La Iglesia ante los abusos: ¿Fiel y verdadera?

La historia de las mentalidades y la respuesta de la Iglesia católica a las crisis de abuso sexual: el autor de estas líneas, psicólogo y académico de la Universidad Gregoriana, fue miembro de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores (marzo de 2014-marzo de 2023) y ha participado en diversas instancias referidas al tema. A continuación de este artículo, se ofrecen tres textos escritos por autores chilenos acerca de los procesos o situaciones que se mencionan en este documento, como constitutivos de la mentalidad que hace difícil que las denuncias sean escuchadas o correctamente tratadas.

La historia de las mentalidades y la respuesta de la Iglesia católica a las crisis de abuso sexual: el autor de estas líneas, psicólogo y académico de la Universidad Gregoriana, fue miembro de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores (marzo de 2014-marzo de 2023) y ha participado en diversas instancias referidas al tema. A continuación de este artículo, se ofrecen tres textos escritos por autores chilenos acerca de los procesos o situaciones que se mencionan en este documento, como constitutivos de la mentalidad que hace difícil que las denuncias sean escuchadas o correctamente tratadas.

NEGACIÓN, ENCUBRIMIENTO, NEGATIVA Y LA DOBLE CRISIS

Ola tras ola de noticias sobre el abuso sexual de niños, jóvenes y adultos vulnerables, así como su encubrimiento, golpean los muros de la Iglesia. Esto ha estado sucediendo durante casi cuarenta años, que es el tiempo que ha transcurrido desde que surgieron informes en Canadá y poco después en los Estados Unidos acerca de sacerdotes que cometieron violencia sexual contra niños y jóvenes. Estimulada en particular por las revelaciones del «Equipo Spotlight» del Boston Globe en el 2002, la atención de los medios y el público, principalmente en los países anglófonos occidentales, se dirigió inicialmente hacia los abusos en la Iglesia católica. La segunda gran oleada de denuncias sobre este tema se inició en 2010 con noticias sobre abusos en el Canisius College de Berlín y, en el transcurso de los años siguientes, llegó también a aquellos países en los que, por diversas razones, no había denuncia pública ni discusión pública.

Con el anuncio de las acusaciones contra el exarzobispo de Washington Theodore McCarrick y la presentación del «Informe del Gran Jurado» en Pensilvania a mediados de 2018, estalló una nueva tormenta, esta vez no solo ni principalmente por la alarmante cantidad de víctimas de abuso y de victimarios entre el clero —casi se podría pensar que el público en general, eclesiástico y no eclesiástico, se ha acostumbrado a estas figuras monstruosas—, sino más bien porque por primera vez se enfocó en las fallas de parte de un obispo o provincial, y también en la negación y el encubrimiento de los abusos por parte de la jerarquía y sus formas completamente inadecuadas de reaccionar durante décadas. Las heridas adicionales infligidas a las víctimas y sus familias por las tácticas de autodefensa, protección institucional y por un total desprecio hacia las necesidades de los afectados, así como la falta de una cultura de rendición de cuentas en todas las estructuras de poder de la Iglesia católica, desde entonces han aflorado con toda su fuerza. En EE.UU., por ejemplo, esto ha significado que las personas ya no solo hablen de la crisis de los abusos en relación con el abuso (mismo) y los victimarios individuales, pues el término «doble crisis» ahora se ha vuelto común: se refiere a la crisis que desencadenó el propio abuso y a la tremenda crisis de confianza que hace que muchas personas en la Iglesia —laicos, religiosos y sacerdotes— duden de la voluntad de sus obispos y provinciales para trabajar realmente y para prevenir los abusos, así como a las espinosas cuestiones sobre la idoneidad de los titulares de los cargos para enfrentar sus tareas. La «Crisis de la Iglesia de Colonia», que desde finales de 2020 ha provocado titulares inéditos en Alemania contra un cardenal, otro arzobispo, dos obispos auxiliares y el vicario general, dejó en claro a todos que, incluso en Europa, quienes hasta hace poco aparentemente podían considerarse intocables se han vuelto vulnerables y que la credibilidad del liderazgo de la Iglesia se ha perdido en gran medida debido a su trato general alarmantemente pobre respecto a las víctimas de abuso y los victimarios.

Las olas de indignación, ira y amargura son imparables y, sin embargo, nada parece moverse tras los gruesos muros de la fortaleza de la Iglesia, entre cuyos defensores y moradores se cuentan no solo clérigos, sino también laicos. Los mismos errores se repiten una y otra vez; los mismos patrones de reacción ocurren una y otra vez, las olas rebotan repetidamente aparentemente sin eficacia. Como resultado, cada vez más personas abandonan la Iglesia internamente o la dejan, e incluso lo hacen aquellos que se han identificado mucho con su fe y sus comunidades. Muchos ahora tienen la impresión de que la Iglesia como institución no es fiel y verdadera, que el rebaño ha perdido a sus pastores (y no al revés) y que la Iglesia debe perecer en su forma actual para que pueda surgir algo nuevo y vivo. Cuando el cardenal Reinhard Marx ofreció al Papa su renuncia como arzobispo de Múnich y Freising, en una carta fechada el 21 de mayo de 2021, retomó una palabra del padre jesuita Alfred Delp, quien fue ejecutado por los nacionalsocialistas en 1944: «Estamos —esa es mi impresión— en un cierto «punto muerto», que, sin embargo —esa es mi esperanza pascual— puede convertirse también en un «punto de inflexión»… para volvernos hacia la gente, hacia los perdidos».

