La memoria infinita: Imágenes privadas

Esta película tiene la misma perfección en la composición de imágenes que observamos en las otras obras de Maite Alberdi, manteniendo gran precisión en el manejo de la intimidad que surge desde ahí. Pero es un universo que opera como un espacio imposible de llevar más allá de la cotidianidad intransferible de la pareja.

Hay en La memoria infinita, el más reciente documental de Maite Alberdi, una zona que parecería inabordable desde el punto de vista crítico por la absoluta subjetividad e intimidad del territorio en el cual se sitúa inicialmente. Una dimensión invulnerable flanqueada por la verdad individual de una pareja que sobrelleva una situación dolorosa, irremediable e intransferible generada por el Alzheimer.

En gran medida, parte importante de la recepción pública y mediática del largometraje se ha construido desde la idea de un filme que cuenta una historia de amor que no solo se sostiene a pesar de su irreversible coyuntura, sino que se expresa y alcanza una estatura precisamente a partir de allí.

Desde esa dimensión afectiva pareciera darse por sentado el buen desempeño que, en términos de público y crítica, el filme ha tenido en Chile y también su acogida internacional, desde su premiación en el Festival de Cine de Sundance, en enero pasado, hasta la actual nominación a los Premios Goya 2024 como Mejor Película Iberoamericana, incluyendo por cierto sus alentadoras tentativas en el Oscar y su rápida incorporación en la plataforma Netflix, donde es posible verlo actualmente.

La memoria infinita tiene, entonces, una zona que superficialmente la guía como un faro, pero que, al mismo tiempo, parece oscurecer las aproximaciones más complejas ancladas en los temas que el filme busca desarrollar en medio de esa fuerte carga emotiva que lo atraviesa.

DISTANCIAS Y CERCANÍAS

La película retrata el último tramo de vida del periodista y conductor de televisión Augusto Góngora —a quien en 2014 le fue diagnosticado Alzheimer—, cuando su deterioro físico y mental ya es visible y la asistencia de su mujer, Paulina Urrutia, es permanente en la mayor parte de sus necesidades de funcionalidad. Junto a ese registro se añade otro, de mayor intimidad en la pareja, que Urrutia recogió de manera autónoma durante los períodos de cuarentena derivados de la pandemia, por petición de la directora y sin la participación en él del equipo de producción del filme.

En medio de esos distintos grados de cercanía o, en rigor, de mayor y menor mediación, se instala otra zona conformada por imágenes de archivo —familiares e institucionales—, con las que se recompone la trayectoria de Góngora retomando sus inicios como periodista en el colectivo Teleanálisis —en los últimos años de la dictadura—, y también su labor como conductor de programas culturales en TVN, la mayoría de ellos asociados al ámbito cinematográfico.

Precisamente de esta relación entre archivo, registro audiovisual y memoria se intuyen las intenciones más transversales del documental, que reúne uno y otro registro no como una operación biográfica cronológica, sino a partir de las conexiones más explícitas que surgen de las conversaciones entre Urrutia y Góngora en distintas etapas de su vida juntos.

En el contexto de la obra de Maite Alberdi, acá se advierte un mayor énfasis en aquellos aspectos que ya en El agente topo (2020) hicieron visible la voluntad de su directora por una aproximación laboriosa y paciente hacia entornos identitarios concretos y situados en un estatuto cultural y socialmente más precario, como era el caso de los adolescentes con síndrome de Down en Los niños (2016) o la tercera edad en La once (2014).

Pero en El agente topo ya se advierte una variación en el estilo de construcción del relato —impuesto por las acotadas circunstancias temporales en las que ocurre la acción, de unos cuantos meses—, que obligaba a transformar las pesquisas del octogenario Sergio Chamy en el interior de un hogar de ancianos en la localidad de El Monte en una vía para acceder, a través de su investigación, a las historias más pequeñas de algunos de sus residentes.

Acá se advierte un mayor énfasis en aspectos que ya en El agente topo (2020) hicieron visible la voluntad de su directora por una aproximación entornos identitarios concretos y situados en un estatuto cultural y socialmente más precario.

Esta aproximación indirecta, que no existía como dispositivo de observación en las anteriores El salvavidas (2011) y La once (2014), se amplifica en el reciente largo de la directora en la medida en que Paulina Urrutia se transforma a fin de cuentas en una mediadora entre el relato y el personaje. Para una película que se ha planteado la tarea de construir una reflexión en torno a la memoria a partir de un caso específico, la decisión plantea un desafío en la definición de su punto de vista que la cinta administra pero que a la larga no logra resolver, resintiendo con ello la relación que establece con el material dramático con el que está trabajando.

