Crisis migratoria: es una crisis moral

Sr. Director:

Cada vez resulta más cierto que, cuando hablamos de migración, decimos más de quiénes y cómo somos nosotros antes que de lo que son o vienen a hacer los que llegan. La migración, en este sentido, se torna en un espejo que muestra lo que nos identifica como sociedad, los valores que nos hacen ser parte de una misma comunidad política, la forma en que distribuimos el valor de lo humano y el dónde situamos los límites de la empatía. No es, entonces, tanto un debate sobre un «ellos», como sí un examen sobre el «nosotros».

Un Estado que reduce al sujeto a una mera categoría —irregular, sujeta a expulsión, sospechosa por defecto— revela una matriz valórica que pone en un plano condicional algo tan fundamental como la dignidad personal, desplazando lo humano desde su inherente centralidad hacia un estatus precario, accesorio y accidental. Así, la política pública se reduce a un catálogo de sujetos y conductas indeseables a los que solo cabe proscribir, encarrar, marginar y, en lo que toca a los migrantes, expulsar. Esa inversión revela la verdadera crisis: una que no es tanto migratoria como sí moral.

También la sociedad es parte de esta degradación. La sospecha per se ante lo extranjero opera como un mecanismo defensivo que es, en realidad, una confesión de vulnerabilidad interna. Descargar en el migrante nuestras frustraciones por la informalidad, la inseguridad, la pobreza o las incivilidades que le atribuimos, no son una consecuencia directa de su llegada sino del fracaso de nuestro orden social. La migración funciona, así, como válvula moral de escape: libera culpas y desplaza responsabilidades que no queremos enfrentar como colectivo.

La política, por su parte, a veces tan pequeña en lo grande como grande en lo pequeño, ha preferido convertir la migración en teatro al servicio de su oportunismo y conveniencia. En vez de conducirnos hacia un marco ético estable, ha preferido instrumentalizar el fenómeno, prometiendo expulsiones tan ejemplares como inviables, endurecimientos tan mediáticos como contraproducentes y, en general, soluciones tan inmediatas como efímeras. Mientras, sostiene un sistema incapaz de integrar con rigor ni de controlar con legitimidad. Esa superficialidad —vendida como firmeza— es otra señal moral: la política prefiere administrar emociones antes que gestionar realidades.

Lo decisivo es reconocer que el trato al migrante establece un estándar de justicia que, tarde o temprano, se vuelve universal. Un país que normaliza desigualdades de trato legitima un modo de convivencia que degrada también a los propios. La sociedad que mira con indiferencia al vulnerable externo se va volviendo indiferente al vulnerable interno en cualquiera de sus formas. De este modo, lo que empieza como una frontera legal para los migrantes termina como frontera ética para toda la sociedad.

Por eso, el desafío actual no es «qué hacer con los migrantes», sino qué hacer con lo que creemos es una compartida concepción de humanidad. Si la migración es hoy una tensión, es porque nos confronta con insuficiencias morales que en sus otras manifestaciones nos resistimos a ver. El dilema no es seguridad versus compasión; es responsabilidad versus evasión ética. Y la única salida madura consiste en recuperar la convicción de que un país se define por cómo trata a quienes no tienen poder ni voz ni pertenencia automática, y actuar en consecuencia.

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