Estados Unidos y su actual deriva autoritaria

Las agresivas medidas impulsadas por Donald Trump están minando el posicionamiento de su país en la economía mundial; en especial, lo están amenazando sus decisiones antiglobalización. [También disponible en audio]

Un profundo malestar recorre la sociedad estadunidense. Entre muchos ciudadanos crece la percepción de que su país pierde terreno como el superpoder indisputado del mundo. Es una constatación basada en los hechos: al concluir la Segunda Guerra Mundial, en 1945, representaba aproximadamente la mitad de la economía mundial. En el presente su participación alcanza al 25 por ciento. China, por su parte, alcanzaba el 3,5 por ciento del producto interno bruto (PIB) mundial al finalizar la conflagración. Las estimaciones señalan que este año su participación alcanzará al 19,6 por ciento del PIB mundial.

Pese a su declinación relativa, Estados Unidos exhibe, por mucho, el mayor poderío. En lo económico su hegemonía le permite imponer el dólar como la moneda de intercambio mundial. En el campo militar excede por mucho en arsenal y gasto a todos sus competidores. El Pentágono acapara 34 por ciento (916 billones de dólares) del presupuesto de defensa de todo el mundo, seguido de China con 12 por ciento y Rusia con 4,5. Además, es el país más influyente en el ámbito de lo que se denomina el poder blando, que es el de la lengua: el inglés es, de hecho, la lengua franca más utilizada, con 1.500 millones de angloparlantes. A lo largo de la historia el imperio dominante impone su lengua. La supremacía de un idioma se proyecta a todos los campos: «El comercio sigue al idioma», decía un diplomático inglés. En tanto, el colonialista francés mariscal Lyautey afirmaba que una lengua es «un dialecto que posee un ejército y una marina». En el ámbito de la cultura baste mencionar Hollywood, además de sus universidades, laboratorios y la formidable influencia mediática.

Pese a todo lo anterior, muchos estadounidenses temen que pierden terreno. El país ya no crece con la vitalidad de décadas pasadas. Es por ello que el eslogan trumpista Make America Great Again – MAGA (Hagamos a América grande nuevamente) resonó con tal fuerza que ha dado pie a un movimiento. En la elección de 2016 Hilary Clinton, la candidata demócrata a la presidencia, buscó descartar la consigna señalando que «América ya es grande». Sin embargo, no terminó por convencer a muchos votantes de que seguía vigente la vieja promesa de que cada generación viviría mejor que la anterior.

El desencanto de muchos estadounidenses fue bien leído por Donald Trump y su Partido Republicano. Los conservadores, que exhibían una sólida proyección en el campo internacional y el rol preeminente del país, viraron al aislacionismo. Un discurso agresivo, sobre el excepcionalismo y el destino manifiesto de Estados Unidos, resquebrajado por los reveses en las guerras de Vietnam, Irak y la debacle en Afganistán, fue reemplazado gradualmente por una visión de victimización. Es una idea que Trump repite, señalando que el resto del mundo «abusa, se aprovecha» de Estados Unidos.

Muchos estadounidenses temen que pierden terreno. El país ya no crece con la vitalidad de décadas pasadas.

LA DESGLOBALIZACIÓN

La globalización reciente, entendida como un continuo proceso de expansión económica supranacional, despunta por los años sesenta del siglo XX. Es un fenómeno intermitente e irregular. Avanzó más rápido en algunos lugares que en otros y benefició más a algunos que a otros. Además, dista de ser un proceso homogéneo al interior de los países. En un extremo del espectro se sitúan las grandes empresas capaces de competir a nivel global y, en el otro, pequeños emprendimientos y sectores que viven en una economía de subsistencia; es decir, producen lo que necesitan para vivir. Los Estados nacionales se tornaron estrechos frente a la expansión económica. El motor de este proceso son las empresas trasnacionales, que multiplicaron su expansión: en 1970 había siete mil compañías en esta categoría. En la actualidad se estima que pasan de 77 mil, existiendo 770 mil empresas subsidiarias fuera de su país de origen.

