El tiempo de la Cuaresma tiene al desierto como espacio más característico: recuerdo del Éxodo de Israel, estancia de Jesús en el desierto luego del bautismo, el desierto como lugar de prueba y crisis. El desierto, al decir del poeta judío Edmond Jabès, es figura de interrogación, o al decir de Ricardo Forster: el desierto es el vacío primordial. La nada del desierto, el abismo, la imposibilidad y la crisis. Quizás la Cuaresma es el tiempo en donde se van (o se deberían) volver a pensar estos conceptos/experiencias. El desierto afecta al cuerpo y a las relaciones humanas, cósmicas y teológicas. Como dice Joan-Carles Mèlich el ser humano es cuerpo vulnerable: “Somos seres vulnerables que no podemos sobrevivir al margen de la atención y de la hospitalidad del otro”.
Un acontecimiento sugerente ocurrido en el desierto es el narrado en el libro del Éxodo: la destrucción que Moisés hace de las dos tablas del testimonio, tablas que contienen los preceptos que Dios da al pueblo de Israel y que fueron escritas por el mismo Dios (Cf. Ex 31,18 – Ex 32,16-19). ¿Qué elementos de profundización humana, relacional, creyente, teológica se podrían extraer de este acontecimiento crítico?
Dos tablas rotas. Las tablas del testimonio, las tablas que mostraban la forma en la que Dios escribió, las tablas que contenían la gramática divina. El Dios que no puede ser visto, el Dios que coloca un límite al pueblo para que no se acerque al Sinaí (Ex 19,12) escribió con su dedo las tablas legales. El hombre, Moisés, y ante la idolatría de Israel en la figura del becerro de oro, rompe las tablas. Aquí hay un primer enfrentamiento: el Dios enigma, el Dios escondido está en contraposición al becerro, al ídolo, a la imagen creada por los seres humanos, construida casi como signo de una desesperación antropológica de no poder soportar la no visibilidad de Dios. ¿Cómo juntar las palabras rotas de las tablas? ¿Es posible descifrar al Dios que escribió y se escribió en la piedra destruida? Como dice Edmond Jabès: “La verdad está en ruinas. Con esas ruinas, se revisten”. Un Dios arruinado por la mano humana, por el ser humano que rompe la letra divina. Y el mismo Jabès en otro verso dice: “Al hombre, el excesivo poder de la palabra. A Dios, el excesivo poder del silencio”. El Dios del testimonio escrito en las tablas aparece en cierta imposibilidad de la lectura. El ser humano no pudo leer cómo era la gramática divina. El enigma, como dice Jabès, no puede ser descifrado.
El desierto es el lugar donde la gramática de Dios queda hecha fragmentos. La vida humana es en sí misma fragmentos que intentan leerse, fragmentos que quieren ser dotados de sentido. Quizás la experiencia del desierto como espacio del vacío, de la cristalina ausencia como la llama Edmond Jabès tiene ese precio: el Dios de la Biblia habita en el silencio, en el vacío, en la imposibilidad de la palabra definitiva. Dios se mueve en el espacio de lo indecible, del balbuceo como dice Adolphe Gesché. Hay una letra mutilada, un pensamiento herido, un relato que no pudo leerse y que solo podrá ser leído una vez que Moisés suba nuevamente el Sinaí y escriba por sí mismo lo dicho por Dios. Recién ahí se podrá leer el testimonio. La escritura es humana, el silencio es divino.
Las tablas rotas en el desierto parecen evitar cristalizar a Dios. Ahí aparece la mística y la espiritualidad como movimiento en el límite, en el balbuceo, en los imposibles. Dios está en la lógica de la “no-territorialidad”, como dice Ricardo Forster. El Dios del desierto, el Dios de la crisis de la palabra y del sentido, el Dios de la travesía hacia la tierra de la promesa no queda enclaustrado a la letra. El lenguaje se rompe, el vagabundeo se inaugura. Aparece así lo que el poeta peruano Mario Montalbetti llama “el trazo incompleto de un compás sobre un mapa”.
El desierto, siempre el desierto… MSJ