Comentario del domingo 3 de abril 2022
Quinta semana de cuaresma (San Juan 8,1-11)
Este evangelio de la mujer adúltera lo hemos escuchado en muchas ocasiones. Podemos comentarlo desde la invisibilidad de la mujer, desde la mirada machista en el evangelio, desde el patriarcado, etc. Sin embargo, creo que hoy a mí me invita a situarnos en el instante mismo en que traen a la mujer a Jesús y le dicen que ha sido sorprendida en adulterio. Jesús en ese momento, “inclinándose escribía con el dedo en el suelo”. Puede parecernos hasta una mala educación, sin embargo, creo que Jesús con este gesto nos está dando la señal de que antes de juzgar hay que darse un tiempo para esperar, un tiempo para meditar, un tiempo para ver. Generalmente nuestra primera reacción es juzgar y culpar no solo esta esta mujer sin rostro, sino a todas/os los que no piensan como nosotras, ya que nos sentimos poseedoras de la verdad —solo por tener fe— por pertenecer a algún movimiento, por ir a misa, etc.
Actuamos como los fariseos y los escribas que acusan a la mujer adúltera por su comportamiento, no somos capaces de mirarla como una igual a nosotras. El adulterio no es solo un hecho de carácter sexual; para nosotras ser infieles, ser adúlteras, es haber roto nuestra relación de compromiso con nuestra fe, con el cambio de vida que se nos está pidiendo. La misericordia y el perdón son los ejes de esta vida nueva. Estamos llamadas/os a practicarlos en nuestra realidad, no solo a tenerlos presentes, sino ser capaces de vivirlos en la cotidianeidad.
El cambio de vida que se nos pide es un cambio que implica haber roto con la vida anterior, en cierto sentido es regenerar (convertirse); reflexionar cómo poner fin a las acciones de infidelidad para poder iniciar acciones de compromiso con la opción que hemos tomado.
La violencia e indignidad a las que eran sometidas las mujeres por los escribas y fariseos, y que en este evangelio es representada por la exposición pública, aun la vivimos en otras formas y expresiones. El hombre que cometía adulterio no era sancionado y el marido ofendido merecía ser reivindicado socialmente al lapidar a la mujer. La lapidación iba dirigida a devolverle la honra al hombre. En esta sociedad chilena del siglo XXI no estamos tan lejos de otras formas de vejar a las mujeres, existe la violencia en la familia, entre las mujeres, en el trabajo, en la sociedad, etc.
La mujer adúltera, sin nombre y sin rostro, representa la ruptura con la sociedad, ella ha roto con sus leyes y la forma de vida que se le exigía. Jesús, al perdonarla, rompe con el sistema social imperante, la reintegra a la sociedad y le devuelve su dignidad. Como se señala en la síntesis narrativa de la Asamblea Eclesial Latinoamericana presentada por el CELAM: “Desde nuestra conversión personal, imitemos a Jesús que, en su encuentro con la mujer, reestablece su dignidad de hija de Dios”, podemos y somos capaces de practicar la misericordia y el perdón.
Jesús dice: “Mujer ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?, tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más”. Hay tres pasos en estas escenas: primero acoge a la pecadora, luego reconoce el pecado y por último la reintegra la sociedad devolviéndole su dignidad.
Este evangelio nos llama a dejar de ser espectadoras, como si estuviéramos en el cine viendo la película “el apedreo de la mujer adúltera”, dejar esa actitud de lado y pasar a ser a ser conciudadanos del pueblo de Dios: “Así pues, ustedes ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos del pueblo de los santos; ustedes son la casa de Dios”, Efesios 2, 19. Un conciudadano es ante todo una persona que presenta un compromiso, cuestiona, opina, participa y es responsable de sus acciones, es una laica/o, un apóstol o una apóstola, un profeta que vive su fe.
El perdón y la misericordia son caminos a los que nos invita Jesús. Una de las formas para convertirnos es aprender a escuchar sin juzgar, oír las narrativas que nos dan cuenta de los dolores, penas y angustias, de los acontecimientos vividos para poder partir desde ahí abrir el espacio a este renacer al que se nos invita.
Por último, volviendo al comienzo del evangelio, queda a la imaginación de cada una pensar qué estaría escribiendo Jesús en la arena. Para mí, son las palabras del Padrenuestro que dicen: “Perdona nuestras ofensas como también perdonamos a los que nos ofenden”. Lo cierto es que sus palabras hicieron recapacitar a los que estaban allí.
El gran signo es la esperanza de que, desde aquí en adelante, seremos capaces de darnos un tiempo para escribir con el dedo en la arena antes de “tirar la primera piedra”.
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