Estados Unidos, principal impulsor del derribo de fronteras económicas, logró fortalecer sus megaempresas. La búsqueda de mano de obra más económica y gobiernos con mínimas regulaciones sociales y ambientales tuvo, sin embargo, un impacto impensado. Como era previsto, generó grandes retornos para los inversionistas. Pero, a nivel laboral, en especial en el sector manufacturero, resultó negativo para los trabajadores de cuello azul. El número de obreros empleados en fábricas llegó a su cúspide en 1979 con 19,6 millones de empleos, de acuerdo a las estadísticas del Bureau of Labor Statistics. Pero, a partir de entonces, comenzó a descender hasta perder seis millones de puestos de trabajo y situarse en 12,7 millones de obreros que en la actualidad emplea el sector manufacturero.

Está a la vista la pérdida de volumen de la clase obrera industrial y el consecuente debilitamiento de sus organizaciones. En algunos rubros, los sindicatos detentaban una capacidad negociadora capaz de dictar pautas al desarrollo de las empresas. Los inversionistas buscaron limitar la influencia sindical, amén de reducir costos mediante procesos de externalización a través de la contratación de trabajos y servicios fuera de una empresa. Ello permite a las industrias concentrarse en lo que saben hacer mejor, sus actividades núcleo, y delegar en otras empresas servicios secundarios, como la seguridad, transporte, aseo y otras. Es un proceso que facilita reducir los trabajadores de planta con la carga social que ello conlleva. Contribuye además a fragmentar sus organizaciones sindicales.

En paralelo, millares de empresas a partir de la década de los años sesenta iniciaron un vasto proceso de relocalización, proceso que los anglosajones denominaron offshoring. Un gran contingente de empresas transnacionales abandonó sus fábricas en Estados Unidos y Europa para relocalizarlas en China u otro país asiático. Las relocalizaciones han tenido un enorme impacto social y político en las economías de los países desarrollados. Han desaparecido o reducido muchas industrias metalmecánicas, astilleros, empresas petroquímicas, farmacéuticas, textiles y otras. China, Vietnam, Indonesia, entre otros, se sumaban a los ofertantes de mano de obra barata, abundante y dócil. La revista Forbes, muy leída en el ámbito empresarial, dio cuenta de que 66 por ciento de las compañías externalizan al menos una de sus funciones, tendencia que representa la pérdida de 300 mil empleos anuales en Estados Unidos. Tan solo en el estado de California se perdieron 654 mil empleos a manos de China entre 2001 y 2018. Directa o indirectamente, la nación asiática sería la causante de la pérdida de 3,7 millones puestos de trabajo estadounidenses; 2,8 millones de ellos, en la manufactura. Para revertir esta tendencia en forma neta, Trump propone impuestos a las importaciones.

Se trata de cifras que, en todo caso, ayudan a entender por qué importantes sectores de trabajadores abandonaron su tradicional adhesión al Partido Demócrata para alinearse tras el «America first» de Trump. Existen también otras importantes causas en la pérdida de empleos manufactureros. Más un millón de puestos están amenazados en los próximos cinco años por procesos de automatización.

Hay excepciones, como en el caso de Apple, que ha quedado exceptuada de los aranceles de 145 por ciento que se han impuesto a China. Apple vende 220 millones de iPhones anualmente. Nueve de cada diez de estos aparatos, diseñados en Estados Unidos, son fabricados en China. Se estima que si fuesen producidos en Estados Unidos su precio subiría en, al menos, un tercio. Lo mismo ocurre con una variedad de iPads y computadores de la empresa.

