Fuegos en la Araucanía: ¿Una tragedia anunciada?

El despojo de tierras y bienes, la muerte de miles de mapuche, el atropello a su cultura: desde hace décadas se acumulan factores que hacían presagiar la violencia que hoy se ha detonado.

Desde hace unos veinticinco años se han sucedido múltiples episodios de violencia en la Araucanía, en un conflicto que ha marcado la agenda política y en cuyo centro está el hecho de que la presencia del “otro” es sentida como un peligro solo por el hecho de que ese “otro” es un ser diferente. Se le discrimina e invisibiliza, e incluso se niega su existencia: “los mapuche son chilenos y punto”. Sin embargo, ocurre que vivían aquí siglos antes que los chilenos: otros llegaron desde fuera a ocupar su territorio y desplazarlos. Esta es nuestra tragedia histórica y es imprescindible abordarla para construir un futuro común desde la diversidad.

La violencia actual en la Araucanía era previsible. Una violencia estructural ejercida por siglo y medio contra un pueblo debía encontrar una respuesta de resistencia en algún momento. Incluso políticos del siglo XIX, que se opusieron a la ocupación violenta de la Frontera, anticiparon que esa invasión sería fuente de violencias a futuro. Es posible que una suerte de “estallido social” se haya adelantado veinte años en la Araucanía, con relación a la sociedad chilena.

El estallido social de 2019 en Chile y las movilizaciones que le siguieron abrieron espacios para que el pueblo mapuche se situara en medio de una lucha general por los cambios. Sus emblemas resaltaron en marchas y concentraciones. La decisión del Congreso Nacional de redactar una nueva Constitución dio cabida a la participación política del pueblo mapuche, otorgándosele siete de los diecisiete escaños reservados para los pueblos originarios. Estos fueron ocupados por quienes ellos mismos eligieron según un censo propio, lo que es un reto nuevo y original.

DESAFÍO AL ESTADO CHILENO

Hay una violencia padecida por los mapuche, en especial mujeres y niños, debido a la represión policial contra las comunidades, muchas veces en allanamientos de madrugada que irrumpen y atemorizan a las familias. Son hechos de violencia cotidiana que aparecen poco en los medios de comunicación, a pesar del ambiente de temor que se extiende en la población mapuche, semejante al que se vivía durante la dictadura militar en todo el país.

El Estado chileno está fracasando en la Araucanía. En la raíz del fracaso está la incapacidad de reconocer que se está ante un problema político que no puede ser abordado como si fuera un problema de orden público, pues las reivindicaciones mapuches son un desafío político, social y cultural de alta complejidad.

Problemas semejantes han ocurrido en otros países: tanto en España y el País Vasco, como en Gran Bretaña e Irlanda. Hubo allí hostilidades, agresiones y enfrentamientos mutuos por años, que derivaron en luchas abiertas y encubiertas de fuerzas policiales y de seguridad del Estado con grupos armados que asumieron prácticas de terrorismo. En Nueva Zelanda hubo problemas de convivencia de la mayoría blanca con la minoría maorí.

Chile está a tiempo de aprender de experiencias de otros países que, teniendo conflictos de pueblos diferentes coexistiendo bajo un mismo Estado, lograron dialogar, negociar y acordar formas de convivencia.

Con perspectiva, el Estado chileno deben asumir que el mundo mapuche, una minoría significativa de cerca de un 10% de la población, ha tomado conciencia de su situación de maltrato y marginación secular, y ha decidido reivindicar sus derechos por los medios a su alcance, incluyendo la violencia en los últimos veinte años. El mundo mapuche ha logrado construir instancias de representación, y ha elegido alcaldes, parlamentarios y escaños en la Convención Constitucional. Además, cuenta con organizaciones fuertes y reconocidas, como el Consejo de Todas las Tierras y la Coordinadora Arauco Malleco (CAM).

