Los neo ateos y la existencia de Dios

Los nuevos ateos se caracterizan por proselitismo y su convicción de que la ciencia explica todo, y ellos han tenido un impacto significativo en nuestra sociedad. Quienes creemos en Dios tenemos diversos argumentos para demostrar que es insuficiente una explicación fundada en la base de causas naturales. Y tenemos a la vista evidencia de que sí hay un Ser necesario.

Como vimos en el número anterior de la revista Mensaje, en los últimos quince años ha aparecido un grupo de autores, llamados los «nuevos ateos», con un impacto importante en el medio: son «los cuatro jinetes del no apocalipsis»(1). Siempre ha habido ateos, pero estos se caracterizan por su proselitismo y agresividad, y su convicción de que la ciencia explica todo o está a punto de explicarlo todo, y que la religión es una superstición malvada. Ya explicamos que, aunque fuese cierto que todas las religiones, en todo tiempo y lugar fueran malas, de ello no se deduce la inexistencia de Dios. Por lo demás, se debe criticar una religión, filosofía o teoría no por sus peores versiones, sino por las mejores. Esto reduce el argumento de los nuevos ateos al siguiente: la ciencia da respuestas más plausibles que las religiosas respecto del mundo y del universo, por lo que la «hipótesis de Dios» no es necesaria. Por el contrario, en este artículo sostendremos que es la existencia de Dios la que funda, más plausiblemente, eso que maravilló a Kant: «el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».

DOS PUNTOS PRELIMINARES

En el debate entre ateísmo y creyentes, los primeros tienen la ventaja. En efecto, ellos intentan explicar el universo sobre la base de causas naturales y entes observados por la ciencia, mientras que los creyentes consideran que no se puede explicar el universo sin apelar a un ser «necesario», por tanto, totalmente diferente a los seres contingentes sí conocidos. O sea, el peso de la prueba recae sobre los creyentes, pues una teoría que no requiere de seres desconocidos para explicar la existencia es preferible, todo lo demás igual, a una que sí requiere de seres desconocidos.

Las «pruebas» de la existencia de Dios que expondremos pretenden remontar la desventaja anterior, mostrando la insuficiencia de la explicación «naturalista» y, a partir de ello, desarrollando un argumento a favor de la efectividad de un Ser necesario, Dios. Es de notar que las «pruebas» que expondremos no son absolutamente ciertas y concluyentes, fruto de un proceso deductivo de premisas universalmente aceptadas, sino que son un argumento inductivo —como un detective resuelve un caso— donde la evidencia apunta en una dirección, «más allá de toda duda razonable».

LAS DOS COSMOVISIONES

Según la cosmovisión atea, todo es materia/energía, observable y medible empíricamente, gobernado por leyes naturales. No hay nada más. Lo que la ciencia no observa —«alma», «espíritu», «Dios»— no existe; es fabricación humana para explicar lo que en el pensamiento pre moderno no se podía entender. El avance de la ciencia muestra el éxito explicativo de esta cosmovisión. Solo la ciencia puede alcanzar la verdad.

Según la cosmovisión creyente, por el contrario, la ciencia ve cómo son las cosas, pero hay interrogantes fundamentales que no puede contestar. ¿Por qué existe algo y no la nada? ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Qué sentido, si alguno, tiene la vida, así como el universo? Además, los creyentes argumentan que la mismísima afirmación de que solo la ciencia alcanza la verdad es una aseveración que no puede ser demostrada por la ciencia; requiere de una reflexión no científica, si no filosófica, epistémica.

Por otro lado, la cosmovisión creyente manifiesta que, por ejemplo, nuestra subjetividad, conciencia o experiencia de yo y nuestro libre albedrío no se reducen exclusivamente a lo material, lo observable desde afuera y medible por terceros. La ciencia puede observar todos nuestros movimientos neuronales, mas no conoce cómo es ser «yo» desde adentro. Es decir, hay realidades fundamentales que la ciencia no puede observar; la subjetividad «trasciende» lo objetivamente observable; hay algo más que lo material, otra categoría de la realidad (emergente de la materia o dual, que denominamos «espíritu»). Por otro lado, el libre albedrío —de ser cierto (y son pocas cosas de lo que nosotros tengamos mayor certeza)— indica que hay algo, algo básico, que escapa al determinismo intrínseco de la materia: lo espiritual.

¿CÓMO ELEGIR ENTRE LA COSMOVISIÓN ATEA O LA CREYENTE?

