Solo el perdón auténtico, dado y recibido, será la fuerza capaz de transformar el mundo.
Sirácide (Eclesiástico) 27, 33-28, 9: “Perdona la ofensa a tu hermano para obtener tú perdón”.
Salmo 102: “El Señor es compasivo y misericordioso”.
Romanos 14, 7-9: “En la vida y en la muerte somos del Señor”.
San Mateo 18, 21-35: “Yo te digo que perdones no solo siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
EN MEDIO DE ODIOS Y VENGANZAS
Al escuchar aquellos dos grupos sentí una gran impotencia. Las agresiones, los orgullos, el recuento de las ofensas, todo salía a relucir, y aunque están de acuerdo en que la división y los odios los están destruyendo, no es posible alcanzar ningún consenso. Cada quien, en su postura, cada quien, proyectando peores venganzas, cada quien, sintiéndose agraviado, y nadie con una mínima disposición para pedir o dar el perdón. Se ha hablado de reconciliación y en algún momento hasta se dieron la mano, pero todo quedó en palabras y pronto volvieron las agresiones. ¿Qué hay detrás del corazón del hombre que se ciega por los odios y los rencores y que no le permite ver la insensatez de las venganzas? ¿Por qué siempre nos sentimos agraviados y no somos capaces de mirar que nuestras acciones están dañando y ofendiendo a los hermanos? Así siguen lastimados y lastimándose por no otorgar el perdón.
EL ODIO DESTRUYE
Tanto en los tiempos de Jesús como en nuestro tiempo el corazón del ser humano está tentado por el odio y la violencia. Las graves matanzas que estamos sufriendo y que nos dicen que son consecuencias de venganzas entre cárteles rivales, los terribles asesinatos y los horrendos crímenes, no se pueden entender de personas con sentimientos humanos, mucho menos cristianos. Cuando hay odio y rencor el sentimiento de venganza hace presa de nuestro corazón, se nubla la razón, se endurecen nuestras entrañas y se cometen los más atroces actos. ¿Qué pasa en el corazón de una persona para obrar de tal manera? El odio y el rencor no solo hacen daño a los otros, sino que nos hacemos daño a nosotros mismos. Es como un fruto que se pudre para que otros no lo traguen, pero acaba podrido por dentro. Solo el perdón auténtico, dado y recibido, será la fuerza capaz de transformar el mundo. Y no solo pensemos en el plano meramente individual; el odio, la violencia y la venganza como instrumentos para resolver los grandes problemas de la humanidad están presentes también en el corazón del sistema social vigente. Hay pueblos, naciones enteras, que se mueven por sentimientos de odios y revanchas.
LA MÁS BELLA EXPRESIÓN DEL DISCÍPULO
La más grande muestra del discípulo de Jesús es el perdón o, en otras palabras, el amor a los enemigos. Amar a los que nos aman y nos tratan con consideración no tiene ninguna dificultad; pero amar a quien juzgamos que nos ha ofendido, requiere un heroísmo grande y una grandeza de corazón. El perdón es un don, una gracia que procede del amor y la misericordia de Dios. Pero exige abrir el corazón a la conversión, es decir, a obrar con los demás según los criterios de Dios y no los del sistema vigente. Solo quien se sabe amado por Dios es capaz de amar gratuitamente a los demás, y solo quien ha experimentado la grandeza del perdón de Dios será capaz de superar las ofensas y dar de corazón el perdón. Es tratar a los demás como Dios nos ha tratado a nosotros, y muy al revés de lo que nosotros pretendemos cuando somos incapaces de ofrecer siquiera un poquito de lo que hemos recibido. El ejemplo de Jesús es por demás evidente: hemos recibido mil regalos de Dios: la vida, la salud, la familia, el tiempo… y somos malagradecidos ofendiéndolo con nuestros pecados. Recibimos su perdón, solamente porque nos ama. Pero, por el contrario, nos sentimos muy indignados cuando un hermano no nos ha ofrecido el saludo, no ha respetado nuestro derecho o nos ha faltado en alguna cuestión. No hay proporción entre el amor que Dios nos otorga y el perdón que debemos ofrecer.
LA PAZ BASADA EN EL PERDÓN
Para Pedro es difícil entender el perdón. El Señor ha dado recomendaciones para corregir al hermano y ha puesto en alto el sentido de la comunidad, pero Pedro se muestra impaciente y hasta cansado con “tener que ofrecer” el perdón. El número de setenta implica cantidad y calidad: siempre y de corazón. Jesús lanza aún más lejos: “Setenta veces siete”, es decir, el discípulo está llamado a la perfección, igual que su Padre Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos. Estos números nos recuerdan también los que se manejan en el castigo a Caín que buscan romper la cadena de la violencia. Solo el perdón puede restablecer la comunidad. Es cierto que debe haber corrección, pero debe brotar del amor a la comunidad y al hermano, y no del deseo de venganza. ¿Cuántas familias se han destruido porque un simple enojo se fue transformando en una cadena de rencores y venganzas? ¿Cuántas personas viven amargadas porque un familiar o sus padres no les dieron el afecto que esperaban o cometieron una equivocación y ahora no son capaces de perdonar? Solo experimentando el amor que Dios nos tiene, seremos capaces de superar nuestros deseos de venganzas. Si vivimos para Dios seremos capaces de construir un nuevo mundo donde reine la verdadera paz. No esa paz sostenida por las fuerzas y los temores, sino la paz sustentada en la seguridad del amor de Dios Padre.
COMO NOSOTROS PERDONAMOS
El libro del Eclesiástico rema contra corriente. Mientras el mundo canta “¡qué dulce es la venganza!”, el Eclesiástico con toda verdad afirma: “Cosas abominables son el rencor y la cólera” y nos asegura que, para obtener el perdón, debemos perdonar. Nosotros rezamos diariamente el Padre Nuestro y decimos: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos”. Algunos, eludiendo el compromiso, cambian estas palabras y dicen: “Perdona como nosotros deberíamos perdonar”, pero lo cierto es que nosotros debemos perdonar como hemos sido perdonados. Demos gracias hoy al Señor que nos perdona, porque gracias a su perdón nos sentimos libres, salvados y queridos. Pidamos que nos ayude a romper las barreras de odios y rencores que construimos para protegernos pero que acaban ahogándonos y sofocando nuestro espíritu. Aprendamos de Jesús, busquemos seguir sus huellas. ¿Qué pensará Jesús de esta persona a quien yo no quiero perdonar? ¿Cómo lo ama Jesús si por él dio su sangre? ¿Qué me dice Jesús de mis rencores y de mis odios?
Gracias, Padre Bueno, por el perdón tan generoso que siempre nos otorgas. Míranos con ojos de misericordia y transforma nuestro corazón para que, superando nuestros odios, aprendamos a perdonar y a amar a nuestros hermanos. Amén.
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Fuente: https://es.zenit.org