REVISITAR LA HISTORIA

Los mapuche resistieron la ocupación del imperio inca y —durante el período colonial— la dominación española, consiguiendo un trato político con la Corona: conservaron su espacio vital al sur del río Biobío, caso único en América. Solo un pueblo resiliente y con una fuerte identidad cultural, social y económica pudo resistir por siglos a un poderoso imperio. Vinieron luego la Independencia y la formación de la república. Con la perspectiva actual, resulta evidente que la sociedad chilena se equivocó y que menospreció al pueblo mapuche. A 160 años de iniciada la llamada “pacificación de la Araucanía”, se continúa pagando el costo de la ignorancia acerca de la vitalidad de este pueblo, con el cual los chilenos son, por lo demás, parientes cercanos (1).

La guerra contra los mapuche duró veinte años, ocupándose la zona habitada por un pueblo con recursos limitados para resistir el avance de un ejército provisto de armamento moderno y que volvía de una guerra internacional. Historiadores como José Bengoa y Jorge Pinto han descrito la catástrofe de esa violenta ocupación. Se trató a los mapuche como enemigos, se los violentó. Se incendiaron sus casas, fueron robados sus bienes, se asesinó a muchos sin respetar mujeres ni niños y se los desplazó de sus territorios.

Antes de la ocupación, ellos vivían bien. Un informe del Ejército de 1883 estimaba que los mapuche poseían del orden de los 70.000 mil vacunos; 15.000 caballares y mulas; y 140.000 ovejas, estimándose que más de dos tercios de su ganado fue capturado (2). Las secuelas de esta guerra en pérdidas de vidas y bienes, en desplazamiento y reducción en pequeñas porciones de tierra, explican la pobreza en que cayó luego el mundo mapuche, forzado a sobrevivir o emigrar después de esta experiencia traumática. Se estima que en esos años un 20% de la población mapuche perdió la vida por la guerra y las enfermedades recién llegadas.

PERDER LA TIERRA

Desde fines del siglo XIX hasta comienzos del XX se asignaron unas 500 mil hectáreas a unos 80 mil mapuches, a través de la figura legal de títulos de merced, lo que correspondía a unas pocas hectáreas por persona. En cambio, a los colonos se les entregaron tierras más generosamente. Además. se estima que unos 30 mil mapuches quedaron sin tierra, lo que era una tragedia para un pueblo vitalmente ligado a la tierra (3).

En el período de asignación de tierras, hubo severas presiones sobre responsables del Estado, llegándose, como le sucedió al abogado, militar y funcionario José Miguel Varela, a que se atentara dos veces contra su vida por exigir respeto a las tierras que ocupaban los indígenas, como exigía la ley (4). El resultado de este proceso fue un despojo de las tierras habitadas por los primeros ocupantes de esos territorios. Es el “pecado original” que ahora se vuelve contra el Estado chileno, generando una deuda histórica que espera reparación.

Las reducciones formaron un archipiélago de comunidades que se sobrepoblaron en forma progresiva: un territorio fragmentado, una suerte de “franja de Gaza” chilena. Las tierras no podían mantener a las familias, lo que dio comienzo a un largo exilio. Se estima que, actualmente, un 60% del pueblo mapuche vive en ciudades, aunque la tierra natal permanece siempre como un centro existencial (5). ¿Qué ha ocurrido en los últimos cien años desde esa ocupación? Una significativa parte de las tierras les fue arrebatada con argucias o con el empleo de la violencia, estimándose la pérdida en un tercio de la extensión recibida (6). La sociedad chilena pensaba que los colonos rescataban tierras productivas, en vez de dejárselas a un pueblo considerado como incivilizado.

Elicura Chihuailaf compara el tamaño de las tierras entregadas a un pueblo entero en contraste con las de solo dos empresas forestales: una, del grupo Angelini (Forestal Arauco) posee 1.200.000 hectáreas; la otra, del grupo Matte (Mininco), alcanza las 750.000 hectáreas (7). Es el poder de las grandes corporaciones versus el no-poder de un pueblo vulnerado. ¿Puede sorprender la resistencia contra las forestales?

