El espejo de Narciso y el icono de Kolvenbach

En lugar de mirarnos compulsivamente en los espejos y las pantallas, o escuchar nuestro eco en las nuevas cavernas digitales, los cristianos estamos invitados a salir y contemplar, en silencio, los iconos.

En la mitología griega Narciso era un cazador joven, agraciado y atractivo. Todas las mujeres quedaban prendadas al verlo, pero él las rechazaba a todas.

Una de las jóvenes heridas por su amor fue la ninfa Eco, que amaba su propia voz, pero había disgustado a la diosa Hera y por ello estaba condenada a repetir la última palabra de todo aquello que se le dijera. Eco era incapaz de hablar a Narciso de su amor, pero un día, cuando él estaba caminando por el bosque, ella lo siguió. Cuando él preguntó: «¿Hay alguien aquí?», Eco respondió: «Aquí, aquí». Narciso le gritó: «¡Ven!».​ Y Eco dijo: «¡Ven!», y fue. Salió de entre los árboles con los brazos abiertos y corrió hacia su amado. Sin embargo, Narciso se negó a aceptar su amor, por lo que la ninfa, triste y desconsolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que solo quedó el eco de su voz.

Para castigarle por su engreimiento, Némesis —la que arruina a los soberbios— hizo que Narciso se enamorara de su propia imagen reflejada en las aguas. La historia cuenta que, un día, contemplando su reflejo en un estanque, fascinado por su imagen, terminó arrojándose al agua. A continuación, bajó al Inframundo, donde fue atormentado para siempre por su reflejo en la laguna Estigia.

Muchos siglos después, el mito de Narciso fue introducido por Sigmund Freud en la psicología para referirse al amor que un sujeto se dirige a sí mismo. Un narcisismo excesivo es expresión de una patología en la que una persona sobrestima sus habilidades y tiene una necesidad compulsiva de admiración y afirmación. Este es un fenómeno tan antiguo como el ser humano, pero que vemos hoy reflejado en las redes sociales de una forma más evidente, pública y universal que antes.

Las plataformas digitales se han convertido tanto en una ventana que nos abre al mundo como en un espejo donde mostramos quiénes somos para ver cómo reaccionan nuestros seguidores ante la imagen que proyectamos.

Otro fenómeno contemporáneo preocupante relacionado con las redes sociales es la constatación de que limitan la exposición a opiniones diversas y favorecen el desarrollo de grupos de usuarios que repiten las mismas ideas y terminan reforzando una narrativa compartida: las denominadas «cámaras de resonancia» (o echo chambers, en inglés).

Frente a los retos que el universo digital plantea, los cristianos debemos preguntarnos si hay alternativas culturales al espejo y al eco. Alternativas que nos devuelvan, no aquello que proyectamos inconscientes o que la sociedad nos propone repetir, sino aquello que representa la mejor versión de nosotros mismos.

En lugar de mirarnos compulsivamente en los espejos y las pantallas, o escuchar nuestro eco en las nuevas cavernas digitales, los cristianos estamos invitados a salir y contemplar, en silencio, los iconos.

Valga una anécdota del mundo jesuita para mostrar la importancia de una mirada icónica, no narcisista, al mundo y a nosotros mismos:

Cuentan que un novicio le preguntó al entonces general de la Compañía de Jesús, Peter-Hans Kolvenbach: «Padre, ¿usted cómo reza?». El padre general le contestó: «Rezo con iconos». De nuevo el novicio insistió: «¿Y qué hace?, ¿los mira?». A lo cual el padre Kolvenbach respondió: «No, me miran ellos a mí».

La respuesta de Kolvenbach refleja bien la diferencia entre el espejo y el icono. Una diferencia que puede salvarnos de las trampas narcisistas en las que tan fácilmente caemos.

Quien contempla pacientemente un icono se aproxima, poco a poco, sin identificarse, a la persona contemplada: un santo, una santa, Cristo, María o la Trinidad. El icono nos ayuda a purificar la mirada, alimentar el deseo y configurarnos como comunidad —no como individuos aislados— con la imagen contemplada.


Fuente: https://pastoralsj.org

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