En su resurrección Jesucristo ha vencido a la muerte y nos ha abierto la puerta de la inmortalidad.
Responde Pablo en la carta a los Romanos: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8, 1). Así, pues, Jesucristo por su vida, muerte y resurrección, que culmina con el don del Espíritu, nos ha salvado:
Primero, de la ley. Se refiere a ley judía entregada por Dios a Moisés en el monte Sinaí. Según la tradición judía, especialmente la tradición farisea, el hombre se hace agradable a Dios por el cumplimiento de los 613 mandamientos de la ley, recogidos en el Pentateuco. Pero los cristianos somos agradables a Dios no por nuestras obras o méritos sino porque Él nos ha regalado su amistad en Jesucristo. Obviamente esto no quiere decir que los cristianos no tengamos que hacer obras buenas. Claro que tenemos que obrar bien pero no para alcanzar la amistad con Dios sino como respuesta agradecida a su amor, manifestado en Jesucristo. El mismo Pablo se cura en salud por si acaso alguien piensa que, dado que Dios nos regala con su gracia, el hombre puede descuidarse y actuar mal, pues Dios se las arreglaría para superar nuestras malas acciones con su gracia: “Entonces, ¿qué? ¿Pecaremos, puesto que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡En absoluto!” (Rom 6, 12).
Segundo, del pecado. Es el Espíritu de Jesús el que nos da la fuerza para obrar el bien. La ley enseñaba al hombre cuál era la voluntad de Dios, pero no le daba la fuerza para cumplirla. Sin embargo, los cristianos somos capaces de obrar el bien porque tenemos la fuerza del Espíritu. Pero, además, cuando no nos dejamos guiar por el Espíritu y pecamos, nuestros pecados han sido ya perdonados en el misterio pascual de Jesucristo. Él ha sido capaz, por su fidelidad al Padre y su amor a sus hermanos los hombres, de cumplir el destino que Dios había previsto para toda la humanidad. Así como decimos que el hombre ha llegado a la luna, aunque de todos los hombres que han existido solo doce han pisado nuestro satélite, sin embargo entendemos que esa hazaña lo es de toda la humanidad; del mismo modo, aunque solo Jesucristo ha actuado de modo agradable a Dios por su fidelidad y su amor, su hazaña es hazaña de toda la humanidad.
Los cristianos somos capaces de obrar el bien porque tenemos la fuerza del Espíritu.
Finalmente, estamos salvados de la muerte. En su resurrección Jesucristo ha vencido a la muerte y nos ha abierto la puerta de la inmortalidad. La inmortalidad no es una cualidad inherente a nuestro ser de creaturas, sino un don de Dios, que ha querido, por amor, crear una multitud de hijos para que vivan felices junto a él por toda la eternidad. El Hijo de Dios, al asumir nuestra naturaleza humana, la ha transformado en eterna como Él es.
Todo lo dicho tiene una dimensión escatológica, es decir, que ya está conseguido, pero todavía no del todo. Nuestro pecado y nuestra muerte han sido ya vencidos pero esa victoria aún ha de alcanzar su plenitud. Así lo vio el autor de la carta a los Efesios cuando escribió: “Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —estáis salvador por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia” (Ef 2, 4-7).
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