En primer lugar, si la cosmovisión materialista/naturalista fuera cierta, hay tres convicciones profundas que habría que tirar por la borda —considerar como ilusorias—: el «yo», el libre albedrío y la objetividad de la moral.

La ciencia no observa al ser humano desde «adentro», sino desde «afuera». Tiende, pues, el materialismo/naturalismo a considerar que nuestra subjetividad es una ilusión o una cuestión irrelevante (un epifenómeno). Ciertamente, no cumpliría ningún rol causal, pues las únicas causas serían, «materialísticamente» hablando, nuestras neuronas. Un ser con circuitos neuronales idénticos a nosotros, pero sin subjetividad, un «zombi», actuaría igual que nosotros. ¿Es creíble esta cosmovisión? ¿No es más razonable concluir que hay algún error radical en tal cosmovisión al concluir algo tan inverosímil?

Tampoco hay lugar para el libre albedrío en la cosmovisión materialista/naturalista, pues todo lo que la ciencia observa es esencialmente o probabilísticamente determinado. Por lo tanto, nuestra convicción de que tenemos libre albedrío es una ilusión. ¿Es creíble una cosmovisión que niega una convicción tan arraigada en nosotros como nuestro libre albedrío?

De igual modo, como la ciencia no observa «valores», tiende a considerar como algo no objetivo la voz y el estímulo de la conciencia, atribuyéndola a factores exclusivamente productos de nuestra cultura. ¿No es demasiado alto precio pagar por una cosmovisión el tener que concluir que no hay moral objetiva, lo que imposibilitaría cualquier enjuiciamiento a los valores de una cultura (por ejemplo, al nazismo)?

Precisamente, para hacer cabida para un yo, para el libre albedrío y para una moral objetiva, los creyentes arguyen que el ser humano no es solo material, sino que tiene una faceta que trasciende lo material y sus determinismos. Se denomina «lo espiritual». La ciencia no lo observa, pues solo ve desde «afuera»; nosotros tenemos un punto de vista interior que conocemos por «dentro», que hace pensar que la cosmovisión materialista/naturalista es radicalmente insuficiente.

En segundo lugar, es incoherente sostener, como lo hace la cosmovisión materialista/naturalista, que pensamos lo que pensamos porque nuestros circuitos cerebrales tienen conexiones que nos hacen afirmar lo que decimos. O sea, nuestras afirmaciones obedecerían a causas materiales (conexiones neurales) y no a razones. De ser así, ¿por qué debería uno hacerle caso a alguien que afirma que sus afirmaciones son productos inevitables de sus neuronas (y, por tanto, sin conexión necesaria con la verdad)? Y si mis conexiones cerebrales me hacen afirmar lo contrario a ti, ¿cómo decidimos cuál circuito cerebral es el correcto? En efecto, no hay manera de determinar qué conexiones neurales son las correctas sin tener alguna manera —independiente de conexiones neurales— de saber cuáles son las correctas. O sea, la cosmovisión materialista/naturalista le quita el piso a su propia teoría al negar que haya algún instrumento a nuestra disposición que atienda a razones que nos permita trascender las causas materiales/neuronales.

¿EXISTE DIOS?

La discusión anterior prepara el terreno para abordar el tema de la existencia de Dios. El argumento central de los nuevos ateos es que el diseño del universo y de la naturaleza es aparente, no real; que se puede explicar perfectamente el universo por la operación de leyes naturales.

Se sostiene que el ser humano no es más que un producto principalmente de mutaciones y de la selección de los más aptos, sin que haya necesidad de postular una creación divina que generó un salto ontológico entre nosotros, la vida no consciente y nuestros parientes más cercanos, los primates sociales. Ciertamente, gracias a Darwin, hemos aprendido que es posible que todas las especies hayan descendido de una célula de vida original, sobre todo si tuviéramos infinito tiempo para ello(2). Pero ¿quién dice que la evolución no haya sido el mecanismo elegido por Dios de hacer que su creación sea partícipe de su propia creación? Por lo demás, potente como es la selección de los más aptos para explicar la evolución de la vida, no se puede explicar el surgimiento de la primera vida por el proceso darwiniano, pues la selección natural solo aparece una vez que hay vida.

Hay dos posibles explicaciones ateas para explicar el origen de la vida en sí. La primera es postular que la vida nació espontáneamente de un caldero primigenio en que se mezclaron en una burbuja original las materias primas de la vida, como son el carbono y el hidrógeno. Este sería el hecho fortuito extraordinario que explicaría su nacimiento. El problema con esta explicación es que es enormemente improbable que en «apenas» 14.500 millones de años haya surgido por medio de procesos puramente azarosos algo tan complejo como la vida(3). Tal improbabilidad sugiere la mano de un «diseñador».

