ChatGPT y el nuevo becerro de oro

Es importante, como en toda actividad humana, asegurarse de que se oriente al bien común y al desarrollo integral de las personas.

Lo primero que quiero hacer es dejarlo claro: no soy un experto en Inteligencia Artificial (IA). El contacto que he tenido hasta el momento con esta tecnología es el uso de redes convolucionales siamesas para tratar de detectar defectos en desvíos de vías de tren a partir de medidas de ruido. Pero como veo estos días numerosos artículos de prensa de gente que dista de ser experta hablando sobre ChatGPT, pues me permito la licencia de hacer lo mismo.

Como reflexión inicial me gustaría resaltar que no hay “magia” detrás de este tipo de modelos. Como afirma el filósofo José Antonio Marina en un artículo publicado recientemente en La Vanguardia, sería cometer un error mitificar la IA porque nos llevaría a perder el espíritu crítico tanto para interpretar sus resultados como para adivinar las intenciones con las que se diseña. Detrás de estos modelos hay personas, tanto en su desarrollo como en su comercialización. Cada algoritmo no es autónomo, sino el resultado de un planteamiento. Y como tal debe de estar sujeto a un control para su correcto uso. Hemos visto en las noticias estos días a Sam Altman —el impulsor de ChatGPT— pidiendo a los líderes europeos que se regule el desarrollo de la IA por miedo a que el invento se vuelva contra nosotros. ¿Temor fundamentado o estrategia comercial? No lo sé. Pero sí que es importante, como en toda actividad humana, asegurarse de que se orienta al bien común y al desarrollo integral de las personas.

Detrás de estos modelos hay personas, tanto en su desarrollo como en su comercialización. Cada algoritmo no es autónomo, sino el resultado de un planteamiento.

En este contexto, en 2020 la Pontificia Academia para la Vida ha elaborado un texto —Rome calls for AI Ethics— firmado también por el presidente de Microsoft y el vicepresidente de IBM, en el que se trata de fundamentar un compromiso basado en los principios éticos, educativos y jurídicos que deben guiar todo el desarrollo de la IA. Además, en la actualidad el Centro de Cultura Digital del Dicasterio para la Cultura y la Educación del Vaticano colabora con el Institute for Technology Ethics & Culture de Silicon Valley para la redacción de un manual sobre ética aplicada a las nuevas tecnologías digitales. Así, es importante que el humanismo cristiano tenga peso y voz en el debate actual. No se trata de tecnificar al ser humano, sino de humanizar la tecnología.

La segunda reflexión que me gustaría hacer es más desde un plano más existencial. Por supuesto que la IA nos abre inmensas posibilidades, como lo han hecho otras tecnologías de irrupción reciente como, sin ir más lejos, internet o los smartphones, pero no nos equivoquemos: nos traerán progreso material, pero no darán respuesta a las grandes preguntas del ser humano. Incluso puede que acaparen en exceso nuestra atención y nos hagan vivir en la superficialidad. En este punto encuentro, una vez más, una referencia sapiencial en la Biblia: no hagamos de la IA el becerro de oro del siglo XXI. No caigamos en la tentación de poner en las tecnologías incipientes nuestras esperanzas, de confundir un medio con un fin, de adorar a dioses de barro. Citando a mi admirada Simone Weil: “Aquello que amamos es a lo que prestamos atención”. Sigamos prestando atención a Jesús, él sí que no nos fallará.


Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.

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