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El Dios de los cristianos hace descoincidir al sujeto creyente de sus proyecciones imaginarias, de sus saberes constituidos, de su imaginario respecto de sí mismo, del mundo y de Dios. La Iglesia podría entonces afrontar la actual crisis abandonando una palabra eclesial de discursos cerrados, marcados por el clericalismo, y aventurándose en un nuevo diálogo, en el que la palabra recobre significación(1).