Dios es Padre Madre y no hace otra cosa más que amar, como respirar, como existir.
Domingo 12 de enero de 2020
Mateo 3,13-17
En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que
el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Y vino una voz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
“ESTE ES MI HIJO AMADO, EN QUIEN ME COMPLAZCO”
Cierro los ojos y te siento dentro. Respiro hondo y te siento dentro. Mi punto de equilibrio se traslada cuando siento que te mueves, cuando siento tus patadas y que cambias de posición. Con ayuda de un ecógrafo te veo y puedo escuchar tus latidos. Un latido constante, rítmico y más rápido que el mío. Tú eres mi hija amada, en quien me complazco. El tiempo se detiene cuando cierro los ojos y te siento dentro.
El tiempo se detiene cuando Dios Padre-Madre mira fluir el río Jordán y ve a Jesús ponerse en las manos de Juan para ser bautizado. Lo ve agacharse y cerrar los ojos, lo ve sumergirse, como en el líquido amniótico, y emerger con una mirada nueva. Y con amor de un río que no puede parar, Dios Padre Madre dice: “Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco”.
“Tú eres mi Hijo amado” es de las pocas frases que emite Dios Padre Madre en el Evangelio. Y es ese amor el que se despliega cuando somos madres, de hijos del vientre o de hijos del corazón. Dios es Padre Madre y no hace otra cosa más que amar, como respirar, como existir.
“Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco”, en quien encuentro paz, en quien me detengo, en quien hallo mi felicidad y en quien finalmente encuentro mi sentido. Esa es la experiencia de las madres cuando vemos por primera vez a nuestros hijos tras el parto, tras meses de espera, de incertidumbre, de esperanza y muchas veces de dolor. Por primera vez vemos su cara y al mirarlos nos hallamos a nosotras mismas y hallamos, en definitiva, a Dios, sin apellidos.
“Tú eres mi hijo/hija amada” y es ese amor de Dios Padre Madre el que nos crea y nos recrea. Ese amor nos hace sagrados/sagradas, por eso el bautizo es uno de los sacramentos del amor, porque hace visible el amor de Dios y nos hace parte de una comunidad. Una comunidad que clama ante la injusticia, que llora como madre si a uno de sus hijos se le mata, se le mutila o se le calla. Jesús viajó desde Galilea al Jordán. Pero por qué Dios querría ser bautizado, por qué querría ponerse en las manos de su primo y cubrirse con esas aguas, como tantos otros lo habían hecho anteriormente. Por qué no hizo nada nuevo, sino que se puso en la fila, esperó su turno y tras la turbación de Juan, cerró los ojos y se sumergió en esas aguas. Creo que es porque no quería faltarle a su pueblo, porque no quería restarse de nada de lo humano, porque no quería olvidarse que era hijo y hermano. Dios de agua y de sangre; hijo en la Trinidad, hermano de los que esperaron pacientemente antes que Él. Como nosotros, ellos de seguro tenían calor; de seguro tenían fe; de seguro no querían sentirse huérfanos. Con estupor, ya mojados, subieron la vista y vieron que se abrió el cielo y que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Jesús, el nazareno. Y escucharon una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”.
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