El hambre que acecha

Las advertencias sobre una próxima crisis alimentaria se multiplican. Mientras miles de personas mueren de hambre cada día, la pandemia y la invasión a Ucrania agravan el cuadro.

Una ecuación amenazante que evoca a los cuatro jinetes del apocalipsis: cambio climático + pandemia + guerra = hambruna. El fantasma de una hambruna que podría afectar a cientos de millones se perfila en el horizonte. La causa está en los tres primeros factores enunciados. Hay una cuarta constante que empuja la escasez de alimentos y es el persistente crecimiento demográfico: a finales de este año la especie humana ya sumará ocho mil millones de personas con un aumento anual de 81 millones de individuos; ello, pese a una marcada desaceleración de la tasa de natalidad.

Las señales que advierten sobre una crisis alimentaria se multiplican. Hacia finales de 2020, el objetivo mundial de «hambre cero» para el 2030 ya aparecía cada vez más remoto. Ello, porque aumenta en los últimos años el número de personas en situación de inseguridad alimentaria. De hecho, se estima que cada día, desde hace algunos años, en promedio mueren a consecuencia del hambre unas veinte mil personas en el conjunto del planeta. De vez en cuando aparecen reportajes sobre el hambre en Yemen, Sudán, Somalia o Afganistán, u en otro país remoto.

Unos 811 millones de individuos se duermen cada noche con hambre. Los que padecen hambre aguda, que son quienes tienen una dieta inferior a las 1.800 calorías diarias, suman cerca de 193 millones de personas distribuidas en 53 países.

La FAO, la agencia de Naciones Unidas para los alimentos, señala que hay tres causas inmediatas de las crisis alimentarias en las que la desnutrición golpea con mayor fuerza: los desastres naturales o ambientales, los conflictos bélicos y las crisis económicas.

La globalización ha contribuido a la inseguridad alimentaria. Al someter a una competencia económica a los productores del mundo, ha llevado a la quiebra a millones de pequeños agricultores. El caso de la India es un ejemplo reciente de la dura pugna entre las grandes empresas agroindustriales y los emprendimientos agrícolas menores. En la búsqueda de ventajas comparativas, algunas naciones se han tornado más vulnerables. Al volcarse a los monocultivos más rentables, como el algodón, se han postergado cultivos de primera necesidad, debilitando sus sistemas de alimentación nacionales. En cambio, pasaron a ser un eslabón de una cadena que no está orientada a nutrir a los habitantes del país. Su meta es maximizar los ingresos de las grandes corporaciones transnacionales. La concentración de capital reduce, a un puñado de media docena de grandes productores y cadenas de distribución, a los actores que controlan buena parte de los mercados que nutren a la mayoría de la población del planeta. Así, en mercados altamente monopolizados se producen frecuentes desajustes entre la oferta y la demanda.

Las previsiones son sombrías y elevan el espectro de una hambruna de proporciones mayores. António Guterres, secretario general de la Organización de Naciones Unidas (onu), advirtió que el conflicto en Ucrania amenazaba con condenar a «decenas de millones» al hambre. Por su parte, David Malpass, presidente del Banco Mundial, señaló que las alzas récord del precio de los alimentos empujarán a cientos de millones de personas a la pobreza y bajos niveles de nutrición. El Banco Mundial estima que el precio de los alimentos podría aumentar hasta en un formidable 37 por ciento a nivel global, a causa de la invasión rusa a Ucrania. Como siempre, los más golpeados serán los más pobres, quienes verán, en el mejor de los casos, restringida su capacidad de consumo a la alimentación más básica.

Mohamed Maait, ministro de Hacienda de Egipto, fue más lejos y advirtió que a nivel global «podrían morir millones» a causa de la hambruna desencadenada por la guerra ruso-ucraniana. Además, se hizo eco de las advertencias de la onu sobre las consecuencias de la hambruna, que podrán perdurar por años.

Egipto, con más de cien millones de habitantes, es el mayor importador de trigo del mundo y cuenta con un programa de subsidios al pan que nutre a setenta millones de personas. Ello obliga al gobierno a invertir del orden de tres mil millones de dólares anuales.