Además, las mismas demandas de cambio se han planteado durante años y décadas, y nada (o muy poco) está sucediendo de aggiornamento. Incluso la introducción de las exigencias legales correspondientes no parece tener algún efecto. La Iglesia y sus representantes parecen el «castillo» de la novela homónima de Franz Kafka: una burocracia inescrutable que se ahoga en sus contradicciones internas; un señor del castillo que permanece y trabaja en secreto como un ser humano, pero lo controla todo; el castillo en sí, que no se puede penetrar porque no hay caminos fáciles y comprensibles para entrar en él.

Es particularmente aterrador que sean fenómenos comunes la negación y el encubrimiento de los casos de abuso, el traslado de los abusadores en lugar de la aplicación de un castigo, el rechazo o la demora en el procesamiento de un inventario completo de los delitos ocurridos y el trato con los afectados y los victimarios, así como el enfoque a menudo poco entusiasta de la prevención. Todo esto se puede encontrar uniformemente en todo el mundo católico, es decir, en casi todos los países de la tierra: una especie de unidad por la cual verdaderamente no vale la pena luchar.

Evidentemente, esto se debe a algo que está muy profundo en los huesos de la Iglesia católica: una mentalidad o, mejor dicho, mentalidades en las que ni las medidas coercitivas (endurecimiento de la ley) ni las medidas educativas a todos los niveles son suficientes para lograr un cambio efectivo de actitudes y conductas. ¿Cuáles son estas mentalidades específicamente «católicas» que, ante el abuso, conducen a (re)acciones tan obcecadas e imposibles de abordar, y cómo se puede entender su desarrollo histórico y su eficacia?

HISTORIA DE LAS MENTALIDADES

La historia de las mentalidades es un enfoque histórico que fue fundado en la segunda mitad del siglo XX por la École des Annales y fue particularmente popular en Francia. Este campo de investigación interdisciplinario se ocupa de la investigación del origen, el significado y el desarrollo histórico de las mentalidades, más específicamente con la pregunta de «qué parte tuvo el ser humano como ser pensante, sintiente y deseante en (esos) procesos» y a través de cuáles procesos los seres humanos se convirtieron en lo que fueron. Tal «antropología histórica» está en busca del factor subjetivo en la historia, «de la subjetividad histórica, de la vida mental pasada, de la sensibilidad pasada». En otras palabras, se trata de comprender la autocomprensión humana y las actitudes humanas ante acontecimientos significativos de carácter personal, regional o internacional, o ante realidades sociales y viceversa, y comprender cómo estas actitudes dan forma a desarrollos y eventos: ¿cómo las personas sintieron, pensaron y justificaron sus acciones? Para profundizar en estas disposiciones afectivas, cognitivas y éticas orientadas a la acción, se necesita una «tarea conjunta en la que participen la psicología, la cultura y la etnoantropología, la historia social y muchas otras historias ‘con guiones». Según Burke, el interés está particularmente dirigido a la descripción de patrones de orientación mental y actitudes colectivas que se reflejan en el pensamiento de la gente común tanto como en el de la élite educada formalmente. El objetivo es averiguar qué suposiciones y percepciones tácitas y a menudo inconscientes determinaron el pensamiento cotidiano y las ideas y valores colectivos adoptados en un contexto histórico específico. Se trata del contenido y la forma de estos supuestos básicos. Además de la expresión conceptual en metáforas, categorías y símbolos, también debe descubrirse la estructura interna de actitudes y supuestos, estructura que se ha formado durante períodos de tiempo relativamente largos y que moldea a las personas en sus experiencias y acciones como individuos, y en grupos más grandes de lo que se percibe.

Los temas y métodos de la historia de las mentalidades son igualmente amplios: el espectro va desde estudios microhistóricos de pueblos o regiones hasta el análisis de testimonios pictóricos y escritos y modos de vida cotidianos, pasando por imágenes o fuentes personales, como diarios o cartas. Un poderoso ejemplo del enfoque y la variedad de métodos utilizados en la historia de las mentalidades es la Historia de la infancia de Philippe Ariès, en la que analiza el desarrollo, desde la Edad Media, de las ideas y percepciones de la infancia en las sociedades de Europa occidental.

La historia de las mentalidades se pregunta, así, por «las visiones colectivas del mundo, las actitudes, los patrones de orientación anclados en la vida cotidiana que determinan las acciones de las personas y sus actitudes en situaciones concretas», que influyen decisivamente en el surgimiento, el mantenimiento y la transmisión de las estructuras sociales y su aplicación en la propia vida individual. Se cree que estos procesos son complejos, se refuerzan mutuamente y en gran parte son inconscientes. Esto también explica por qué mentalidades tan profundas y arraigadas por lo general solo cambian lentamente o son difíciles de cambiar desde el exterior. Si uno mira la historia de las mentalidades con conciencia de esta peculiaridad y limitación, entonces puede abrir nuevas áreas temáticas e ideas más allá de los patrones explicativos cognitivos reduccionistas.

