quiénes morimos?
Domingo 28 de septiembre de 2025
Evangelio según San Lucas 16, 19 al 31.
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico… pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el infierno entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’. Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Le dijo Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».
El evangelio de hoy sitúa la parábola del rico y Lázaro en un contexto de confrontación directa. Jesús ha afirmado que «no se puede servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13), y los fariseos —«amigos del dinero»— se burlan de él. Su respuesta no es un tratado doctrinal, sino un relato. La historia de un hombre vestido de púrpura y lino fino, ciego a la miseria de Lázaro en su propia puerta, es una parábola que denuncia una vida y una ideología que justifican privilegios mientras ignoran la existencia concreta de los pobres y las injusticias que en ella se manifiestan.
El evangelio nos presenta, entonces, una parábola radical: un hombre muy rico, de finos vestidos, que ofrecía grandes banquetes, y a la puerta de su casa un pobre llamado Lázaro, cubierto de llagas, esperando alimentarse de las migajas que caían de la mesa del primero. Al morir ambos, sus destinos se invierten: quien gozó de bienes ahora experimenta males, y quien soportó males es consolado en el seno de Abraham. Ahora bien, la vida del rico no parece tan perturbadora si la vemos sin la presencia de Lázaro. Se trataba de un hombre amistoso, abierto a los suyos: familiares, amigos, vecinos. Incluso en el tormento de la otra vida pensó en ellos, queriendo advertirles lo que para él ya era tarde. Pero justamente ahí radica su ceguera: Lázaro no formaba parte de su «nosotros», y por eso nunca lo vio.
Este relato no debe leerse como una lección sobre el más allá, sino como una denuncia del más acá. Como afirma Elsa Tamez, se trata de una justificación de la fe en cuanto afirmación de la vida concreta de todos los seres humanos, frente al pecado estructural, es decir, frente a «toda aquella manifestación del pecado que trasciende el ámbito individual y se concretiza en dimensiones históricas, objetivas, con sus estructuras, agentes y mecanismos» (Contra toda condena, 1991, p. 16). La paradoja es evidente: no hay pobres sin ricos, ni ricos sin pobres. La riqueza y la pobreza se sostienen mutuamente, y el abismo que los separa en la otra vida ya existía en la tierra. Hoy la realidad no es distinta: millones de personas claman piedad en Palestina, y no tan lejos, en nuestro país y vecindarios, otras siguen condenadas a la marginación y a la pobreza, de modo que no decimos de estas que están siendo pobres, sino que son pobres.
Miremos nuevamente a Lázaro, marginal entre marginales, que dependía de las sobras que caían de la mesa. Sin embargo, su nombre proclama una verdad: «Dios ayuda». Dios Padre-Madre aparece mostrándonos el camino de dos maneras: tomando partido por las víctimas —no desde un dios lejano y abstracto, sino desde la experiencia concreta de los cuerpos que sufren hambre, exclusión y violencia— y, frente a la desesperación del rico, respondiendo asertivamente: ya tienen la Ley y los Profetas. Hoy podríamos decir: ya tenemos las voces de quienes sufren, de las y los empobrecidos, de las mujeres, de los pueblos indígenas, de las disidencias, que nos dicen claramente por quién y cómo debemos vivir; que si vivimos como ricos, por ejemplo, afuera de nuestra casa siempre habrá pobres; si vivimos en la indolencia siempre habrá sufrientes. El problema no es la falta de revelación, sino la sordera voluntaria y la ceguera ante las praxis de solidaridad, que nacen, sobre todo, entre quienes más padecen.
Hoy podríamos decir: ya tenemos las voces de quienes sufren, de las y los empobrecidos, de las mujeres, de los pueblos indígenas, de las disidencias, que nos dicen claramente por quién y cómo debemos vivir.
La parábola nos hace recordar que frente a la persistencia de la injusticia, la organización social se vuelve resistencia y solidaridad, voluntad de amor que transforma y revierte escenarios. Quienes más preparados están para afrontar totalitarismos, pandemias o guerras no son quienes viven encerrados en su propio yo, sino quienes han aprendido a vivir con otras y otros como verdaderamente otros (no como prolongaciones de sí mismos), y en la austeridad que es capaz de afrontar la realidad con sus limitaciones materiales. La pregunta, entonces, es: ¿con quiénes compartimos, con quiénes vivimos y para quiénes morimos? Abrir nuestras puertas significa abrir nuestro universo y dejarnos transformar en el diálogo intercultural que rompe nuestras cegueras, nos sorprende y nos desafía a mirar más allá de lo propio. En este mes de festividades patrias quizá sea necesario también preguntarnos quiénes conforman nuestra patria y cómo convivimos en ella, dónde van y quedan quienes no.
Este relato no termina en fatalismo, aunque sea muy drástico, puede ser leído como un anuncio de esperanza subversiva. Como recuerda la comunidad de Jesús y las mayorías pobres que luchan por revertir la historia, podemos dejarnos interpelar por el Evangelio o por esas praxis, y preguntarnos: ¿a quiénes seguimos dejando tiradas/os en la puerta?
Fuente: Mujeres Iglesia Chile / Imagen: Pexels.