«1976»: Las inercias del horror

Este es uno de los mejores debuts en el largometraje en el ámbito del cine chileno. En un logrado seguimiento de la toma de conciencia del personaje protagónico, Manuela Martelli evoca algo de su pasado familiar y de las relaciones entre la clase acomodada y la dictadura de Pinochet.

Hay una vertiente en el cine, más habitual en el documental que en la ficción, que busca examinar el pasado individual y familiar de su realizador para entroncar desde ahí con una memoria y una historia colectivas. No es un trabajo fácil por el grado de distancia que ese ejercicio requiere y también porque indagaciones de esta naturaleza suelen ser dolorosas en tanto escarban los escombros de experiencias enterradas o silenciosas.

Esta dimensión, entre otras, explica el largo proceso —cerca de diez años—, que recorrió 1976, el primer largometraje de Manuela Martelli, hasta concretarse como obra, un período de constantes reescrituras y variaciones en la manera de aproximarse a la memoria familiar de su directora, en este caso a una experiencia real vivida por su abuela a mediados de los años setenta.

La película —que inició su itinerario oficial en la Quincena de Realizadores del Festival de Cine de Cannes de 2022 y que hoy puede verse en la plataforma Netflix—, cuenta la historia de Carmen (Aline Kuppenheim), una mujer mayor, de clase alta e ignorante de los avatares represivos de los primeros años después del Golpe, quien, a partir de una circunstancia fortuita, se involucra en la protección de un joven prófugo de un enfrentamiento con los organismos de seguridad de Pinochet.

La película sitúa a su personaje en un estado de retirada. Con hijos ya adultos —y nietos—, después de una vida entera dedicada al hogar, con un entorno familiar y de amigos cercanos a la derecha. Su vida ha decantado en la irrelevancia personal y, en los días en que el filme la aborda, su existencia está ocupada de la decoración de su casa en la playa. En ese entorno, desligada parcialmente de sus lazos familiares, la existencia de Carmen es más bien solitaria, taciturna y en la entrelínea de esas descripciones se advierte que además es infeliz.

Entre ese mundo ensimismado de clase alta y la violencia organizada de los primeros tiempos de la dictadura, el filme establece distancias que no solo son éticas sino además existenciales y que se deslizan, ya en las primeras imágenes del filme, como un contrapunto entre la rutina de su personaje principal y la sombra del horror.

LA EXISTENCIA FUERA DE CAMPO

Desde el inicio la película establece las relaciones entre el patético escenario represivo y la parca intimidad de su personaje. El filme abre con la imagen, en primer plano casi cenital, de un pequeño libro sobre arte en Venecia que Carmen sostiene en sus manos, mientras se escucha en off el motor de una máquina para mezclar pintura. La mujer está buscando referencias cromáticas para el color con el que desea pintar el interior de su casa en la playa y ojea el volumen hasta que encuentra el rosado de un atardecer que le parece perfecto como referencia.

En ese instante la cámara se desliza suavemente hacia la izquierda, desde el plano del libro hasta la mezcladora y se detiene en ella, en su movimiento centrífugo y en su martilleo giratorio. Mientras el tendero incorpora pintura azul a la mezcla —y sin que la cámara se desvíe de su atención en el tambor que ahora se ha detenido—, desde el exterior irrumpe el sonido de la violenta frenada de un vehículo, de gritos ahogados y de un alboroto desesperado como reacción al secuestro de un ciudadano en pleno centro de Santiago. «¿Qué pasó?», pregunta Carmen. «La calle», responde el tendero.

El secuestro ocurre fuera de los márgenes del encuadre, es decir, más allá del territorio de Carmen, un territorio que conoce, en el que se siente cómoda y, además, con autoridad. En el intertanto un par de gotas de pintura han caído en su zapato y esa pequeña marca invade el escenario protegido y desinformado de su existencia, como premonición y estigma que prefigura el itinerario terrible que está por venir.

Es un inicio que sintetiza de manera muy precisa y cuidadosa el marco expresivo por el que se va a mover la historia —desde el trayecto existencial que iniciará su protagonista hasta las decisiones globales que organizan la película—, y establece las reglas que regirán las coordenadas de la puesta en escena desde ahí en adelante. En la medida que el relato está íntegramente ligado al punto de vista de Carmen, la presencia de la dictadura y su cotidianidad represiva operan en el escenario de un gran espacio en off que, a lo largo del filme, se irá cerrando en torno a su personaje.

PACIENCIA Y APRENDIZAJE

Manuela Martelli inició sus pasos en el cine como actriz descubierta por el cineasta Gonzalo Justiniano —antes incluso de terminar su educación secundaria—, para protagonizar su película B-Happy en 2003. A partir de ahí su presencia en el cine nacional se hizo más constante en filmes como Machuca (2004) y La buena vida (2008), de Andrés Wood; Navidad (2009), de Sebastián Lelio, y El futuro (2013), de Alicia Scherson. Paralelamente a su crecimiento interpretativo, ingresa a la Escuela de Teatro UC y más tarde profundiza su formación audiovisual con estudios de posgrado en dirección de cine en Filadelfia.