Para hacer un balance de lo que ha sucedido en la Iglesia católica en las últimas décadas —quizás debería decir siglos— con respecto al abuso y su encubrimiento, una perspectiva histórica ofrece al menos un importante punto de partida adicional para responder tres preguntas, que yo me he hecho a lo largo de años de encuentro con personas de todos los continentes: 1) ¿Cómo es posible que se puedan observar los mismos patrones de reacción emocional, expresiones cognitivas y comportamiento en los círculos católicos de todo el mundo (líderes y personas de la Iglesia) cuando se trata del tema del abuso? 2) ¿Por qué el progreso general del aprendizaje es tan lento, a pesar de los considerables esfuerzos realizados en gran parte de la Iglesia global tanto para aumentar el conocimiento sobre los factores de riesgo y las consecuencias del abuso como para crear las bases legales para definir la responsabilidad y la rendición de cuentas de una manera que pueda ser implementado? 3) ¿Por qué hay reticencia a tratar este tema —lo que es racionalmente incomprensible para muchos de fuera, pero también cada vez más para los de dentro de la Iglesia—, aunque se pueda comprender que no tratarlo contribuirá a su perpetuación? Muy relacionada con esto está la pregunta de ¿por qué no se aprende de lo que la Iglesia tuvo que sufrir debido al escándalo de los abusos en países como Estados Unidos, Irlanda o Australia con grandes pérdidas de credibilidad, energía o incluso dinero?

Da la impresión de que existe una mentalidad específicamente católica que dificulta el acercamiento activo a los afectados y el reconocimiento del sufrimiento producido, la confesión de la culpa, la aceptación de la situación y el compromiso con la prevención. En tanto, se observan patrones de reacción muy similares en todo el mundo: los afectados son rechazados y desacreditados; la culpa y la responsabilidad son negadas, banalizadas o descartadas; el procedimiento se deniega o se delega en abogados, canonistas, psicólogos y psiquiatras y la labor de prevención se encomienda a especialistas, sin que esta se integre en la actividad normal de la Iglesia.

¿Cómo se puede llegar a esto en una institución que, se supone, debe proclamar el evangelio del amor y la caridad de Dios y cuyo fundador dio su vida voluntariamente en lugar de salvarse con poder, dinero o sutiles subterfugios?

Da la impresión de que existe una mentalidad específicamente católica que dificulta el acercamiento activo a los afectados y el reconocimiento del sufrimiento producido, la confesión de la culpa, la aceptación de la situación y el compromiso con la prevención.

ELEMENTOS DE LA MENTALIDAD CATÓLICA: ¿DE DÓNDE VIENEN Y CÓMO FUNCIONAN?

Dada la complejidad y la absoluta amplitud del tema, lo que sigue no puede ofrecer más que una lista abreviada de lo que ocurre en la mentalidad predominante en la Iglesia católica hacia el abuso. Ya cabe señalar aquí lo que se retomará a continuación: por supuesto, en la institución más antigua y más grande del mundo, uno no puede agrupar a todos y todo junto. Por supuesto, se necesitarían más datos y descripciones diferenciadas. Aún así, creo que uno puede atreverse a nombrar elementos que resultan en algo así como una mentalidad católica frente al abuso.

Muchos de estos elementos han dado forma a la Iglesia de hoy como resultado de importantes procesos de cambio en la Iglesia y la sociedad durante los últimos 250 años, aproximadamente. La tesis inicial a profundizar es la siguiente: la Iglesia católica, que en Europa hasta el comienzo de la era moderna tenía un poder religioso ilimitado y un poder político de gran alcance, ha perdido su primacía en varios campos desde la Reforma, y cada vez más desde el mediados del siglo XVIII, y ha adoptado una posición defensiva. En el campo de la cultura y la ciencia, hubo cada vez más emancipación ante la tutela eclesiástica y también una creciente confrontación de la filosofía ilustrada, las ciencias naturales y las humanidades (como las llamamos hoy) contra las posiciones eclesiásticas. La confrontación con los ideales de la Revolución francesa, la teoría de la evolución y la psicología moderna fue particularmente incisiva. La secularización y el fin del Sacro Imperio Romano Germánico de la Nación Alemana, el surgimiento de los Estados nacionales y la incorporación de los Estados Pontificios al Reino de Italia, fueron vividos e interpretados como un atentado traumático a la soberanía y al poder secular de la Iglesia católica. La industrialización y la migración de gran parte de la población a las ciudades dificultaron el contacto directo de los sacerdotes con los fieles. En el siglo XX, los movimientos y regímenes nacionalistas y comunistas actuaron explícitamente de manera anti-Iglesia. El sufrimiento de las guerras mundiales y de muchas otras guerras, así como las inconmensurables atrocidades del Holocausto, los genocidios y las innumerables violaciones a los derechos humanos llevaron a muchas personas no solo a la desesperación, sino también a dudar del mensaje cristiano de Dios. En muchas áreas e instituciones seculares, las mujeres han asumido roles y posiciones que antes eran inalcanzables. En la Iglesia católica este proceso está progresando muy lentamente o nada en absoluto, dependiendo de cómo se perciba. La digitalización en rápido desarrollo que comenzó en las últimas décadas del siglo XX y la consiguiente pluralización ilimitada —en el verdadero sentido de la palabra— representan un desafío fundamental para las formas tradicionales de comunicación, oración y ritual en la Iglesia. Si bien, con sus escritos y discursos, el papa Francisco es una voz indiscutiblemente importante en la lucha contra el cambio climático y para la preservación de la creación, para la mayoría de los contemporáneos esta juega un papel menor en lo que muchos consideran el problema más importante que enfrenta la humanidad. Cuando se trata de las grandes cuestiones de la ética sexual y de la vida —en la disputa sobre las leyes del aborto y la eutanasia, así como en la discusión sobre el género—, la Iglesia no es percibida como fiel y veraz, sino casi inevitablemente como la intransigente detractora que difícilmente hace contribuciones concretas y constructivas al debate, y muchos ya no la escuchan con el argumento de que la Iglesia ha perdido completamente su autoridad moral debido a la multitud de casos de abuso.