EL MALTRATO Y EL DESPOJO

Un episodio de 1929 ilustra la violencia contra este pueblo, que desencadenó la protesta de miles de personas en la plaza de Puerto Saavedra. Fue la tortura de un campesino por un vecino, descendiente de franceses: José Manuel Painemal fue marcado con fuego, como se hace con el ganado. Fue un delito individual, pero la culpa alcanzaba a la cultura de su época, según Jorge Pinto: “Ese fierro candente que marcó el cuerpo de Painemal fue el fierro que fabricaron sectores de la intelectualidad chilena que no vieron, no entendieron ni aceptaron al indígena que aun sobrevivía en el siglo XIX” (8).

La memoria del despojo está viva. El Premio Nacional de Literatura (2020), Elicura Chihuailaf, recuerda: “Mi abuela, que me conversaba, que me contó cuentos solo en mapuzugun. Mi abuelo, que hablaba algo de castellano para decirnos que, por no saberlo antes, les habían usurpado sus tierras” (9). Recuerda el poeta Jaime Huenun: “Tengo tres familiares muertos a balazos; mi familia no tiene tierras después de haber poseído diez mil hectáreas. Soy un mapuche sin tierra…hay que agregar la pérdida del idioma…Todos estos elementos se sumaron y generaron una reacción” (10).

Para el senador por la región de la Araucanía, Francisco Huenchumilla, “las tierras efectivamente les fueron usurpadas hace décadas. Desde el punto de vista judicial, no hay nada que hacer. No hay solución jurídica. En el fondo, es un problema político. Hubo un juicio en 1930 y los mapuche lo perdieron: hay legalidad, pero no legitimidad. El mapuche dice con razón: Usted es el dueño legal, pero legítimamente esas eran tierras mías. Alguien en el pasado me las usurpó” (11). Es el diálogo de sordos entre un pueblo con un derecho ancestral y la sociedad chilena con su legalidad, que para los mapuches es ilegítima y usurpadora.

Al mundo político le ha costado asumir las reivindicaciones mapuches. Múltiples diálogos y comisiones con resultados pobres o nulos. El compromiso de reconocimiento constitucional incumplido. Una sociedad chilena con escasa conciencia y, hasta ayer, un Estado sin convicción política para dialogar en una mesa, cara a cara, con representantes mapuches con voluntad de arribar a acuerdos. Ahora, lograda su representación al interior de la Convención Constitucional, unos de los puntos serán el trato y los resultados de un año de trabajo compartido. ¿Serán ellos escuchados en los debates y en las decisiones finales?

PALABRAS PROFÉTICAS

Antonio Varas, enviado especial del Gobierno a la zona mapuche en 1849, decía en su informe a la Cámara de Diputados: “Someterlos a una autoridad que siempre han mirado como extraña es despojarlos de la independencia que tanto estiman y excitarlos a mirar como odioso el camino para atraerlos al bien”. Más adelante, añadía: “Emplear la violencia sería proponer una verdadera conquista, que despertará la altivez guerrera del araucano, hará el triunfo difícil y provocará una situación alarmante para las provincias del sur, mucho más de lo que a primera vista podría imaginarse, sin considerar la carga de injusticia que encierra una decisión de este tipo” (12).

Sus palabras fueron proféticas. Contra su consejo, el Estado chileno decidió la conquista violenta de la Frontera, lo que provocaría la resistencia de los vencidos hasta hoy.

En 1868, la Cámara de Diputados autorizó la ocupación militar de la Araucanía por 48 votos a favor y solo 3 en contra: entre ellos, J. Victorino Lastarria y Manuel Antonio Matta (13). En su intervención, el diputado Lastarria planteó: “Me atrevo a decir a la Cámara que la culpa es nuestra, pues, como consta de documentos públicos, se ha mandado tropas a perseguir a los indios, a incendiarles sus casas, a robarles a sus mujeres y niños”. Mientras, el diputado Matta anticipó que la injusticia de la ocupación militar “no traerá otro resultado que el exterminio o la fuga de los araucanos; porque persiguiéndolos por todas partes no tendrán más que perecer víctimas de nuestras armas y número. Entonces, los bárbaros no serán ellos, seremos nosotros” (14).

