El extravío del socialismo en tiempos de radicalización derechista

En el actual estado de cosas, la metáfora de izquierda y derecha sigue sirviendo para designar posiciones relativas en torno al capital, el Estado, el orden y la justicia.

En los últimos años, se ha vuelto habitual referirse al ascenso, y en algunos casos el protagonismo, de la derecha radical —o extrema derecha, según diversas denominaciones— como uno de los fenómenos políticos más significativos del escenario global. En Europa, Estados Unidos y otras regiones del mundo, este tipo de derecha ha ido ganando terreno, articulando discursos y programas que combinan autoritarismo, nativismo y populismo, en los términos propuestos por el politólogo neerlandés Cas Mudde, que se pregunta acerca del poder de la extrema derecha de imponer discusiones que incluso ponen en entredicho al sistema democrático. La expansión de esta corriente de pensamiento ha renovado el interés por la eficacia simbólica y práctica de la tradicional metáfora espacial de «izquierda» y «derecha» en política, una distinción que algunos consideran obsoleta, pero que sigue siendo útil para mapear las coordenadas ideológicas en un tiempo caracterizado por la fragmentación del campo político y la disputa por los ejes que constituyen los pilares que distinguen a quienes se identifican con la derecha o la izquierda.

Sin embargo, si desplazamos la mirada hacia el otro polo del espectro, es decir, hacia la izquierda (o las izquierdas, en plural), nos enfrentamos a un conjunto de interrogantes menos tratadas en la discusión pública contemporánea. Uno de los más relevantes tiene que ver con lo que podría llamarse la imposibilidad del socialismo. Aunque, como recordaba Émile Durkheim, mientras exista el capitalismo existirá también el socialismo —como su contraparte ética, como su reacción estructural—. Lo cierto es que el socialismo, como horizonte político concreto, como proyecto de transformación histórica, aparece hoy profundamente diluido o identificado con proyectos que más bien representan nuevos autoritarismos.

Los países que aún se autodenominan socialistas —como Cuba, Venezuela, Corea del Norte— difícilmente pueden ser tomados en serio como ejemplos del ideal socialista clásico. Se trata más bien de formas autoritarias, marcadas por una alta militarización del aparato estatal y por la supresión de las libertades individuales más básicas que han sido defendidas por las democracias modernas liberales. En esos contextos, los trabajadores —que en el discurso oficial son presentados como el sujeto histórico del proceso revolucionario— han devenido empleados subordinados del Estado, con poca autonomía y capacidad de decisión. La represión política, la vigilancia permanente y el culto a la dirigencia han vaciado de contenido emancipador la promesa del socialismo, burocratizando su despliegue y desarrollo.

China representa un caso aún más paradigmático. Si bien el Partido Comunista gobierna desde hace décadas, el modelo chino dista mucho de cualquier forma reconocible de socialismo. Se trata más bien de una forma de capitalismo de Estado orientado al libre comercio, competitivo, agresivo en sus inversiones y con una lógica de acumulación y productividad que recuerda, en muchos sentidos, a los modelos más extremos del capitalismo estadounidense. Que partidos de izquierda latinoamericanos tomen como referente a China es indicativo de una cierta confusión que reina en algunos sectores más radicalizados de la izquierda continental.

Por otra parte, la situación actual de la clase trabajadora también contribuye a debilitar las posibilidades de una reactivación del socialismo como proyecto político popular con arraigo clasista. Fragmentada, heterogénea, precarizada y desorganizada, la clase trabajadora contemporánea no parece reconocerse ya en las banderas del socialismo. Lo que observamos en numerosos países es que sectores populares, históricamente vinculados a las izquierdas, han comenzado a votar por la derecha radical, echando por tierra el capital simbólico del que muchas fuerzas populares sacaban cuentas alegres al menos desde el punto de vista electoral. Para los trabajadores la promesa de orden, seguridad y protección nacional responde a angustias concretas, inmediatas y muy sentidas. En particular en los sectores populares de nuestras grandes ciudades, la inmediatez de la solución a las angustias del cotidiano nubla la visión de un horizonte transformador a largo plazo, el aquí y el ahora en política viene a representar el marco de cualquier discusión, postergando de manera casi definitiva la tarea de la transformación de la sociedad.

La clase trabajadora contemporánea no parece reconocerse ya en las banderas del socialismo.

Hoy en día, muchas de las izquierdas que persisten lo hacen desde dos posiciones distintas, pero igualmente sintomáticas. Una parte se ha inclinado por el llamado socialismo democrático, que en la práctica se limita a gestionar el capitalismo con cierta sensibilidad redistributiva. Se trata de un reformismo pragmático, sin mayores pretensiones de superación del orden económico dominante en lo inmediato y al parecer en el mediano plazo también. Otra parte, más minoritaria, mantiene la expectativa de una transformación profunda, pero sin claridad respecto del cuándo ni del cómo. La espera mesiánica de una ruptura estructural futura se vuelve, con el paso del tiempo, un acto de fe más que una estrategia política viable que movilice a los excluidos y al sujeto «pueblo».

A todo lo dicho, se suma la ausencia de modelos internacionales de alcance planetario que pueden ser presentados como ejemplos exitosos de un nuevo socialismo. A diferencia de lo que ocurría en el siglo XX, cuando la Unión Soviética o incluso Cuba podían funcionar como punto de referencia simbólicos (más allá de sus contradicciones), hoy no existe país alguno que encarne un proyecto socialista robusto, creíble y atractivo para las mayorías. Esto agrava la sensación de orfandad ideológica y estratégica de las izquierdas contemporáneas, subsistiendo en medio de las condiciones de posibilidad que imponen miradas tácticas de corto alcance y miradas estratégicas sin horizontes posibles de ser alcanzados.

El problema, sin embargo, no es únicamente de las izquierdas. Es también una cuestión que atañe a los sectores populares que históricamente encontraron en el socialismo una promesa de justicia. Las urgencias de hoy —la inseguridad, el desempleo, la inflación, la migración desregulada— no pueden ser respondidas como una promesa utópica diferida en el tiempo. En otras palabras, las clases trabajadoras no están dispuestas a vivir en la ilusión de un porvenir que no llega, de una revolución que no se organiza, de una emancipación que no se concreta.

Todo esto obliga a una reflexión profunda. ¿Tiene aún sentido hablar de socialismo como horizonte político? ¿Es posible reconstruirlo desde sus ruinas, desde sus fracasos, desde su desaparición simbólica del mapa político global? ¿O debemos aceptar, con melancolía, pero también con honestidad, que el socialismo, tal como fue concebido durante el siglo XIX y buena parte del XX, ha llegado a su fin?

La respuesta no es clara. Lo que sí resulta evidente es que, en el actual estado de cosas, la metáfora de izquierda y derecha sigue sirviendo para designar posiciones relativas en torno al capital, el Estado, el orden y la justicia. Y dentro de esa cartografía ideológica, la izquierda debe decidir si aspira a reinventarse sin caer en renovaciones que obligan a grandes renuncias o si se contentará con sobrevivir como vestigio simbólico de otro tiempo que se establece en torno a una eterna utopía.


Imagen: Pexels.

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