Estas pocas palabras deberían ser suficientes para dejar en claro que la institución de la Iglesia católica, especialmente en los últimos 250 años, ha experimentado los desarrollos en áreas centrales de la vida como una pérdida de poder político e ideológico y como un ataque a su independencia. Desde un punto de vista de la Psicología Profunda, uno podría comparar esto con un insulto o herida narcisista continuo y progresivo. Las consecuencias de largo alcance de esta experiencia pueden hacer tomar a muchos en la Iglesia una actitud pesimista latente o un comportamiento defensivo y desafiante hacia el mundo, así como el intento de detener o prevenir cualquier tipo de cambio en la liturgia, en la doctrina de la fe y en apariencia externa, anhelando volver atrás en el tiempo. La imagen de sí mismo ha sido experimentada durante mucho tiempo como: «Somos omnipotentes y podemos explicar y controlar todo, porque somos infalibles» (llevado al clímax por Pío IX en el pontificado más largo en la historia de la Iglesia). Y muchos en el liderazgo de la Iglesia sienten cada vez más en las últimas décadas: «Estamos a merced de los medios críticos y otras voces, se nos trata injustamente». Recientemente también: «Se nos pide demasiado» (por ejemplo, el obispo Feige de Magdeburg). Para colmo, la relación entre fe y razón, entre Iglesia o religión y el mundo (considerado como «moderno», «post-moderno» o «post-post-moderno») no estaba realmente esclarecida, ni siquiera por parte del Concilio Vaticano II, que dio dos pasos adelante y uno atrás en este sentido. El cardenal Carlo Maria Martini S.J. describió la situación de la Iglesia tres semanas antes de su muerte en 2012: «La Iglesia tiene un retraso enorme de 200 años. ¿Por qué no está temblando? ¿Tenemos miedo?». El miedo, el abatimiento y el desaliento son evidentes en las declaraciones de muchos líderes de la Iglesia, que se repliegan en su corral, se aíslan principalmente (usualmente) ellos mismos y se inmunizan contra cualquier tipo de crítica. Significativamente, la contradicción entre el gesto de tales mensajes (acompañados por la insignia del poder divino y secular de épocas anteriores), por un lado, y su efecto real, por el otro, crece de tiempo en tiempo: a menudo esto tiene el efecto de «el traje nuevo del emperador» (cf. el cuento de hadas de H.C. Andersen) donde el Emperador «‘lo aguanta» (!) y permite que la procesión continúe, aunque se da cuenta de que la gente ha notado su desnudez. Las frases centrales de esta mentalidad de Wagenburg, una autoafirmación desafiante y la autoestilización de las víctimas (!), que he escuchado de una forma u otra en el curso de mi trabajo dando conferencias, provenientes de clérigos y no clérigos de todas partes del mundo, son: «Yo soy el obispo (Superior General, Provincial, etc.), no necesito justificarme ante aquellos que no entienden la naturaleza especial de la Iglesia», «Los medios de comunicación quieren destruir la Iglesia y ese es un claro signo de que estamos en el camino del seguimiento del Crucificado. Nos atacan porque causamos malestar», «A las víctimas solo les importa el dinero», «En los demás —en las religiones, en los deportes, en la escuela, en las familias— hay más abusos y nadie mira», «Tenemos que permanecer unidos. Mi sacerdote es parte de la familia», «Me prometió que no lo haría más. Todos cometemos errores. Cualquiera que se arrepienta y prometa mejorar debe ser perdonado», «Tengo la conciencia tranquila, puedo aclarar esto con mi Señor Dios», «No necesito controles ni capacitación adicional, sé lo que hago».

Esto y más podría subsumirse bajo el eslogan «clericalismo»: una mentalidad que se deriva únicamente de tener un oficio sacerdotal o episcopal, lo que hace que uno se sienta superior a la gente común de la Iglesia —incluidos los laicos en el servicio de la Iglesia— y reclame derechos especiales para uno mismo. Si la combinación de liderazgo parroquial y ministerio sacramental lleva a que el sacerdote, y más aún el obispo, sea responsable pero al mismo tiempo se sienta cada vez más omnipotente, entonces existe un gran peligro de que tarde o temprano sucumba a la tentación de usar este poder para sí mismo, explotando o abusando de otros para sus propios fines. Muchas víctimas de abuso dicen que experimentaron la violencia sexualizada principalmente como un abuso de poder y, a menudo, lo expresan con estas palabras u otras similares: «El acto sexual fue malo, doloroso, vergonzoso. Pero lo que dolió y más me dañó era que no podía escapar al hecho de que quien abusaba de mí era abrumador». En quienes se ven a sí mismos como privilegiados e intocables, y a quienes se demuestra un respeto especial por parte de los demás, así como una confianza absoluta, puede instalarse fácilmente una mentalidad clerical: «Como soy sacerdote, puedo tomar lo que me convenga. No porque quiera buscar a Dios y seguir a Cristo, no porque haya reflexionado más, no porque haya pensado más en torno a la fe; no, sino simplemente porque soy sacerdote, por eso tengo derecho a ello».