El éxito de una guerra no consiste solo en la conquista de territorios, sino en la capacidad de organizar la vida social una vez terminadas las acciones bélicas. En esto la sociedad chilena ha fracasado al no lograr construir una vida social en que los distintos componentes se integren de modo aceptable: pueblo mapuche, colonos y chilenos de diversos orígenes (15).

Un 40% de los terrenos arrebatados a los mapuches se entregaron a colonos, muchos de ellos extranjeros, quienes también son víctimas de un problema mal tratado por el Estado. Ellos heredaron un conflicto al recibir tierras manchadas: usurpadas a los primeros ocupantes. Los conflictos entre colonos y mapuches son parte del problema generado por el Estado chileno.

Los líderes mapuche sienten estar luchando por la sobrevivencia de su pueblo, pues perciben que el Estado chileno les falta el respeto y mantiene una voluntad de aniquilación, asimilación y disolución hacia ellos, como pueblo. Jorge Pinto cita un informe de la Comisión del Censo de 1907 que constata que el indígena “no parece en vías de extinguirse” y “su fusión con los demás elementos étnicos no se ha consumado en la proporción que fuera de desearse”. La Comisión concluye que “la conquista y ocupación de la Araucanía han terminado sin traer consigo el aniquilamiento de los vencidos” (16). Palabras dichas hace ciento catorce años: extinguirse, aniquilamiento. Se trata del miedo al otro, al diferente, miedo que se revela en lo que parece un sencillo informe burocrático.

LA VUELTA DE LOS INCENDIOS

La primera quema de tres camiones en Lumaco en 1997 resultó ser el detonante de una cadena de incendios que continua hasta hoy. Esa noche un grupo de mapuches habían participado en una toma de tierras (“recuperación”) en la zona y huyeron con una radio sustraída a los guardias. Mientras descansaban en un terreno vecino, escucharon el dialogo entre Carabineros y guardias forestales:

—Oiga, mi cabo, ¿se han visto más indios de mierda por ahí?

—Negativo, no se encuentran.

—Mi cabo, si vemos un indio, lo vamos a atropellar, le vamos a pasar por encima con un camión.

—Positivo, háganlos mierda.

El diálogo desató indignación y de inmediato partieron a incendiar los camiones. El líder de la CAM, Héctor Llaitul, afirma que “en el fondo, se trató de un acto muy rústico, que ejecutaron unos treinta hombres unidos por una sensación insuperable de rabia surgida del desprecio, del hambre, de la miseria de sus familias” (17). Era el triste retorno del fuego.

Los actos de violencia, se afirma, son cometidos por una minoría radicalizada. Sin embargo, en los conflictos sociales la violencia no surge ni perdura, si no hay condiciones que la hagan posible y la alimenten. Fernando Pairican cita un estudio del Centro de Estudios Públicos de 2006, que encuentra que “un 40% de los mapuches encuestados estaba de acuerdo en que la fuerza se justificaba para recomponer las tierras reclamadas y un 20% la justificaba siempre”. También era significativo que un 88% de los encuestados se mostraba preocupado por la pérdida de la cultura mapuche (18).

La violencia es practicada por grupos minoritarios, pero un sector significativo de la población mapuche parece aceptarla o reivindicarla, existiendo entonces un caldo de cultivo para una perpetuación de la violencia, a menos que se aborden los problemas de fondo. Antes del incendio de Lumaco, desde el retorno a la democracia, el Estado democrático dispuso de siete años para abordar el conflicto chileno-mapuche. Durante los veinticuatro años siguientes, se han acrecentado los incendios y diversas formas de violencia.