En el año 2011 los egipcios experimentaron fuertes aumentos del precio del trigo que provocaron formidables movilizaciones sociales que tumbaron al gobierno del presidente Hosni Mubarak. Fue parte de la rebelión bautizada como la «Primavera Árabe». En Túnez, a finales del 2010, comenzó una revuelta que se extendió a una velocidad insólita, alcanzando a Marruecos, Argelia, Libia, Egipto, Siria, Jordania, Bahréin, Omán y Yemen. Pese a que las movilizaciones populares lograron cambios de gobierno en Túnez, Egipto y Libia, tempranamente quedó claro que las revueltas no consiguieron cambios profundos en las estructuras políticas. Los levantamientos tuvieron un denominador común, pues fueron gatillados, en buena medida, por lo que la fao llamó el «tsunami silencioso». El alza sostenida de los precios de los alimentos de primera necesidad azotó a la población que vive en niveles de pobreza. Más de 40 por ciento de los egipcios gana menos de dos dólares diarios. Para ellos, entre un 60 a 80 por ciento del presupuesto familiar está destinado a los alimentos. El promedio para una familia estadounidense es de apenas 12,4 por ciento.

Egipto tiene una larga historia que ya es evocada en tiempos bíblicos a través de las vicisitudes de José, que interpretó los sueños del Faraón. El monarca soñó con siete años de «vacas flacas», imagen que se inmortalizó como sinónimo de tiempos de escasez. Las malas cosechas trigueras están asociadas a los años de vacas flacas.

Este año El Cairo ya ha tenido que cancelar sus dos últimas licitaciones de trigo porque el precio era sobre un 60 por ciento más alto de lo previsto. El pan no subvencionado ha subido un 50 por ciento. Las autoridades estiman que el aumento del precio del trigo añadirá unos mil millones de dólares a la factura de importaciones del país en el año fiscal en curso, que termina en junio.

Guerra en «la panera del mundo»

El conflicto ruso-ucraniano ha provocado una fuerte subida de los precios del petróleo y el gas. Para capear las alzas, algunos países han incrementado su producción de biocombustibles, pero ello ha repercutido en los precios del maíz, azúcar y otros. Los precios de los combustibles y de muchos productos agrícolas están muy ligados. El gas es un ingrediente importante en la producción de fertilizantes que, por su parte, provienen en grandes cantidades de Ucrania y Rusia, y sus precios han aumentado hasta en un 300 por ciento.

Moscú y Kiev, sumados, exportan un tercio de todo el trigo comercializado en el mundo. Su destino más importante son los países más necesitados de África y Asia, que son importadores netos, con escasa producción local. Ambos países aportan 12 por ciento de las calorías alimenticias del mundo. Casi 40 por ciento de las exportaciones ucranianas de trigo y maíz están destinadas al Medio Oriente y África.

Hoy las exportaciones de granos almacenados en silos ucranianos están casi paralizadas, pues es imprescindible remover las minas. Según Dmiri Peskov, vocero de la presidencia rusa, las minas navales instaladas por Kiev impiden el zarpe de los buques cerealeros. En su opinión, el problema radica en «el hecho de que los puertos ucranianos han sido fuertemente minados y la navegación es sumamente riesgosa».

El hambre cambia las reglas del juego. Allí donde faltan los alimentos, tarde o temprano, estallarán desórdenes. Con razón los gobiernos temen a los pueblos hambrientos.

Aunque la escasez de trigo aún no golpea de lleno a los mercados internacionales, la amenaza de lo que se avecina ya ha multiplicado los precios. Otros productos agrícolas, como el maíz y el aceite de girasol, que África compra en grandes cantidades a Ucrania y Rusia, podrían seguir la misma suerte alcista. Las dificultades de abastecimiento debido a la guerra afectarán duramente la dieta alimentaria de millones de africanos pobres. Circula el decir que rima en inglés «When people are hungry, they get angry». Ello remite explícitamente a los vaivenes en el precio y suministro del trigo: la revolución del pan. «Guatita llena, corazón contento» dice el refrán. A la inversa: estómago vacío, pueblo descontento.