Lo anterior expresa elementos de personalidad narcisista que pueden ser promovidos aún más por el tipo de formación predominante: en los seminarios, donde los seminaristas a menudo viven en un mundo especial que no se parece al de sus contemporáneos, ni a la situación de la vida real de los sacerdotes en las parroquias de hoy. En este ambiente, blindado en varios aspectos, pueden prosperar patrones de relación en los que la crítica sana es prácticamente imposible, en el que uno puede volverse dependiente de otros, permitiendo que se desarrollen camarillas extensas y duraderas. El Informe McCarrick mostró recientemente a qué procesos disfuncionales puede conducir esto en un mundo propio de «uniones masculinas». Tres de los cuatro obispos de Nueva Jersey a quienes el entonces nuncio les pidió en el 2000 que proporcionaran información sobre si las acusaciones contra McCarrick de actos sexuales con hombres jóvenes eran ciertas, «proporcionaron información inexacta e incompleta a la Santa Sede». Esto confirma la opinión de que el nombramiento de un obispo o la investigación de la mala conducta de un obispo no solo debe estar en manos de los obispos, sino que también debe involucrar a expertos independientes.

Para aquellos que crecieron en la Iglesia, que le deben todo —educación, papel, reputación— y que, por lo tanto, también consideran como su tarea proteger la institución, a veces es simplemente inconcebible que en la Iglesia y a través de los representantes de la Iglesia fuera destruida la vida de personas vulnerables e indefensas. Después de todo, ¿quién podría mirarse en el espejo y descubrir allí una horrible mueca sin sobresaltarse y apartar la mirada de inmediato? Entran en juego poderosos mecanismos de represión, que hacen sufrir a los afectados y sus familiares al negarles la debida atención o al ignorarlos deliberadamente —como testificó recientemente el exobispo de Aachen, Mussinghoff— y llevan al hecho de que los riesgos, que permanecen en el caso de los victimarios, se espiritualicen en lugar de reconocer su gravedad.

El hecho de que esta mentalidad se pueda encontrar entre aquellos que están encargados de cuidar la salvación de las almas es profundamente alarmante y destruye a menudo los cimientos de la relación con Dios. De hecho, para muchas víctimas de abuso, así como para quienes son víctimas secundarias (por ejemplo, miembros de la familia), la pérdida de confianza y fe es la herida más profunda que deja el abuso. Esta dimensión espiritual del abuso ha sido y es ignorada en gran medida en la Iglesia, en contraste con los aspectos legales y psicológicos. Con demasiada frecuencia, se trataba y se trata principalmente de evitar un «escándalo» público. Una idealización poco realista de la institución y una gran vergüenza al admitir públicamente irregularidades o delitos refuerzan esta tendencia. «Non fare brutta figura», o «No escandalizarás» es el undécimo mandamiento de la Iglesia, siendo esta una máxima implícita y, a menudo, también explícita para la acción, conocida como política de avestruz o táctica de salami (solo se admite lo que es ya es sabido), practicado por tantos cuerpos eclesiásticos. Tal enfoque crea, casi inevitablemente, un escándalo más largo y de mayor alcance, como podría ilustrarse con muchos ejemplos. Muchos ven venir una ola de indignación con la Iglesia que no pueden sofocar con los recursos que tienen. Da la impresión de hundirse. Esto conduce a la inseguridad institucional, a huir de responsabilidades, a la parálisis y a la fragmentación de la memoria. Los registros de archivo se «maquillan» a favor de la institución: y esto, en una institución cuya autoridad moral se basa en su credibilidad y veracidad. Pero aparentemente, en una mentalidad de autoinmunización y autocompasión, el miedo a la propia vulnerabilidad y a la admisión del crimen y del pecado domina tanto que las propias acciones contradicen diametralmente la propia misión. Esto es tanto más asombroso dado que a los católicos individuales se les promete el perdón de Dios en el sacramento de la reconciliación —la confesión— con la condición de que se arrepientan, confiesen y reparen el daño. Si también se asume la eficacia del sacramento en relación con la Iglesia en su conjunto, cabe preguntarse: en cuanto al abuso, ¿dónde hubo signos de profundo remordimiento, clara confesión de culpa y reparación suficiente? Solo cuando los tres elementos están presentes se puede hablar de perdón en el contexto del abuso.

El hecho de que esta mentalidad esté tan extendida y sea tan eficaz probablemente se deba a que la cuestión de la madurez afectiva, psicosexual y relacional no juega un papel central en la selección y formación de los candidatos al sacerdocio y en el nombramiento de obispos y otros líderes. Esto puede tener consecuencias fatales, porque de esta manera no se dirigen ni atienden esas dos necesidades humanas básicas que interactúan en la violencia sexual: el poder y la sexualidad. Sexualidad es mucho más que el acto sexual. La forma en que alguien vive su sexualidad expresa su personalidad. A menudo sirve para satisfacer otras necesidades profundamente arraigadas, como el reconocimiento, la cercanía y el afecto, pero también la confirmación y el dominio. Por lo tanto, es particularmente devastador cuando estas necesidades inconscientes, que a menudo están ocultas e inconscientes en el deseo y la acción sexuales, se combinan no solo con una lucha por el poder, sino también con una posición de poder aparentemente inexpugnable.