Como directora realizó dos cortometrajes —Apnea en 2014 y Marea de Tierra en 2015, este último codirigido con la keniana Amirah Tajdin, como parte del proyecto colaborativo Chile Factory—, y en ellos comenzó a decantar un estilo de narración cauto, sin estridencias y particularmente pudoroso en el uso de las herramientas visuales. La suya es una concepción muy contenida de la puesta en escena, al punto de que incluso se despoja de muchas de las obligaciones del diálogo en la constitución del argumento y las desplaza hacia otras zonas del sonido y la visualidad.

1976 decanta y profundiza con esa misma aproximación una narratividad particularmente subjetivada que amplifica la complejidad del proceso interno por el que atraviesa su personaje. Lejos de volverlo ajeno, la introspección de Carmen permite acceder a él por otras vías y esa dimensión enriquece las decisiones formales con las que Manuela Martelli construye el relato y enlaza las situaciones.

El gran escenario en donde el personaje se moviliza y, en cierto modo, se refugia, es en el litoral central en los días de invierno. Alejada de la cotidianidad de su existencia santiaguina, la supervisión de los trabajos de remodelación de su casa se establece más como una fuga, como un escape intuitivo. Por eso su encuentro con Elías (Nicolás Martínez), joven estudiante prófugo y herido luego de un enfrentamiento —a quien acepta cuidar por petición del padre Sánchez (Hugo Medina), el párroco del lugar—, la resitúa en una intemperie alejada de su inercia diaria de clase acomodada, decisión que tiene efectos en la puesta en escena.

La película organiza los elementos expresivos a partir del peso que adquiere el espacio en off —aquel que se encuentra fuera de los bordes del encuadre—, y que es, a fin de cuentas, el territorio conquistado por la dictadura. Manuela Martelli filma a su personaje como alguien que, en la ruta de las acciones que ha tomado, va perdiendo velozmente sus certezas y su espacio de acción. Por eso la película se construye visualmente a partir de una reducción persistente de la profundidad de campo —esa zona de la imagen en donde los elementos en encuadre se ven a foco—, un territorio cada vez más angosto que en rigor aplasta y aprisiona a Carmen.

En la medida en que el relato asume el punto de vista de su personaje protagónico, la operación de la dictadura —las detenciones ilegales, los cuerpos en la playa e, incluso, las circunstancias explícitas en las que fue herido Elías— se mantiene al margen, ya sea en el espacio en off o en esa zona borrosa más allá de la profundidad de campo, y es frecuente que en muchos momentos del filme su personaje sea encuadrado en medio de óvalos o espejos circulares que oprimen más aún su margen de acción.

LA VETA DEL CINE POLICIAL

No es primera vez que las relaciones entre la clase alta y la dictadura de Pinochet han sido abordadas por el cine chileno de ficción en las últimas décadas. Machuca puede ser incluso modélica en ese aspecto y detrás de ella se alinean acercamientos tangenciales, como los de Sapo (2017), de Juan Pablo Ternicier; Los perros (2017), de Marcela Said, y Araña (2019), de Andrés Wood, entre otras películas. Una de las primeras diferencias entre ellas y la indagación que realiza su directora es que aquí la narración se construye encaminando la acción hacia los códigos del cine negro, una decisión coherente con el sentido laberíntico e inestable que va adquiriendo la película.

En las pesquisas que Carmen inicia para proteger a Elías y contactarlo con su célula, la película registra su progresivo ingreso en esa zona infame frente a la que se había mantenido indiferente e ingenua, y en ese trayecto irreversible su precariedad se acentúa. Con esas coordenadas Aline Kuppenheim sostiene su personaje con casi nada más que la gestualidad de su rostro y su fragilidad corporal. Enfrentada a primeros planos dificilísimos, expone a través de su expresión enjuta y a ratos devastada el itinerario emocional y silencioso de Carmen, que se devela a lo largo de la película de manera tan intuitiva como irrefutable.

Lo más notable en el recorrido que transforma para siempre al personaje es el grado de autoconciencia que la película le imprime. No es este el drama sobre una mujer de clase alta que rompe una burbuja para darse cuenta de los horrores de la dictadura. El proceso de Carmen es mucho más complejo porque no es en ningún sentido redentor y, en gran medida, el filme asume la inutilidad de ese esfuerzo. Ella no es una mujer como cualquiera otra: representa a una clase, y Manuela Martelli tiene plena claridad de la mirada que conlleva su abordaje a los personajes de la historia, y eso es algo que no suele ocurrir en buena parte del cine nacional.

Lo más notable en el recorrido que transforma para siempre al personaje es el grado de autoconciencia que la película le imprime.

1976 es uno de los mejores debuts en el largometraje en el ámbito del cine local en mucho tiempo. La laboriosa paciencia de su directora para rehacer, enmendar y darle el tiempo suficiente a la obra es encomiable y es esa virtud sobre la que descansa el acabado expresivo del filme, su reflexión en torno a las relaciones entre tema y forma y, especialmente, la densidad emocional que la sostiene.

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