El acompañamiento espiritual: Escuchar desde la fisura

El teólogo canadiense Christian Grondin propone una renovada mirada a esta acción, especialmente inspiradora cuando el acompañado se encuentra vulnerado por una mala condición de salud. Acompañar no es conducir o intervenir, sino custodiar un espacio interior que no nos pertenece, pero en el que se juega la posibilidad de que una palabra llegue a nacer, que algo nuevo, del otro, pueda surgir.

En uno de sus textos inéditos, el teólogo quebequense Christian Grondin —formado en la Universidad Laval y responsable de la formación teológica en el Centro Manrèse de los Jesuitas de Quebec— propone una comprensión interesante del acompañamiento espiritual. Sobre esta comprensión dialogamos ambos en un extenso encuentro dedicado a la especificidad del acompañamiento espiritual en contextos de salud.

ESCUCHA Y VACÍO

La reflexión de Grondin sobre el acompañamiento espiritual, alimentada por una larga familiaridad con los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola1, se inscribe en un gesto teológico que sitúa el acompañamiento en una postura de escucha, postura que no implica la movilización de un saber sobre el otro, sino cierta manera de hacerse disponible a lo que en el otro acontece y se manifiesta como algo particular.

La idea central que atraviesa la propuesta de Grondin es que la esencia de un acompañamiento espiritual verdadero no radica en la palabra de un acompañante que interpreta ni tampoco en un supuesto saber suyo que pretendería organizar una correcta comprensión de lo que va articulando el acompañado.

Dicho de otro modo, el objetivo de un acompañamiento no consiste en que el acompañante diga a la persona acompañada quién es ella, o lo que debe hacer o pensar, ni tampoco que descifre lo que siente ni su identidad profunda, lo que supondría un saber (que nadie, en rigor, puede pretender tener de otra persona cuando se trata de su dimensión espiritual). Más bien lo que constituye —positivamente, esta vez— el corazón de un acompañamiento espiritual es más bien la posibilidad para ambos (acompañante y acompañado) de habitar un espacio abierto entre ellos, espacio que no se trata de llenar de contenidos (incluso, tampoco de contenidos de sentido o salvación), sino de sostener al acompañado en su vulnerabilidad y su contingencia tal como se presenta en su realidad presente.

En este sentido, lo que requiere esta escena del acompañamiento —para retomar la palabra de Pierre Gisel— es más bien la apertura de un lugar vacío (aunque habitado y compartido) donde la palabra singular del acompañado encuentra la posibilidad de florecer, acontecer y tomar forma desplegándose, para después ser acogida por la escucha del acompañante.

En este dispositivo, la escucha del acompañante no busca en la palabra del otro la reproducción de lo ya escuchado, el eco de lo ya sabido o de lo que se podría prever o anticipar de esta palabra del acompañado. Más bien, esta escucha del acompañante se deja afectar por lo inaudito, es decir, por la voz singular del acompañado, una singularidad que, por definición, falta y escapa a toda tentativa de dominio y nos hace vulnerables en nuestras búsquedas inconscientes de saber y poder sobre el otro. Christian Grondin lo expresa así: «Si no vibro con lo inédito, quedo atrapado en lo que creo saber». Vibrar: notémoslo, es un verbo que suena extraño, no es casual. Escuchar vibrando, en su enfoque, significaría dejar que algo en el acompañante se conmueva, se desplace, resuene en el contacto con el otro. No se trata solo de comprender, sino de percibir con el cuerpo que, más que la mente, sería, según Grondin, el primer lugar donde se reconoce la verdad de una palabra.

Lo podemos imaginar. Lo que nos plantea aquí Christian sobre el acompañamiento espiritual exige repensar la figura del acompañante y la vocación de su práctica. En efecto, en su comprensión, el acompañante claramente no es alguien que guía al otro desde un supuesto saber, a la manera de un psicólogo, sino alguien capaz de dejarse afectar, que se implica y que aprende a sostener la incertidumbre que abre inevitablemente la palabra singular de su interlocutor. Se trataría, pues, de una figura humilde, vulnerable y kenótica, porque es capaz de renunciar a la necesidad de intervenir para dar paso al silencio, a la espera, al ritmo y a la temporalidad del otro. En ese sentido, acompañar no es conducir o intervenir, sino custodiar un espacio interior que no nos pertenece, pero en el que se juega la posibilidad de que una palabra llegue a nacer, que algo nuevo, del otro, pueda surgir.

En una época como la nuestra, que se caracteriza por ser una ampliación siempre más potente de lo que Hartmut Rosa llama lo «disponible», es decir, una época en la cual todo urge a colmar y explicar, o a buscar soluciones, nuestro teólogo nos invita pues a ser «los guardianes de un espacio vacío»2, lo que no deja de ser profundamente crítico y subversivo.