El hecho de que esta mentalidad esté tan extendida y sea tan eficaz probablemente se deba a que la cuestión de la madurez afectiva, psicosexual y relacional no juega un papel central en la selección y formación de los candidatos al sacerdocio.

La sexualidad siempre ha sido un tema vergonzoso y difícil para muchos católicos. Esto se ha convertido en conocimiento común desde hace mucho tiempo, a pesar de todas las declaraciones doctrinales y teológicas que presentan la sexualidad como un don divino y hablan de su belleza. Las razones diversas y complejas de esto tendrían que ser presentadas en un estudio separado. Aquí, solo hay que señalar dos factores que han influido en la mentalidad de la Iglesia católica en relación a la sexualidad: primero, la inminente expectativa del Nuevo Testamento del regreso del Señor, por lo que todo lo demás —incluyendo la sexualidad, el matrimonio y los hijos— se presentan como secundarios; segundo, en la tradición latina, la influencia de san Agustín en la doctrina del pecado original, del placer como pecado, y de las relaciones sexuales permitidas solo en el matrimonio entre un hombre y una mujer y con fines de procreación. Sin embargo, desde hace algún tiempo, las posiciones oficiales de la Iglesia sobre la anticoncepción y el divorcio apenas han sido comprendidas o aceptadas, incluso por la mayoría de los católicos. En casi ningún otro ámbito de la vida la Iglesia parece tan alejada de la actitud ante la vida y del comportamiento de la mayoría de las personas como en el tema de la sexualidad. Se considera particularmente escandaloso cuando quienes inculcan la abstinencia sexual abusan de menores o adultos vulnerables. Si estos delitos sexuales no son castigados en absoluto, o los líderes de la Iglesia lo hacen con demasiada lentitud, desproporcionadamente o con indulgencia, eso erosiona los cimientos y destruye la credibilidad.

La burla, el desprecio y la ira son reacciones inevitables a este doble estándar: predicar agua y beber vino. Esto se aplica sobre todo a la cuestión de la evaluación de la homosexualidad en el contexto de que todas las estadísticas conocidas muestran que la mayoría de las agresiones sexuales por parte de sacerdotes están dirigidas contra menores varones. Hay que tener en cuenta que las agresiones homosexuales no siempre indican una orientación claramente homosexual. Al menos en el pasado, por ejemplo, los sacerdotes apenas tenían contacto directo con las niñas. Los acólitos eran hombres, los sacerdotes generalmente solo enseñaban a niños en las escuelas y el trabajo juvenil también se hizo por separado según el género. Los investigadores principales de los estudios de John Jay College of Criminal Justice de los EE.UU. llaman a los abusadores en la Iglesia de las décadas de 1950 a 1980 como «oportunistas»: tomaron lo que tenían. El verdadero problema del abuso sexual no es la orientación sexual, sino el abuso de poder y la falta de satisfacción de las necesidades humanas básicas.

Los organizadores de la reunión de los presidentes de las Conferencias Episcopales y los Superiores Generales en febrero de 2019 —cardenal Cupich, cardenal Gracias, arzobispo Scicluna, P. Lombardi y yo— tuvimos claro que hay que mirar críticamente los componentes estructurales institucionales que hicieron posible el abuso y su encubrimiento. Esto puso de relieve otro elemento que juega un papel importante en la mentalidad católica: la notable reticencia a asumir responsabilidades. Uno tiene la impresión de que los líderes de la Iglesia consideran que es deseable el honor y el sentimiento de poder (hasta ahora, prácticamente ilimitado en el área respectiva de responsabilidad). Sin embargo, cuando se trata de asumir la responsabilidad y las consecuencias personales, hasta la renuncia incluida, como en la política o los negocios, casi siempre falta valor para dar el paso. La razón dada es que uno fue llamado a este oficio por Dios y, por lo tanto, tiene que permanecer fiel, o bien que uno deja la decisión a las autoridades romanas o al Papa. Un medio probado para una mayor transparencia y claridad en la definición de la responsabilidad se expresa en el mundo anglosajón —que está influenciado por el protestantismo— con la noción de rendición de cuentas. Uno puede traducir responsabilidad al italiano, español, francés o portugués parafraseando lo que significa. Sin embargo, en ninguno de estos cuatro idiomas que se hablan en los países donde vive la mayoría de los católicos hay un sustantivo equivalente que pueda traducirse como «rendición de cuentas», como se usa aquí. Si no tiene un término para algo, significa que no piensa en ello, ni habla de ello ni lo aborda en consecuencia. Un pequeño ejemplo de que este es evidentemente el caso de la rendición de cuentas en los países católicos es la política de información del Vaticano que, con algunas excepciones como el informe McCarrick, no revela las razones de las renuncias extraordinarias de los obispos.

En el contexto de tal informe, esto debería ser suficiente para identificar algunos elementos de lo que constituye la mentalidad específicamente católica frente al abuso y su encubrimiento. También se señaló anteriormente que esto, naturalmente, no se aplica a todos en la misma medida. Pero al menos se pueden encontrar trazas de ella, consciente e inconscientemente, en la gran mayoría de quienes se cuentan entre el poder espiritual y cultural de la Iglesia católica y tienen un papel protagónico en ella.

