La guerra por las mentes en el ciberespacio

La investigación acerca de si el equipo del actual presidente estadounidense se relacionó con el Kremlin, durante la campaña electoral de 2016, confirma las perspectivas que hoy existen en torno al uso de la información como arma de guerra. Si los investigadores llegaran a demostrar que Trump y sus colaboradores buscaron beneficiarse de las operaciones clandestinas de información, el ocupante de la Casa Blanca podría verse ante una acusación constitucional.

Un poderoso investigador sacude Washington. Es Robert Mueller, fiscal especial, encargado de establecer si hubo colusión entre la campaña del presidente Donald Trump y Moscú. El propósito de tan inusitada alianza habría sido impedir que Hillary Clinton llegase a la Casa Blanca. En su metódica investigación, Mueller ha comenzado por los círculos exteriores de la campaña de Trump. En el proceso ha conseguido que algunos de sus interrogados hayan pactado la entrega de información, a cambio de penas reducidas por admitidas transgresiones. La indagación tiene todavía un camino que recorrer, pero el peso de Mueller, que encabezó al FBI (2001-2013), con los consiguientes contactos políticos y manejo del aparato estatal, inquieta a Trump.

Por lo que se conoce, las operaciones rusas no serían de gran magnitud. Menos de un centenar de personas trabajaban en la Internet Research Agency, financiada por un oligarca con estrechos vínculos con el Kremlin, un montaje similar a las empresas privadas contratistas de los servicios de inteligencia estadounidenses. La iniciativa disponía de un presupuesto modesto que apenas superaba el millón de dólares mensuales. El objetivo era tuitear y emplear las redes para agudizar el disenso y la polarización en Estados Unidos. Lo que se sabe es que consiguieron cientos de miles de lectores y luego numerosos rebotes, cascadas, para los intencionados mensajes.

Es muy difícil estimar cuán efectivos fueron en influir a sus audiencias. Es dudoso que hayan marcado un punto de inflexión en las tendencias políticas. En todo caso, en Estados Unidos hay quienes acusan a Rusia de intentar influir en el proceso de la principal decisión democrática del país: la elección de quien ha de regir los destinos de la nación. Si Mueller llegase a demostrar que Trump y sus colaboradores buscaron beneficiarse de estas operaciones o, peor aún, las alentaron, el ocupante de la Casa Blanca podría verse ante una acusación constitucional y ello podría incluso apartarlo del cargo.

Lo que está fuera de dudas es que el Partido Demócrata fue objeto de un jaqueo de marca mayor. Miles de documentos fueron extraídos de sus computadores y algunos terminaron en manos de WikiLeaks. El impacto fue considerable, pues en ellos la candidata Hillary Clinton aparecía con dichos muy favorables a la gran banca de Wall Street, a la cual denunciaba en público. Se daba cuerpo así al sobrenombre de «crooked Hillary» («Hillary, la chueca») con que Trump apodaba a su contendiente. En los e-mails también se exponían irregularidades del sistema electoral partidario que perjudicaban a Bernie Sanders, su correligionario rival en el proceso de primarias.

Los demócratas, informados por la CIA, acusaron a Rusia del robo de información. En ese momento la campaña de Donald Trump se mofó de la agencia de inteligencia. Desacreditaron su revelación, recordando que habían denunciado que Irak disponía de armas de destrucción masiva. En efecto, la Agencia se prestó para las falsedades difundidas por el Gobierno del presidente George W. Bush para justificar la invasión al país árabe en el 2003.

Julian Assange, el fundador de WikiLeaks asilado desde hace cinco años en la embajada Ecuador en Londres, refutó las acusaciones: «Nuestra fuente no es el Gobierno ruso y tampoco lo es un actor estatal». Lo insólito es que Trump optó por hacerse eco de la versión del sitio de Assange antes que la de su descomunal aparato de inteligencia. En un tuit señaló: «Julian Assange dice que un joven de 14 años podría haber jaqueado a Podesta (el jefe de campaña demócrata). ¿Por qué tuvo tan poco cuidado el Partido Demócrata? ¡Además dijo que los rusos no le dieron la información!».