LA DANZA DE LOS ARANCELES

A lo largo de décadas, Estados Unidos empleó todos los resortes para abrir el mundo a sus exportaciones y sus capitales. Washington utilizó desde la Organización Mundial de Comercio a la banca transnacional, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, para derribar obstáculos a su penetración económica: estrategia envuelta en una ideología y propaganda en que el secreto para el desarrollo consistía en abrir fronteras, léase disminuir o acabar con aranceles. Nada puede emular la libre competencia para obtener los mejores productos a los precios más convenientes. El nacionalismo económico fue combatido como una postura retrógrada. Cada país debía explotar sus ventajas comparativas. Milton Friedman, adalid de la libre competencia, atacó el intervencionismo estatal que restringía lo que calificaba de la «magia de los mercados», aludiendo a su supuesta capacidad de autorregulación.

Trump, ya en su primer mandato, advirtió sobre el impacto de la globalización que afectaba especialmente al sector manufacturero, con las industrias automotriz y metalmecánica a la cabeza. También criticó el impacto de los movimientos ecologistas que abogaban por reducir drásticamente el carbón, el más contaminante de los combustibles fósiles. Esta postura la expresó con el lema «Drill baby drill» (perfora, nena, perfora).

Desde que asumió su actual mandato, Trump ha agitado, en forma zigzagueante, la amenaza de aranceles para cada país. En definitiva, estableció un arancel generalizado del diez por ciento para la mayoría de países y regiones, incluyendo la Unión Europea. Ciertos sectores, como el automovilístico, el acero y el aluminio, tienen aranceles específicos.

ADIÓS AL PODER BLANDO

El Departamento de Eficiencia Gubernamental (GEDE), que dirige Elon Musk, está embarcado en una amplia campaña para reducir la planta de las reparticiones gubernamentales y recortar billones de dólares en gastos. Una de las primeras iniciativas en la poda del gasto y de diversas dependencias estatales fue el cierre de la Agencia Internacional para el Desarrollo (USAID). Creada por el presidente John F. Kennedy en 1961, la USAID ha sido un brazo político que, mediante ayudas, ha respaldado las grandes líneas de desarrollo establecidas por Washington para acrecentar su influencia y asegurar la estabilidad de sus aliados.

En otro ámbito, la Casa Blanca, en un rasgo común a numerosos regímenes autoritarios, ha emprendido una ofensiva contra una serie de universidades. De entrada, el Gobierno ha detenido a estudiantes que han participado en manifestaciones en solidaridad con Palestina. Los afectados son imputados por supuestas convicciones antisemitas. Las autoridades han señalado que las visas de estudio son un privilegio y que pueden ser revocadas por una amplia gama de razones. Un millar de estudiantes ha resultado afectado por la medida, que ha sembrado el temor entre numerosos universitarios extranjeros.

La emblemática Universidad de Harvard es una de varias instituciones educativas cuyo financiamiento federal es amenazado por el Gobierno. Las interrupciones en el financiamiento a algunas de las principales universidades del país se han convertido en una herramienta, sin precedentes, para que el Gobierno ejerza influencia en los centros académicos. Media docena de las universidades investigadas pertenece a la elite académica del país. En su reciente campaña electoral Trump prometió castigar, con recortes a los aportes federales y franquicias tributarias, a las instituciones educativas o centro que promuevan «teoría crítica de la raza y otros contenidos raciales, sexuales o políticos inapropiados», eufemismo para aludir a las materias consideradas de carácter liberal. La misma política es aplicada a los colegios públicos.

Entre las demandas del Gobierno a Harvard figuraban: una prohibición de uso de máscaras, limitaciones a las protestas en el campus y una revisión de los sesgos educativos. Más tarde, se incluyeron reformas de liderazgo, cambios en la política de admisiones y detener el reconocimiento de ciertas organizaciones estudiantiles. Harvard rechazó las exigencias, señalando que la universidad «no cederá su independencia ni renunciará a sus derechos constitucionales».

Es un enfrentamiento anunciado. En 2021 J. D. Vance, ahora vicepresidente, lo advirtió en un discurso con el título «Las universidades son el enemigo», a las que debemos «honesta y agresivamente atacar». Evoca aquella tristemente famosa expresión, atribuida, erróneamente, al líder nazi Hermann Goering: «Cuando escucho la palabra cultura, quiero desenfundar mi pistola».

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