PARADOJAS Y LA POSIBILIDAD DE UN CAMBIO DE MENTALIDAD

El miedo, la inseguridad, la vergüenza en el trato con la sexualidad o la lucha por el poder, se manifiestan en todos en diferentes grados. Pero también hay algunas observaciones que hacen que la situación general no parezca en blanco y negro. Algo de esto parece paradójico y provoca mayor reflexión. En un sentido más amplio, estas paradojas también pertenecen a la mentalidad católica.

Lo más obvio es que en una misma Iglesia hay víctimas y victimarios al mismo tiempo. Si hay que creer en las estadísticas de abuso clerical, entonces se puede suponer que un número relativamente grande de víctimas, especialmente aquellas que no hablan con nadie al respecto, no han abandonado la Iglesia. Esto significa también que el trauma que han vivido los afectados está presente en ellos y, a través de ellos, en la Iglesia: cuando participan en las ceremonias, cuando se involucran en parroquias o con Caritas, cuando buscan consejo espiritual. Esto nunca debe olvidarse: siempre se requiere, por lo tanto, una gran sensibilidad en la celebración de las liturgias, en las reuniones parroquiales, en las reuniones y discusiones. El hecho de que apenas haya oración por las víctimas de violencia sexual en la Iglesia dice mucho de cuánto ellas —su dolor, su amargura, su búsqueda y su esperanza— están separadas de la fe cotidiana. En lugar de encontrar con ellas una manera de dar expresión a sus propias búsquedas espirituales y sus competencias personales y profesionales, muchos dicen que tienen la puerta parroquial, religiosa o diocesana cerrada en sus narices.

Además, con respecto al «otro» lado —los victimarios—, se puede afirmar que apenas se nota que la mayoría de ellos —incluso después de una posible liberación del ministerio— fueran y son miembros de la Iglesia. Eso debería ser motivo de reflexión y acción: ¿cómo se trata a las personas de sus propias filas que han cometido delitos, a los que son conscientes de ello y a los que no pueden asumirlo? ¿Cómo se puede insistir lo suficiente en que los victimarios necesitan supervisión y apoyo, especialmente para evitar más abusos por parte de ellos?

En la Iglesia, entre los encargados de la tarea de procesar, hay quienes lo hacen a conciencia, y hay quienes encubren, niegan, restan importancia. Estos últimos podrían describirse como «infractores secundarios», cuyas prácticas legalmente positivistas, despectivas y despiadadas a veces lastiman a las víctimas y a las víctimas secundarias más que el acto real de abuso, según su testimonio.

Cada vez más personas de la Iglesia entienden la importancia de prevenir y se comprometen con ello. Otros, en cambio, piensan que no se debe hablar tanto de este tema, para poder concentrarse de nuevo en «las cuestiones pastorales reales». En la terminología de la terapeuta de trauma Ursula Enders, la Iglesia en sus miembros es, al mismo tiempo, una institución traumatizante y traumatizada. Esta tensión es difícil de soportar para las personas de ambos lados del espectro.

Ya se ha indicado más arriba otra paradoja: el clericalismo no existe solo entre los clérigos. Este se puede encontrar también entre los laicos: es decir, cuando uno se toma ciertas libertades de una determinada posición en la Iglesia y reclama injustificadamente ciertos lugares, equipos, vehículos de empresa o prestigio basados en el propio rol. Sin embargo, en el caso de los clérigos ordenados, se añade explícitamente la dimensión espiritual-religiosa para justificar el privilegio y la particularidad.

Si se pregunta por la imagen de la Iglesia, mucha gente tiene la idea de una institución absolutista, centralmente estructurada, claramente organizada y autoritario-jerárquica. Sin duda, hubo y hay tales prácticas. Pero en su mayoría son medidas de las autoridades romanas, como en el caso de los reclamos sobre la doctrina, en las que no se sabe quién decidió qué y por qué. Tales prácticas también se pueden ver cuando un párroco en su parroquia se comporta como si fuera un obispo, y un obispo en su diócesis se comporta como si fuera el Papa, sin tolerar contradicciones ni críticas. Esto último revela un fenómeno que sorprendió a muchos: la Iglesia católica manifiesta, en varios niveles y en muchos procesos, un conglomerado casi inescrutable de responsabilidades y complicadas cadenas de mando y responsabilidad. Es precisamente esta falta de claridad la que fomenta el abuso y su encubrimiento, como se describe inequívocamente en el Informe Deetman en 2010: empujas las bolas de un lado a otro; al final, nadie tiene la culpa. Un ejemplo de esto es el siguiente: si un sacerdote religioso que es pastor en una diócesis abusa de un joven en otra diócesis, ¿cuál superior es entonces responsable de qué? ¿Cómo se supone que una persona afectada sepa a quién contactar? Es incomprensible para muchos que, aunque Roma o la Conferencia Episcopal aprueben leyes y directrices, estas no sean debidamente conocidas o reconocidas y, con demasiada frecuencia, no sean observadas por quienes son responsables de su implementación en el terreno. Para colmo, el derecho penal eclesiástico difícilmente puede compararse con el derecho penal estatal en cuanto a su interpretación y aplicación: no existen, por ejemplo, criterios claros y publicados para comparar, la definición de derechos procesales elementales ni una separación de poderes basada en el modelo estatal. Considerando todo lo anterior, esto ha dañado mucho la confianza en la jurisdicción eclesiástica y ha promovido la impresión de que Suprema Lex no es salus animarum, como dice el canon 1752 del CIC, se trata en última instancia de proteger a los propios compinches.