El asunto tuvo alcances internacionales. El presidente Barack Obama, en diciembre de 2016, expulsó a treinta y cinco diplomáticos rusos en represalia por los mentados jaqueos. Tal medida fue calificada como prematura por el equipo de Trump, que aplaudió al presidente ruso Vladimir Putin por no reciprocar la medida, como es habitual. Trump lo aplaudió con un tuit: «Yo siempre supe que él es muy listo».

A las dificultades por establecer los hechos se suma un nuevo obstáculo introducido por el actual mandatario estadounidense, quien, como todo político que acapara las noticias, recibe coberturas favorables y otras que no lo son. Frente a las noticias negativas, Trump invoca una táctica muy recurrida por los nazis alemanes en los años treinta. Los seguidores de Hitler descalificaban a los medios opositores, motejándolos como «prensa mentirosa». El Presidente norteamericano ha puesto en boga el concepto de «fake news» («noticia falsa») para catalogar aquello que considera nocivo para su imagen. Ello, pese a que en múltiples ocasiones se demostró que los contenidos eran ciertos. La descalificación de las noticias adversas actúa como un elemento inmunizador de cara a sus seguidores, que son «bombardeados por una prensa hostil al servicio de los grupos de la elite dominante». En definitiva, se trata de borrar las líneas que permiten separar el grano de la paja. En una realidad gris en que la verdad se torna difícil de discernir, ya sea por la poca confiabilidad de las fuentes o por su descalificación, la emocionalidad gana fuerza. Cada cual se aferrará a sus convicciones, rechazando informaciones provenientes de campos desconocidos.

LAS REDES SOCIALES COMO ARMA

Rusia es acusada de lanzar ofensivas de influencia a través de redes sociales en varios países. En estas operaciones hay una constante: el Kremlin respalda a fuerzas nacionalistas y anti globalizantes en Estados Unidos, y a euroescépticas o directamente contrarias a la Unión Europea. Uno de los ejemplos más ilustrativos fue el recibimiento que hizo el presidente Vladimir Putin a Marine Le Pen, la fascistoide líder del Frente Nacional francés, que fue derrotada por Emmanuel Macron pero que, sin embargo, obtuvo 33,9 por ciento de los votos en la segunda ronda realizada en mayo del 2017. Macron acusó al Kremlin por versiones en el espacio virtual que denunciaban que tenía cuentas en paraísos fiscales en el Caribe. También ponían en duda su identidad de género.

Las versiones carecieron de evidencia que las sustentasen. Una vez electo, desde el Palacio del Elíseo, Macron, al justificar la legislación para restringir la circulación de informaciones falsas, declaró: «Miles de cuentas de propaganda en redes sociales se expanden en todo el mundo, en todos los idiomas, mentiras inventadas para manchar a dirigentes políticos, figuras públicas, periodistas (…) si queremos proteger las democracias liberales, debemos contar con una legislación fuerte». Antes de la segunda vuelta electoral, la campaña de Macron fue blanco de un ciberataque masivo en el cual fueron capturados miles de e-mails y documentos. París afirmó que los responsables tenían vínculos con Rusia, algo que Moscú negó.

Las redes están abiertas a todos y es difícil establecer el origen de las informaciones. Grupos racistas y xenófobos han hecho un extenso uso del espacio virtual. Un ejemplo siniestro de manipulación informativa emergió en las redes en Italia en noviembre de 2017. Según diversas fuentes, una niña musulmana de 9 años de edad fue hospitalizada luego de ser abusada por su «marido» de 35 años en la ciudad de Padua. El cuento fue reproducido por Matteo Salvini el dirigente de la Liga, partido de extrema derecha que encabeza el movimiento anti inmigratorio. La información causó un instantáneo rechazo. Cómo era posible que en el país pudiese ocurrir semejante aberración. La policía no tardó mucho en establecer que la versión era falsa. Pero los desmentidos tienen menos llegada que la indignación instantánea causada por una noticia falsa. Salvini, que retiró la información de su cuenta tras algunos días, obtuvo un descollante triunfo en las recientes elecciones nacionales italianas del domingo 4 de marzo.

