El laberinto de las excusas

A veces te engañas, te convences, te mientes a ti mismo para justificarte. Pero, si rascas un poco, reconoces que esas excusas son mentiras (conscientes o inconscientes).

Dice un refrán que «de buenas intenciones está el infierno lleno». Y es verdad. ¿Cuántas veces te ha tocado empezar una frase queriendo justificar que has hecho algo mal? Entonces se te llena la boca de «no, verás, es que…», o «si yo iba a…», «yo quería…», y detrás vienen explicaciones, justificaciones, mil y un motivos que te sirven (quizás) para descargar un poco la mala conciencia de haber actuado mal, de no haber hecho lo que te habías propuesto o lo que otros esperaban de ti. Las excusas lo mismo te sirven para justificar lo que has hecho o lo que has dejado sin hacer: que no has estudiado, que te has gastado lo del mes en un fin de semana, que no has llamado a casa en un montón de días, que no paras de criticar, que sigues sin entregar un trabajo aunque otros dependan de ti, que nunca encuentras tiempo para rezar, que no cuidas bien a tus amigos, o que se te instala la incoherencia en muchas facetas de la vida…

Entendedme. Las excusas a veces son reales. No siempre hacemos las cosas mal. Es verdad que hay ocasiones en que los buenos propósitos tropiezan con obstáculos, imprevistos y situaciones que impiden que uno haga todo aquello que se había propuesto. A veces, de verdad, tienes excusa. Y la cuentas. Y no hay más.

También puede ocurrir que tú sepas que tus excusas no son reales. Pero las ves como mentiras piadosas. No es el ideal, pero a veces…

El problema es cuando uno empieza a creerse sus propios cuentos. Porque, si te examinas un poco, descubres que algunas excusas son tan solo ficciones que uno intenta contar (a otros o a sí mismo) para justificarse. Pequeños engaños para adornar una realidad que no te gusta mucho, para enmascarar el fracaso o el no haber estado a la altura de lo que se suponía que deben ser las cosas. A veces te engañas, te convences, te mientes a ti mismo para justificarte. Pero, si rascas un poco, reconoces que esas excusas son mentiras (conscientes o inconscientes). Son, tan solo, intentos de huir por una puerta falsa, un atajo, o quedando bien.

¿Por qué hablar de laberinto en este caso? Porque te vas enredando en justificaciones y pantallas que te impiden ver el problema. E incluso puede ser que vayas enredando a otros, que quieren creerte. A veces la salida más sencilla es reconocer las cosas como son. Darse permiso para no ser tan cumplidor, o para equivocarse. Aceptar que algo no va como esperabas, o como debía haber sido. Pedir perdón si es necesario. Solo eso te puede permitir mirarte con honestidad y aceptar lo que no puedes cambiar, pero también detectar lo que sí puedes (y a veces debes) intentar cambiar. Para no terminar poniendo excusas ante lo que tendría que ser innegociable en nuestra vida: el amor, la justicia, y el Evangelio.

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Fuente: https://pastoralsj.org

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