Campaña electoral: Una foto en movimiento

Esta elección presidencial está siendo distinta de todas las que hemos tenido desde el retorno a la democracia: el libreto que dirigió nuestro devenir político simplemente se agotó y el nuevo está recién en construcción.

Una de las cosas más peligrosas que puede sucederle a un sistema político es que la sociedad que lo alberga experimente cambios y tensiones que no se reflejen en su seno. Podríamos decir que ese es uno de los males que estamos expiando en Chile. Todo lo sorprendente y cambiante que estamos viendo en nuestro sistema político es fiel reflejo de los movimientos telúricos que hemos tenido como sociedad por largo tiempo. Y quizás se puede aventurar que una parte importante de la actual crisis política se explica por la ausencia de todas las pequeñas crisis que nos merecíamos entre 2006 y 2019, y que no tuvimos a tiempo. En esos años muchas cosas comenzaron a moverse en la sociedad chilena —nuevos actores y temas, nuevas identidades, dolores y frustraciones— y el sistema político poco cambió. Asumir los cambios no es incorporar dos o tres demandas en la agenda, sino cuestionarse la representación: el lenguaje, los liderazgos, las formas de hacer política. Eso es lo que no se movió a tiempo y ahora se mueve como agua en la batea.

El ciclo de continuidad con las dinámicas y los actores de la transición ha terminado, pero estamos aún lejos de que se estabilice un recambio. Mucho de lo que estamos viendo es todavía el látigo del movimiento con que la sociedad se sacudió de un traje que le quedaba incómodo. Y en medio de esa sacudida tenemos que seguir viviendo, tomando decisiones, eligiendo gobiernos, enfrentando pandemias y definiendo nuestra nueva Constitución. No es lo ideal, pensarán algunos, debiéramos esperar que las cosas se calmen antes de tomar decisiones importantes. Pero la historia no ha funcionado nunca así y muchas definiciones, quizás las más importantes, se han hecho cuando los cañones estaban aún calientes. Tomando toda la distancia del mundo con la metáfora de la guerra, aún nos falta reconocer que el quiebre que hemos vivido en Chile ha sido de grandes proporciones, ha tumbado legitimidades y jerarquías al por mayor, y tomará un buen tiempo para que se logre asentar una nueva estabilidad.

Todo este año de elecciones está lejos de ser el desenlace final del estallido social, es apenas uno de sus primeros capítulos, y los años por venir nos deparan todavía muchos dilemas por resolver. Más aún, el día que alcancemos una nueva estabilidad, esta será menos estable que la que conocimos antes. El conflicto dejó de ser tabú, el debate dejó de dar miedo, y es más probable que aprendamos a convivir con ellos a que descubramos la forma de sumergirlos otra vez.

El gobierno que elegiremos en las próximas semanas tendrá que hacerse experto en manejar este estado de cosas. Nadie lo es de antemano. Una sociedad en que se está disputando el sentido común no se podrá gobernar con diagnósticos ni con agendas. No bastará con la decisión de poner orden ni con la voluntad de acoger las demandas del pueblo. Se requerirá timón, pero no bastará, porque el principal peligro del próximo gobierno no es perder el rumbo, sino perder el barco: que prime la dispersión, que cada quien se suba a su bote salvavidas y deje la nave principal a la deriva. Hacer que la mayoría quiera mantenerse a bordo y confíe en que le irá mejor si remamos juntos será el principal desafío. Parece evidente que ese remar juntos solo se logrará modificando el rumbo que traíamos, y el arte está en virar sin destrozar la embarcación.

Esta elección presidencial está siendo distinta de todas las que hemos tenido desde el retorno a la democracia, y hay buenas razones para que así sea, porque el libreto que dirigió nuestro devenir político simplemente se agotó y el nuevo está recién en construcción. Nunca había pasado que los que se vislumbraban como favoritos al inicio del año quedaran fuera de carrera. Ahora pasó. Tampoco había sucedido que las coaliciones tradicionales corrieran peligro de estar fuera de la segunda vuelta, y ambas lo están. Jamás habíamos visto que un partido se desembarcara de un candidato definido en primarias y ahora lo estamos viendo, paso a paso.

ERRORES DE INTERPRETACIÓN

Si hoy eligiéramos la Convención Constitucional probablemente sería distinta de la que elegimos en mayo y si la hubiéramos elegido en octubre de 2020, como estaba previsto, también hubiera sido diferente. Eso no le quita ni un poco de su legitimidad, pero obliga a los y las convencionales a ser conscientes de que el mapa electoral que ellos representan no está escrito en piedra, ni siquiera en madera. Esa es la conciencia que no tuvo Sebastián Piñera, error que lo hizo sobreinterpretar el significado de su triunfo, y leer la sociedad chilena en una clave de derechización que se ha mostrado más que errada. Y es también el traspié que tuvo la Nueva Mayoría al suponer que su alta votación resolvía el apoyo ciudadano a su agenda de reformas. Sabemos que no fue así.