América Latina

El hambre en América Latina y el Caribe viene en aumento desde el 2000. La región mostró un aumento del 30 por ciento en el número de personas que padecieron hambre entre 2019 y 2020, según un informe de la onu. En 2021, y en el contexto de la pandemia de covid-19, el número de personas que viven con hambre aumentó en 13,8 millones, alcanzando un total de 59,7 millones de personas. Son cifras que revelan que la región enfrenta una situación seria en términos de su seguridad alimentaria. Diversos analistas señalan que la producción de alimentos latinoamericana alcanzaría para alimentar a toda su población. Sin embargo, el Programa Mundial de Alimentos (pma) advierte que la región atravesará una de las crisis más agudas de su historia en materia de inseguridad alimentaria. El pma calcula que, a causa de la guerra en Europa, unos 13,3 millones de personas podrían verse afectados.

Según la Oficina Regional de la fao para la región, con el conflicto está aumentando el precio de insumos claves para la producción de alimentos, como los combustibles y fertilizantes. El precio de estos últimos ha aumentado en un 300 por ciento. Es algo que golpea duro a Brasil y Argentina, que dependen fuertemente de fertilizantes baratos provenientes de Rusia y Bielorrusia.

En Brasil, el expresidente Luis Inácio Lula da Siva (2003-2010), que ahora postula por un nuevo mandato en las elecciones de octubre, lanzó el exitoso Programa de Adquisición de Alimentos (PAA) para fomentar la producción agrícola ecológica a nivel local. El PAA demostró que es plenamente posible autoabastecerse y así erradicar el hambre. No obstante, el actual gobierno de Jair Bolsonaro ha combatido frontalmente el PAA, revirtiendo los logros alcanzados para garantizar sistemas alimentarios locales sostenibles, resilientes e inclusivos.

América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo y ello se proyecta en el campo nutricional. La inseguridad alimentaria afecta al 41 por ciento de la población o, lo que es lo mismo, cuatro de cada diez personas en la región —267 millones— experimentaron inseguridad alimentaria moderada o grave en 2020. Se trata de 60 millones más que en 2019, un aumento de nueve puntos porcentuales, el incremento más pronunciado en relación con las demás regiones del mundo.

Peor aún, en la región la prevalencia de la inseguridad alimentaria grave (personas que se han quedado sin alimentos o han pasado un día o más sin comer) alcanzó el 14 por ciento en 2020, un total de 92,8 millones de personas, un enorme aumento en comparación a 2014, cuando afectaba a 47,6 millones de personas. Además, existe disparidad de género. La inseguridad alimentaria no afectó por igual a hombres y mujeres: en 2020, el 41,8 por ciento de las mujeres de la región experimentaron inseguridad alimentaria moderada o grave, en comparación con el 32,2 por ciento de los hombres. Esta disparidad ha ido en aumento en los últimos seis años y creció drásticamente, del 6,4 por ciento en 2019 al 9,6 por ciento en 2020.

En las sociedades desarrolladas el hambre es algo remoto, aunque afecta a vastos bolsones. Pero en situaciones de desastre el temido fenómeno puede emerger en pocos días. En situaciones críticas es asombrosa la rapidez con que desaparecen la comida, el agua potable y el combustible. La normalidad, que parece inamovible, se evapora en cuestión de horas y deja al descubierto cuán superficial puede ser el barniz del bienestar y el comportamiento civilizado. El hambre cambia las reglas del juego. Allí donde faltan los alimentos, tarde o temprano, estallarán desórdenes. Con razón los gobiernos temen a los pueblos hambrientos.

Uno de los hitos trascendentales del desarrollo político occidental fue estimulado por una hambruna. La Revolución francesa, en 1789, fue precedida por desastrosas cosechas que derivaron en una masiva hambruna. A María Antonieta, esposa de Luis xvi, se le atribuye haber dicho a sus súbditos: «No tienen pan, que coman torta», sentencia que ha perdurado en el tiempo como símbolo de la insensibilidad monárquica a los sufrimientos del pueblo.

A la luz de experiencias de hambrunas pretéritas y de las proyecciones que hablan de más de mil millones de personas que sufrirán privaciones, cabe preguntarse sobre las explosiones sociales que aguardan al mundo.

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