Debe reconocerse que desde el estallido social hay señales de apertura a sus reivindicaciones. Sin embargo, como sociedad, ¿cuánto más tiempo tendrá que transcurrir para asumir la gravedad del conflicto y, por fin, sentarse seriamente a conversar? La Convención podría ser un gran primer paso para reestructurar la relación entre el Estado y el pueblo mapuche. Hay un profundo reconocimiento pendiente a sus derechos como pueblo con una cultura propia y un reconocimiento de la deuda territorial. Chihuailaf interpela: “Veo a la chilenidad profunda con una tarea aún pendiente: asumir su hermosa morenidad”.

Finalizamos con unas palabras de Elisa Loncon, presidenta de la Convención Constitucional, sobre nuestro tema, la violencia: “El día en que el pueblo mapuche decida su camino, la violencia va a mermar y la esperanza se va a instalar” (19). MSJ

(1) Estudios genéticos actuales muestran que en Chile un ciudadano común tiene más del 40% de su material genético de origen indígena, por lo que somos definitivamente mestizos. Quienes venimos del centro y sur, somos primos maternos del pueblo mapuche: nueve de cada diez chilenos tenemos ADN proveniente de una mujer indígena. Ver El ADN de los chilenos y sus orígenes genéticos, Soledad Berrios Del solar (edit.), Editorial Universitaria, Santiago, 2017
(2) Memoria del Comandante en Jefe del Ejército del Sur, 1882, citado en Formación Colonial del Estado y Desposesión en Ggulumapu, H. Nahuelpan, en Historia, colonialismo y resistencia desde el país Mapuche, H. Nahuelpan y otros, Ed. Comunidad de Historia Mapuche, Temuco, 2012, p. 135.
(3) J. Bengoa, Historia de un conflicto, Planeta, 2017, p. 85.
(4) Se le asignó una escolta de once soldados. G. Parvex, Un veterano de tres guerras. Editorial Academia Militar de Chile, Salesianos, 2016.
(5) Un ejemplo que hemos observado en clínica, cuando una persona mapuche emigrado a la ciudad vive un quiebre psiquiátrico severo, luego del tratamiento hospitalario suele volver a su tierra materna a completar su sanación.
(6) Un estudio de 1970 estimó que unas 130 mil hectáreas de las originalmente entregadas fueron gradualmente usurpadas por distintos mecanismos. J. Bengoa, o.c., p. 91).
(7) E. Chihuailaf, Recado confidencial a los chilenos, LOM, Santiago, 2015, p. 209.
(8) Jorge Pinto (ed.), Conflictos étnicos, sociales y económicos en Araucanía, 1900-2014, p. 68.
(9) E. Chihuailaf, o.c., p.24
(10) H. Llaitul, J. Arrate, Weichan, Ed. Ceibo, Santiago,2012 p. 127.
(11) E. Chihuailaf, o.c., p. 115.
(12) F. Portales, Historias desconocidas de Chile, Catalonia, Santiago, 2016, p. 14.
(13) F. Portales, p. 18.
(14) F. Portales, p. 18.
(15) Historiadores como Bengoa han señalado los problemas del Estado de Chile para organizar la vida social después de una guerra, lo que ha ocurrido también en el norte después de la guerra con Perú y Bolivia.
(16) Citado por J. Pinto, p. 52.
(17) Llaitul, Arrate, p. 132.
(18) F. Pairican, Malón. La rebelión del movimiento mapuche 1990-2013, Pehuen, Santiago, 2019, p. 347. En un estudio de opinión del CEP entre mapuches del 2002, se observó que la CAM, organización asociada en los medios a actos de violencia, recibía mucho apoyo: “Un 18% de la población mapuche tenía confianza en ella; un 33% señalaba sentirse representada un poco y un 22% la reivindicaba abiertamente”, p. 307, citando CEP. Ahora bien, un nuevo estudio de la CEP del año 2016 muestra que el apoyo a la violencia parece haber disminuido al 40% en la población mapuche, lo que pensamos sigue siendo significativo (CEP web).
(19) Elisa Loncon, entrevista en Canal de TV La Red, Pauta Libre, 4 de julio de 2021.

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