La segunda explicación para el surgimiento de la vida en tan poco tiempo es que haya algún tipo de auto-organización inscrito o pre-diseñado en las leyes de la materia y la naturaleza que la favorezcan. En efecto, muchos piensan que son tantos los caminos posibles desde la materia al nacimiento del ser humano, que solo sería factible si muchas de esas posibilidades fueran «excluidas» por la misma naturaleza. Mas esta segunda explicación de nuevo sugiere que el diseño es real, no aparente, lo que apunta a un diseñador.

Para evitar la conclusión anterior, muchos de los nuevos ateos arguyen que nuestro universo es uno entre una enorme cantidad de universos, no observables, pero existentes (multiverse). De haber una enorme cantidad de universos, cada uno con leyes distintas, no es de extrañar, arguyen, que de esa multiplicidad hubiera uno, como el nuestro, amigable a la vida. Lo que sería altamente improbable de solo existir un universo, es mucho más creíble de existir millones de millones de millones de universos alternativos.

Este argumento merece dos críticas. Primero, es una flagrante violación del principio de Ockham(4). Este considera que en el caso de que hay dos o más explicaciones en disputa, y que dan cuenta del mismo fenómeno, teniendo el mismo poder explicativo, debemos dar por verdadera la explicación que sea más simple, que implica menos supuestos. Por ello podemos afirmar que «no hay que multiplicar las entidades explicativas sin necesidad». Postular la existencia de miles de millones de universos nunca conocibles, cada una con sus propias leyes, para explicar el único universo que sí sabemos que existe, viola radicalmente este principio.

Segundo, de existir una infinidad de universos, uno de ellos sería exactamente como el nuestro hasta ahora, pero, en el segundo que viene, sus leyes cambiarían (pues sería un hecho increíblemente fortuito que las leyes sigan iguales de un momento a otro, si todo es azaroso). Como habrá muchos más de estos universos en que las leyes cambian versus solo uno en que las leyes se mantienen, sería infinitamente improbable que, al segundo siguiente, observemos que seguimos en «este» universo con las mismas leyes, en lugar de uno con leyes modificadas (El mismo lector podrá verificar si las leyes del universo cambiaron o se mantuvieran respecto a lo que eran un segundo atrás).

EL ORIGEN DE TODO

Finalmente, por cierto, está la pregunta filosófica central sobre el origen de todo: ¿por qué hay algo y no nada, absolutamente nada? La nada no requiere explicación, pero sí el «algo».

Antes de la teoría del «Big Bang», los ateos decían que el universo simplemente era, y desde siempre, sin explicación. Era una gran casualidad. Pudo no haber sido, pero el hecho es que es. Punto. Muchos filósofos se oponían a este argumento, pues si este universo puede existir desde siempre, sin explicación, ¿por qué solo existe este universo y no un universo compuesto de todo lo posible o concebible? ¿Por qué solo algo y no todo? ¿Por qué no observamos que se crea nueva materia/energía cada tanto rato por ninguna razón? Hasta aquí llegaba la discusión hasta que apareció la teoría del «Big Bang». Esta ha reabierto la discusión sobre los orígenes y ha puesto a los ateos a la defensiva. En efecto, de ser cierto que el universo no ha existido «desde siempre», que el universo tuvo un comienzo, ¿cuál es su origen? ¿Quién o qué apretó el gatillo?

Más allá de lo anterior, la pregunta de fondo es por qué la naturaleza se rige por leyes, cualquier ley. ¿Por qué cada átomo o partícula no obedece su propia ley, y por qué esta ley no varía en el tiempo y en el espacio? En efecto, en un universo «por casualidad», uno esperaría que no hubiera leyes de ningún tipo, sino que podría pasar cualquier cosa en cualquier momento por ninguna razón, pues cada partícula obedecería su propia ley o ninguna, cada partícula pudiendo ser inclusive, inerte. Es decir, ¿por qué hay orden y no «caos»? En un universo sin leyes sería posible inclusive que de la nada, de la absolutamente nada, apareciera algo sin causa o explicación(5). El hecho que no observamos eso sugiere que el universo es un universo extraordinariamente especial: sigue leyes. Es la intuición de Einstein cuando dice que ¡lo más incomprensible del mundo es que es comprensible!