Evidentemente, en su zona más inmediata, La memoria infinita es la historia humana y profesional de Augusto Góngora, construida principalmente a partir de la relación con su pareja y, desde ese eje temático, la organización conceptual se levanta en torno a la casa que ambos construyeron y que adquiere un valor mucho mayor que el de un mero espacio —casi omnipresente—, de acción: se transforma en un elemento dramático, en un hilo conductor que evidencia simbólica y concretamente el progreso afectivo de ambos durante sus más de veinticinco años de relación.

Esa dimensión más persistente es la más lograda del documental. En ella aparecen el cariño, la complicidad física, el cuidado y, también, el deterioro progresivo, la impotencia y los momentos más duros de la enfermedad, junto a la desesperada lucha de Paulina Urrutia por retrasar la pérdida y olvido.

LA EXPERIENCIA INTRANSFERIBLE

A pesar de la dureza y frontalidad que momentos como estos tienen en el filme, o quizás precisamente por ellos, la película no logra proyectar estos aspectos a un ámbito de reflexiones más generales y permanentes, un ámbito en el que se sitúan por cierto las consideraciones en torno al formato audiovisual como memoria y, en esa misma medida, la magnitud política que esa aproximación adquiere, especialmente si se toma en cuenta la labor que Góngora tuvo en la lucha contra la dictadura y en la construcción democrática a partir de 1990, de la que las imágenes de archivo dan cuenta.

A ese desequilibrio de intensidades contribuye el hecho de que la estructura del filme esté tan fuertemente sometida a los elementos del diálogo. Si bien esta característica no es nada nueva en el cine de Maite Alberdi —sus películas son, mayoritariamente, obras en las que diálogo es fundamental—, aquí se transforma en un freno que limita sus posibilidades expresivas. Gran parte del montaje se organiza a partir de conceptos enunciados en las conversaciones de la pareja. Así, por ejemplo, la idea de la edificación de la casa, al inicio del filme, empalma con imágenes caseras de comienzos del 2000 que muestran el terreno familiar a medio levantar. Más tarde, las frases que Paulina Urrutia verbaliza sobre el oficio de actuación se concretan visualmente con la breve aparición de Góngora como actor en La recta provincia, la miniserie que Raúl Ruiz realizó para TVN en 2007, para proseguir con una entrevista en la que el cineasta y el periodista hablan de muertos resucitados y de la relación con los desaparecidos de la Dina.

Esta progresión dramática, marcada principalmente por su literalidad, impide que el relato logre profundizar y llevar, como es su intención, a las coordenadas históricas del Chile de la transición, como parece ser también su objetivo. Un esquematismo temático que fragiliza su articulación conceptual y paraliza la posibilidad de prolongar su mirada incluso en un dominio que parece ser el más ligado a la contingencia de los últimos instantes de sus dos personajes: el del duro oficio de los cuidados en Chile. En virtud de las consideraciones específicas con las que Paulina Urrutia administra sus atenciones —con redes de apoyo, contención y medios económicos—, resulta también difícil extrapolar su experiencia personal a las formas y realidades con las que un amplio porcentaje de la población chilena debe enfrentar la asistencia de sus familiares enfermos.

La memoria infinita sigue teniendo la misma perfección en la composición de imágenes y, como siempre en el cine de Maite Alberdi, hay una precisión en el manejo de la intimidad y en la honestidad que surge desde ahí. Pero es un universo que a la larga opera como un espacio clausurado e imposible de llevar más allá de la cotidianidad intransferible de la pareja, a pesar del talante público y mediático de su personaje protagónico.

En su decisión por privilegiar mayoritariamente los aspectos afectivos —subrayándolos persistentemente con la música de Manuel García y su reversión de ¿A dónde van?, de Silvio Rodríguez—, el filme confirma la conexión popular y masiva que su directora siempre ha conseguido y que aquí se concentra en un esfuerzo testimonial que es incuestionable. Pero es evidente que ese nudo no es lo suficientemente resistente para atar las múltiples perspectivas sugeridas en el relato y explicitadas en el texto, pero finalmente eludidas desde lo esencialmente cinematográfico.

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