La masificación de las redes sociales presenta un rostro contradictorio. Algunos la entienden como un instrumento democrático que permite a los ciudadanos divulgar información sin tener que pasar por filtros de autoridades o de medios de comunicación. Con inmediatez absoluta, cientos de miles de personas pueden enterarse de una convocatoria. Hay quienes postulan que la Primavera Árabe (2010-2012) debió su amplitud inicial a las redes que lograron burlar la estricta represión gubernamental imperante en los países afectados. Desde esta perspectiva, las redes se han convertido en objetos de culto. Algunos, como el sociólogo canadiense Malcom Gladwell, ponen en duda el alcance de las redes en la movilización social. Lo que está a la vista es que la porosidad y la ausencia de filtros permiten la proliferación de rumores carentes de base y —más grave aún— de noticias falsas destinadas a confundir de manera deliberada a las audiencias.

Esta constatación ha dado paso a una diferenciación entre las plataformas y los medios de comunicación. Las primeras, las redes sociales, permiten entrar a quien quiera con el mensaje que desee. Los medios de comunicación, en cambio, son responsables por lo que publican. Por lo mismo, están obligados a verificar la veracidad de los contenidos. Existe así un mundo de diferencia entre ambos vehículos informativos.

Hay, sin embargo, una nueva realidad. La velocidad y la masividad de la información vehiculada por las redes empequeñece a los medios. Pongamos la inmediatez de los mensajes en perspectiva: tras el asesinato del presidente Abraham Lincoln (1865) pasaron ocho meses antes que 85 por ciento de los estadounidenses se enterasen. Hoy tardarían tanto como lo que les lleve abrir sus teléfonos móviles. Ello, en cualquier punto del país. Claro que, según la revista académica Science Magazine, las noticias falsas son retuiteadas con más frecuencia que las verdaderas. Peor aún: detectaron que tomaba seis veces más tiempo para que una noticia verdadera llegase a mil quinientas personas, en comparación con una verdadera.

En lo que toca la masividad: la mensajería falsa rusa habría alcanzado a 126 millones de personas tan solo a través de Facebook. La relación costo/difusión no podría ser más atractiva.

LA CIBER NIEBLA

El mundo del espionaje es oscuro por naturaleza. Establecer el origen de un ciberataque, en el que se utilizan muchas cortinas de humo para ocultar la fuente, es una tarea de resultado incierto. Más aún cuando existen enormes presiones políticas. En el plano doméstico estadounidense, el gobierno de Obama cuestionó la legitimidad de la victoria de Trump pues habría contado con el respaldo de una potencia hostil. Lo cierto es que todos los Estados espían a amigos y enemigos. Washington tiene numerosos agentes que buscan desentrañar e influir en lo que ocurre en Rusia. De hecho, el Kremlin acusa a Estados Unidos de operaciones realizadas en Ucrania, en lo que considera que fue el golpe de Estado que depuso al presidente pro moscovita Viktor Yanukovych, en 2015.

Las interferencias en el ciberespacio son tan antiguas como las redes mismas. Algunos hablan de ciberataques, pues consideran que los ingresos no autorizados a los servidores de empresas o instituciones constituyen ataques. Pero la gran mayoría de las intrusiones tiene por fin la piratería y no la destrucción o la introducción de gusanos, como el stuxnet, que contaminó una serie de computadoras iraníes. Por eso es preferible hablar de espionaje o piratería cibernética para diferenciarla de las operaciones con fines bélicos, a los cuales cabe llamar propiamente ataques.

Hasta hace poco, la fórmula para aludir a las funciones vitales del mando bélico era la C3I (por comando, (mando) control y comunicaciones, la «I» alude a la inteligencia) ahora es C4I. La nueva «C» corresponde a computadores, pero ya muchos hablan directamente de la ciberguerra que incluye a la computación. Es el campo en que hoy se libran batallas por las mentes ciudadanas. MSJ

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