Esto coincide con la afirmación del filósofo canadiense jesuita Bernard Lonergan de que todo argumento para la existencia de Dios se reduce al siguiente silogismo(6):

1) Si el universo es completamente inteligible, hay un Dios; pero

2) el universo es completamente inteligible; por tanto, y

3) hay un Dios.

Por cierto, como todo silogismo, el argumento es válido solo si sus dos premisas son aceptadas. Sin embargo, considero que ambas apelan a intuiciones fuertes. La primera es que la inteligibilidad requiere una explicación, pues lo «natural» es la ininteligibilidad ya que hay infinitamente más maneras de ser no in-inteligible que inteligible. Sí, es «concebible» que algo surja de la absolutamente nada, sin causa o explicación, lo que sería in-inteligible, pero hasta ahora no observamos tal fenómeno, lo cual nos hace pensar que el universo es inteligible, lo que apunta a un ser Diseñador como fuente de esa inteligibilidad.

La segunda premisa, la inteligibilidad del universo, es una afirmación con base «empírica». Se concede que el universo podría ser in-inteligible. Sin embargo, el hecho es que hasta ahora la ciencia y su éxito muestran que todo lo conocido obedece las mismas leyes, tanto en la tierra como en nuestro sistema solar, como en nuestra galaxia y hasta donde hemos podido alcanzar en todo el universo. El «éxito» de la ciencia es la mejor demostración de la inteligibilidad del universo. Y, de hecho, la inteligibilidad del universo es el supuesto básico de la ciencia. La ciencia se desarrolló en una cultura, la cristiana, que creía que el Creador era racional y también su universo. ¿Podría haber avanzado la ciencia en una sociedad que creyera en el caos absoluto? ¿O no es más natural que naciera en una sociedad convencida de la inteligibilidad intrínseca del universo por ser fruto de su Diseñador?

COMENTARIO FINAL

Resulta, pues irónico, que el punto de apoyo esencial del materialismo/naturalismo —la ciencia— tiene como su fundamento la inteligibilidad del universo, inteligibilidad que es incomprensible de no haber una «Mente/Diseñadora» tras ella. Por cierto, lo anterior sólo apunta a que hay un ser trascendente al universo, fuente de inteligibilidad, origen del ser y de las leyes que gobierna todo lo que es y su evolución. No es aun plenamente identificable con el Dios cristiano, que se preocupa por su creación e interactúa con ella; pero sí es un importante paso en esa dirección. Y podemos agradecer a los nuevos ateos por haber vuelto a poner el tema de Dios sobre el tapete. MSJ

(1) Ver, por ejemplo, de Richard Dawkins El relojero ciego y El espejismo de Dios; Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous idea y Consciousness Explained; Christopher Hitchens, Dios no es bueno, y Sam Harris, Carta a una nación cristiana. A su vez, estos han despertado réplicas de intelectuales como Keith Ward, Alvin Plantinga, Richard Swinburne, William Lane Craig y James P. Moreland, entre muchos otros.
(2) Pero no lo tenemos. Nuestro universo es finito en el tiempo; calculándose en torno a 14.500 millones de años desde el Big Bang.
(3) Cuando hablamos de improbabilidades, hablamos de algo extraordinariamente improbable. Por ejemplo, si hubiera tantos monos tecleando máquinas de escribir como hay partículas en el universo, 1080, y teclear una letra durara el tiempo mínimo de un evento, el «tiempo Planck», 10-45 segundos, y los monos estuvieran tecleando desde el Big Bang, 1020 segundos, habría apenas una probabilidad en 10500 de encontrar en alguna parte de esa corrida de letras desde el Big Bang: ya no El Quijote entero, sino ¡las primeras cien palabras de El Quijote! Y, ciertamente, el código genético, el ADN, una célula viva, es harto más compleja que cien palabras del Quijote. O sea, con un tiempo infinito todo es posible al azar; en 14.500 millones de años poco es posible al azar. Así de drástico es contar con apenas 14.500 millones de años desde el Big Bang.
(4) Este principio científico se le atribuye al filósofo del siglo XIV, Guillermo de Ockham, por lo que se llama la «navaja» de Ockham.
(5) Explicar lo que es «nada» es otra cuestión que pone a los neoateos a la defensiva, como la afirmación filosófica de siempre que «de la nada surge nada».
(6) Ver Bernard Lonergan (1957): Insight: A Study of Human Understanding, Longmans, página 672.

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0