Nuestras ciudades están llenas de sonidos, la mayoría producidos por la mano del hombre: frenazos de los autobuses, chirridos del material rodante sobre rieles, martillos hidráulicos, cláxones de automóviles, timbres de bicicletas y puede que, a mediodía, alguna campana histórica repicando el toque del ángelus. También los hay más agradables con solo prestar un poco de atención: trinos de los pajarillos, el propio viento ululando en las ramas de los árboles, llantos de niños emperrados, ladridos de perros saludándose de acera a acera, la tormenta descargando en un minuto, retazos de conversaciones con las que nos topamos sin querer… basta con tener los oídos abiertos.
Me da por pensar en ello cuando me cruzo con jóvenes (y no tan jóvenes) que andan por la calle con unos aparatosos cascos de audición o con esos auriculares casi imperceptibles cuyo uso ha impulsado la tecnología inalámbrica. Prefieren escuchar su música o un podcast o cualquier contenido audiovisual de su preferencia a oír todo eso que, con un punto de cursilería poética, se daba en llamar el latido de la calle. De alguna manera, andar por la calle o en el transporte público ensimismados atendiendo solo a lo que nos agrada establece una barrera física entre todo lo que hay fuera y lo que elijo escuchar en mi propia burbuja auditiva. Sí, nos evita horrísonas agresiones sonoras pero también nos priva de captar el lamento del pedigüeño o la voz de socorro. Y por ahí se nos va colando —por muchos cascos que usemos— la maligna tentación del aislamiento, de la autorreferencialidad como diría Francisco, de un mundo sonoro construido para mi comodidad.
Si estás bautizado, el día de tu entrada en la Iglesia, el ministro del sacramento pronunció una palabra en arameo que ha llegado hasta nuestros días mientras te signaba los oídos. “Effetá”, que significa “ábrete”. Abrir los oídos para escuchar al Espíritu. Pero para eso, si me permites la recomendación, tienes que quitarte los audífonos cuando caminas por la calle (y por la vida).
Si estás bautizado, el día de tu entrada en la Iglesia, el ministro del sacramento pronunció una palabra en arameo que ha llegado hasta nuestros días mientras te signaba los oídos. “Effetá”.
A lo mejor no te han convencido mis argumentos. Aquí tienes otro: quítate los audífonos porque te va a pillar un camión y ni te vas a enterar…
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.