Se trataría, pues, de una figura humilde, vulnerable y kenótica, porque es capaz de renunciar a la necesidad de intervenir para dar paso al silencio, a la espera, al ritmo y a la temporalidad del otro.

EN RESONANCIA CON LA SANTA FISURA

Estas propuestas que Grondin tematizó durante nuestro encuentro, ¿serían solo ideas suyas? Yo (y él también) pensamos que no y que estas propuestas se enraízan más bien en una comprensión teológica fina de lo que constituye el fondo espiritual y vivo de la tradición cristiana. En efecto, si hablamos de la importancia del espacio vacío, debemos reconocer que el Dios que nos presenta esta tradición nunca se impone como plenitud que anularía la falta, sino como una presencia que la habita, abriendo así en nosotros el espacio del deseo.

Por su parte, la teología cristiana, por ser amante, oyente, intérprete y cómplice de este Dios que se da como una presencia capaz de retirarse kenóticamente, precisamente para que haya espacio para el otro, para la relación, y finalmente para una vida que se va desplegando, conoce desde (y para) siempre esta lógica del límite y de la des-saturación. Dos ejemplos, entre muchos otros posibles, lo pueden mostrar con claridad.

Pensemos en el relato del Génesis 2, donde Dios pronuncia la prohibición de comer la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal: «De todos los árboles puedes comer… excepto de ese». Esta prohibición no es un capricho, sino una pedagogía del límite (o de la des-saturación), que funda la posibilidad de una vida plenamente viva y verdaderamente humana, precisamente sobre la idea de una falta que debe permanecer en el corazón de nuestro deseo. Por otra parte —segundo ejemplo—, la huella que Jesús deja de sí en los Evangelios, por invitarnos a arriesgar una fe que no es posesión de respuestas, es más bien una abertura a lo que desborda y no se deja encasillar. Es una fe que no se afirma desde la seguridad, sino que se hace solidaria de una vida, una palabra, un encuentro, una pregunta, un silencio, un evento, los que son siempre susceptibles de venir a reabrir y relanzar hacia nuevos posibles que inevitablemente vienen a des-coincidir (François Jullien) e intranquilizar (Marion Muller-Colard) sus seguridades anteriores.

Hablando de este espacio abierto por Jesús, Grondin lo llama, con malicia, la «Santa Fisura». Una fisura que no destruye, sino que libera. Y, para él, la escucha espiritual, inscribiéndose en la estela de su palabra y de su postura, se convierte en un modo de hacer lugar a esa fisura. No para sanarla, sino para cuidarla, para mostrar que se puede vivir desde este lugar y vivir bien, como ser humano en búsqueda renovada de su humanidad, y de lo que Jullien nombrará una «segunda vida», es decir, una vida nueva que se abre en el corazón de la vida misma, sin destruirla, sin provocar ruptura con ella, sino continuándola de otra manera.

CONCLUSIÓN

Forzosamente, las palabras de Grondin interpelan de manera particular nuestras instituciones, incluidas las religiosas, sanitarias o educativas. ¿Qué lugar damos a la escucha verdadera? ¿Qué espacio dejamos a lo que no se puede planificar ni medir? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar al control para hacer sitio a lo imprevisible del otro? Estas preguntas no son teóricas, sino que tienen consecuencias muy concretas en nuestras prácticas cotidianas, en nuestras maneras de encontrarnos, de hablar y de relacionarnos entre nosotros. Allí donde triunfa la eficiencia, la previsión y la lógica del resultado, Grondin nos recuerda que lo más esencial de una vida no siempre puede ser producido, ni mucho menos administrado. Solo puede ser recibido como un don o una gracia.

¿Qué lugar damos a la escucha verdadera? ¿Qué espacio dejamos a lo que no se puede planificar ni medir? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar al control para hacer sitio a lo imprevisible del otro?

1 Su tesis doctoral tenía como título: «Ce ne sont pas la chair et le sang…» Les conditions bibliques de l’élaboration de l’élection dans les pratiques des Exercices spirituels d’Ignace de Loyola; tesis que fue publicada después bajo el título: La spiritualité du peuple de Dieu. Pour une pratique renouvelée des Exercices spirituels, París, Lessius, coll. La revue Christus, 2017.
2 Sobre el mismo tema del encuentro con Christian Grondin, ver nuestro texto: Benoit Mathot, «Ustedes son los guardianes de un espacio vacío» en la revista Barbarie. Pensar con otros.

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0