El gobierno que vendrá tendrá la tarea de interpretar una sociedad en movimiento, con preguntas abiertas, con prioridades cambiantes. A estas alturas, todos los sectores políticos debiéramos saber que la conversión de las demandas, temores, frustraciones y juicios ciudadanos en preferencias políticas está lejos de ser obvia. La sociedad es demasiado compleja, diversa y fragmentada, y los proyectos políticos se quedan cortos y faltos de herramientas para interpretarla. Les funciona todavía la dimensión antagónica: develar las debilidades del adversario, desnudar sus contradicciones y corruptelas, anticipar sus errores, pero apenas toman el volante el panorama se vuelve cuesta arriba. Mientras sigamos transmitiendo que todos nuestros problemas se explican por las miserias del bando contrario, la ciudadanía se sentirá una y otra vez defraudada. Es fácil hablar con premisas simplonas, con recetas fáciles y mecánicas, identificar malvados y víctimas, pero gobernar una democracia de estos tiempos con ese libreto es casi imposible. Solo lo logran los autoritarios, los demagogos o los embusteros. Y los demás terminan siendo casi siempre gobiernos poco queridos o abiertamente repudiados. Esa es la mayoría de la política de hoy: gobiernos malos o gobiernos odiados, o gobiernos odiados por malos.

SE ABRE UNA OPORTUNIDAD

El próximo gobierno será exitoso en la medida que logre compartir con la sociedad sus dificultades en lugar de cargarlas todas al bando del frente. No bastará con apuntar culpables, habrá que invitar a todos a hacernos responsables. Responsables por las prioridades que definamos, por las soluciones que elijamos, por los esfuerzos que necesitaremos. ¿Hay alguna candidatura que esté dispuesta a hacer ese giro? Mientras no la haya, la ciudadanía tendrá todo el derecho a buscar la oferta que menos le cargue la mano: la que ponga las culpas bien lejos y las soluciones bien cerca. Por ese camino, quien quiera que gobierne pagará los platos rotos de la frustración que vendrá. Pero hay otros caminos disponibles.

En una elección tan abierta como esta hay muchos riesgos, pero también una gran oportunidad, que es dedicar estas últimas semanas de campaña a escudriñar las opciones que tenemos y empujarlas a debatir de verdad, ahondando en sus propuestas, fundamentando sus definiciones y sincerando sus propósitos. Esa es la forma de actuar ante una elección trascendental: salir del papel de consumidores que toman la mejor oferta y ponerse en el papel de ciudadanos y ciudadanas que se hacen responsables por las opciones que toman.

Todo lo que hemos dicho muestra que esta elección es bien diferente a las que hemos conocido desde el retorno a la democracia, y una de sus diferencias es lo impredecible del resultado. Las personas están haciéndose preguntas y cuestionándose sus opciones. ¿Usted no lo ha hecho? Por eso se ha vuelto tan difícil anticipar resultados. Las lealtades electorales están por el suelo y el universo de los votantes probables es un misterio. Nos levantamos pensando en el voto útil, nos acostamos decididos por el voto convencido y al día siguiente dudamos si ir a votar, pero en medio de estos dilemas puede que se nos haya escapado una marea más de fondo. Me refiero a la posibilidad de que hayamos despertado un reflejo conservador.

Si es verdad que las dinámicas que movilizan a los electores en la actualidad se explican principalmente como reacciones contra el poder de turno, es bastante coherente que el estallido social y la desconfianza en las instituciones alcanzara su máxima expresión con un gobierno de derecha que administra un orden constitucional concebido para impedir los cambios.

Es coherente con eso que se desmorone la derecha y que paguen un alto costo las fuerzas de centro izquierda que más tiempo han gobernado el país. Sin embargo, es posible que la extrema debilidad del actual gobierno y la prolongación del clima de conflicto y desencuentro haya tenido el efecto combinado de activar las tendencias conservadoras de la sociedad. Es decir, que las personas ya no estén reaccionando contra el poder formal, sino contra las fuerzas que están empujando los cambios. En ese caso, el alza de José Antonio Kast sería algo más que el efecto de los errores de Sebastián Sichel y sus motivos estarían enraizados en un fenómeno social y cultural, no solo electoral. No lo sabemos aún, pero no lo podemos descartar. En Chile hay demasiados antecedentes de la fuerza que puede llegar a tener el conservadurismo y de lo que está dispuesto a arrasar en su camino. Sin embargo, expiar esos peligros no pasa por ventilarlos a los cuatro vientos para sembrar el terror. No basta con tapizar de etiquetas al Partido Republicano ni con ridiculizar sus propuestas por afiebradas que parezcan. Cuando la gente se inclina por ideas como esas, hay algo que está buscando, algo le molesta, le preocupa o le ofende. Descalificarlos es el camino seguro para que dejen de escuchar. En lugar de eso, lo que sirve es interpretar su giro electoral como un grito de ayuda, porque es eso lo que se esconde en cada vuelco conservador.

La política democrática es una alquimia permanente entre convergencia y colaboración, por un lado, versus antagonismo y competencia, por el otro. Nuestra democracia postransición fue escuálida en las dos últimas, pero hemos recuperado terreno el último tiempo. La gran interrogante es si aprenderemos a combinar la legitimidad del conflicto con la necesidad de la colaboración. Si hubiera que elegir uno entre el enorme repertorio de desafíos del próximo gobierno, ese sería un buen candidato. Esta elección, más que tratarse de una competencia de recetas, se trata de la actitud para cocinar. Qué se hace ante la falta de algún ingrediente, cómo se cocina cuando estamos cortos de plata, a quién se le pregunta el menú del día, cómo se reacciona cuando lo preparado no gustó. No va a salir como prioridad en ninguna encuesta, no va a estar en las preguntas de ningún foro, pero debiera estar en nuestro insomnio: quién baila mejor con lo desconocido y entiende que le tocará hacer camino al andar. MSJ

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0