La imagen del pastor todopoderoso, que tiene más voz en el pueblo que el alcalde, sigue circulando en público. Ese puede ser todavía el caso en algunas partes del mundo y en casos individuales también en nuestra parte del mundo. Sin embargo, el sentimiento de muchos sacerdotes es diferente, especialmente por los escándalos de abusos: están profundamente inseguros y se sienten expuestos a una sospecha general: «¿Eres de los que violan niños?». La mejor expresión para esta sospecha general es la inglesa para los sacerdotes que no han abusado: son los sacerdotes que no delinquen. Incluso la definición negativa deja en claro que, como sacerdote, siempre estás en el «barco del abuso». En este contexto, surgen muchas preguntas: ¿Cómo se puede apoyar y acompañar a aquellos que están expuestos erróneamente a la sospecha general? ¿Cómo pueden los líderes de la Iglesia cumplir con su deber de cuidar a sus trabajadores sin perder la sensibilidad ante las malas acciones? ¿Cómo debería ser una teología del sacerdocio en el contexto de una teología de la vulnerabilidad y del correcto ejercicio del poder?

Si estos elementos y paradojas de una mentalidad católica son reales, entonces es fácil entender por qué el estado de ánimo entre los católicos en muchos lugares es deprimido, abatido y confuso. Si luego considera lo difícil que es cambiar las mentalidades, surge la pregunta de si se podría lograr esto y cómo exactamente. Una de las críticas a la historia de las mentalidades es que es difícil explicar cómo, dada la longevidad, la eficacia y la resiliencia de las mentalidades, es posible que cambien. Sin embargo, no solo existen microajustes que modifican imperceptible y muy lentamente las costumbres y actitudes, sino también grandes crisis que pueden dar lugar al cambio: «A veces un problema se interpone desde fuera y provoca una crisis. A veces, es la crisis misma y un reconocimiento honesto de ella como tal lo que permite hacer las preguntas correctas para comenzar a profundizar nuestra comprensión de los problemas involucrados y muestra el camino a seguir. A veces, los horizontes no se pueden ampliar, a menos que primero se rompan».

En la historia de la Iglesia siempre ha habido colapsos, que los contemporáneos experimentaron no menos dramáticamente que las dobles crisis de hoy. El tren de la Iglesia católica, especialmente en los «viejos» países católicos, ha estado corriendo a gran velocidad hacia una pared durante muchos años. Cada vez más personas, incluidas las de la Iglesia, se están dando cuenta de que se avecina una verdadera ruptura o, como dijo un obispo alemán en una conversación privada hace unos años, «todo debe colapsar antes de que haya una nueva vida otra vez».

Como han enseñado las muy dolorosas y decepcionantes experiencias de los últimos años, la Iglesia solo puede recuperar la confianza que ha perdido cuando sus representantes admiten abierta y honestamente sus errores, crímenes y pecados, y hacen todo lo posible para que aquellos que están agobiados por las dificultades encuentren lugares de sanación y, donde sea posible, de reconciliación. Esto incluye que el liderazgo de la Iglesia y la gente de la Iglesia se enfrenten a lo que sucedió en el pasado en términos de crímenes y encubrimientos, y que aquellos afectados por el abuso tengan su parte natural y su propia responsabilidad en aceptar el pasado. En este proceso se deben superar las divisiones y polarizaciones: se necesitan leyes y normas más claras y un cambio de costumbres y actitudes; la psicología y el derecho (eclesiástico) y la teología frente al abuso son importantes; solo la coexistencia de ministros y «laicos» puede volver a poner a la Iglesia en el camino de ser considerada fiel y verdadera; la cooperación de las diócesis y las órdenes religiosas es necesaria para un enfoque coherente y coordinado. Deben salir a la luz el dolor, el miedo y el desánimo reprimidos y ocultos que se sepultan bajo la vergüenza. La teología, la psicología, el derecho canónico y la espiritualidad deben trabajar juntas. Esto es desilusionante y a menudo resulta doloroso e insoportable. Bastantes quedan destrozados por ello, otros huyen de ello. Esto es comprensible desde el punto de vista humano, aunque desde el punto de vista espiritual sería la confirmación de la fe en el Dios justo y misericordioso que asumió sobre sí el sufrimiento y la causa del sufrimiento en Jesús. Redescubrir a Jesucristo, más allá de la rutina de la Iglesia bien establecida y con demasiada frecuencia vacía, precisamente donde la gente ha sufrido indescriptiblemente a manos de los representantes de la Iglesia, es el desafío central para una Iglesia que no quiere ser arrastrada por las olas del tsunami ni atrincherarse en un castillo herméticamente sellado y estéril. A medida que cambian las circunstancias (tanto de la sociedad como de la vida individual) —y se siente ampliamente que han cambiado—, entonces la forma en que buscamos a Dios y somos Iglesia también debe cambiar. Entonces la mentalidad católica cambiará. Entonces el agua de las olas no se precipitará inútilmente, sino que hará que la tierra se humedezca y dé fruto.

La Iglesia solo puede recuperar la confianza que ha perdido cuando sus representantes admiten abierta y honestamente sus errores, crímenes y pecados, y hacen todo lo posible para que aquellos que están agobiados por las dificultades encuentren lugares de sanación y, donde sea posible, de reconciliación.

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