Dios no tiene la culpa

En nombre de qué Dios habla Bolsonaro. En su discurso homofóbico, violento, racista (que lo convierten en una caricatura subdesarrollada de Donald Trump) ciertamente no resuena el eco del Evangelio. No podemos reconocer en ese Dios al Dios de Jesús.

Uno de los aspectos que más ha llamado la atención del discurso del nuevo presidente de Brasil, Jair Messias Bolsonaro, es su reiterada referencia a Dios. No solamente en forma de agradecimiento o de expresión de confianza en Él, actitudes muy saludables en un gobernante. Bolsonaro se presenta como un elegido, un enviado por Dios para gobernar en su nombre y devolverle un lugar central en la vida del país. Incluso el atentado que sufrió durante la campaña electoral y al que felizmente sobrevivió, es presentado por el líder brasileño como una señal inequívoca de favor divino, como la ratificación de su propio mesianismo, haciendo honor al nombre premonitorio que porta.

Esta impronta religiosa, que evidentemente satisface a su electorado (en particular a los numerosos militantes evangélicos que lo apoyaron masivamente), y que mezcla de modo tan notable religión y política, no deja de ser problemática. En primer lugar, porque si lo que dice Bolsonaro fuera cierto (algo evidentemente inverificable), quien disienta con él se estaría oponiendo nada menos que a Dios.

Situación compleja para los creyentes que no adhieren al nuevo movimiento político encarnado por este personaje, obligados a explicar que también ellos procuran ser fieles a Dios y a su fe, aunque transiten por otro andarivel político partidario.

Pero además hay un riesgo implícito en esta identificación entre unas políticas bien concretas (y bien opinables, por cierto), y la voluntad de Dios. El riesgo es que esas políticas fracasen o lleven a resultados perjudiciales para la población o parte de ella. En ese caso, ¿será Dios el que habrá fracasado? Si la economía brasileña se desbarranca, o si la violencia social se multiplica, o si cunde una epidemia por una mala política sanitaria, o si ocurre cualquier otro percance significativo (que obviamente nadie desea, pero puede acaecer), ¿le echarán la culpa a Dios?

Esta deriva teocrática de la política es peligrosa, porque sabemos que los procesos políticos a la larga o a la corta son pendulares. En algún momento se acabará el “bolsonarismo”. ¿Se acabará Dios junto con él? ¿Quién venga después querrá borrar a Dios y a la religión de la esfera pública, por su identificación con unas políticas contingentes pero llevadas adelante en su nombre?

Dicho todo lo anterior, cabe preguntarse en nombre de qué Dios habla Bolsonaro. En su discurso homofóbico, violento, racista (que lo convierten en una caricatura subdesarrollada de Donald Trump) ciertamente no resuena el eco del Evangelio. No podemos reconocer en ese Dios al Dios de Jesús.

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Fuente: www.revistacriterio.com.ar

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