El narcisismo espiritual, una enfermedad de la que no estamos a salvo, nadie, seamos adolescentes, cristianos viejos o místicos de los que ya casi no quedan. Un riesgo que aparece en el momento en el que uno experimenta por sí mismo en qué consiste la propia fe —no la de sus padres— y comprende que los cristianos seguimos a un Dios vivo, que quiere comunicarse con nosotros y que podemos sentir su presencia a través de la oración, de los sacramentos y del servicio, entre otras muchas formas —siempre y cuando pongamos los medios, dicho sea de paso—.
¿En qué consiste esta enfermedad? Muy sencillo. Encasillarnos en aquellos lugares, modos de rezar y momentos de nuestra vida en los que sentimos a Dios con más fuerza y aumentan de esta forma nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Y es que todos tenemos espacios donde encontrarnos con Dios de forma clara y evidente, y en consecuencia también tenemos lugares donde parece que sencillamente ha desaparecido, que no está o que incluso ni se le espera. Y es aquí donde está el riesgo, en convertir esos espacios cálidos y agradables en una estación termini que nos impide crecer, avanzar y hacer de nuestra vida un camino junto al Señor. ¿Qué hubiese pasado si Moisés hubiese decidido quedarse junto a la zarza porque estaba muy cómodo? O por qué no la propia tentación de los discípulos cuando quieren hacer tres tiendas y olvidarse así del resto del mundo. Es como si un matrimonio redujese su relación a los primeros pasos de un noviazgo, ¡difícilmente podrán prosperar!
¿Y por qué esta enfermedad es más común hoy en día en algunas comunidades o en muchos cristianos de a pie? Quizás porque sin querer nos hemos dejado contaminar por el consumismo de nuestra cultura y consideramos las cosas de Dios como un lugar donde sentirnos bien, coleccionar experiencias y creernos mejores personas, de la misma forma que uno va a un spa, a esquiar o de vacaciones al fin del mundo. Frente a esta tentación conviene dar gracias a Dios por sentir su presencia desbordante, pero sobre todo mirar hacia delante y descubrir que la fe es un camino —a veces tortuoso— de búsqueda continua y no un oasis ni un resort donde únicamente vale sentirnos bien con los nuestros o con nosotros mismos. Y sobre todo aceptar que nuestra oración quizás no es buena oración si no nos acerca profundamente a Dios, a su Reino y, por tanto, al resto del mundo.
¿Y entonces qué hay de malo en el narcisismo espiritual? Pues sencillamente que nos buscamos a nosotros mismos y no tanto a Dios como a veces nos parece creer, y que por nuestros frutos nos conocerán. Y quizás lo peor, no creceremos en la fe y no seremos capaces de descubrir el sueño que tiene Dios para cada uno de nosotros. En definitiva, una cómoda, dulce y sibilina forma de engañarse, de no madurar y de anestesiar nuestro deseo profundo que nos lleva a encontrarnos con Dios.
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Fuente: https://pastoralsj.org