En la misa de Santa Marta, Francisco pide a Dios que ayude a las personas que están asustadas por el coronavirus. En la homilía invita a dar gracias a Dios si reconocemos nuestros pecados para que de esta manera podamos pedir y recibir su misericordia.
La antífona del lunes de la quinta semana de Cuaresma es una sentida invocación a Dios: “Ten piedad de mí, oh Dios, porque el hombre me ha pisoteado; me oprime combatiéndome todo el día” (Sal 55, 2). El Papa Francisco, al introducir la misa en la Casa Santa Marta, dirige sus pensamientos a la gente asustada por la actual pandemia:
“Oremos hoy por tantas personas que no logran reaccionar: que están asustados por esta pandemia. Que el Señor les ayude a levantarse, a reaccionar por el bien de toda la sociedad, de toda la comunidad”.
En su homilía, comenta las lecturas tomadas del Libro del Profeta Daniel (Dn 13, 1-9. 15-17. 19-30. 33-62) y del Evangelio de Juan (Jn 8, 1-11), que hablan de dos mujeres a las que algunos hombres quieren condenar a muerte: la inocente Susana y una adúltera sorprendida con las manos en la masa. Francisco señala que los acusadores son jueces corruptos, en el primer caso, e hipócritas, en el segundo. En cuanto a las mujeres, Dios hace justicia a Susana, liberándola de los corruptos, que son condenados, y perdona a la adúltera, liberándola de los escribas y fariseos hipócritas. Justicia y misericordia de Dios, que están bien representadas en el salmo responsorial: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”. Por lo tanto, el Papa nos invita a dar gracias a Dios si sabemos que somos pecadores, para que podamos pedir al Señor con confianza que nos perdone.
A CONTINUACIÓN EL TEXTO DE LA HOMILÍA SEGÚN UNA TRANSCRIPCIÓN NUESTRA
En el Salmo Responsorial rezamos: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan”.
Esta es la experiencia de estas dos mujeres, cuya historia leímos en las dos lecturas. Una mujer inocente, falsamente acusada, calumniada, y una mujer pecadora. Ambas condenadas a muerte. La inocente y la pecadora. Algunos Padres de la Iglesia vieron en estas mujeres una figura de la Iglesia: santa, pero con hijos pecadores. Decían en una hermosa expresión latina: “La Iglesia es la casta meretriz”, la santa con los hijos pecadores.
Ambas mujeres estaban desesperadas, humanamente desesperadas. Pero Susana confía en Dios. También hay dos grupos de personas, de hombres; ambos al servicio de la Iglesia: los jueces y los maestros de la Ley. No eran clérigos, pero estaban al servicio de la Iglesia, en el tribunal y en la enseñanza de la Ley. Diferentes. Los primeros, los que acusaron a Susana, eran corruptos: el juez corrupto, la figura emblemática de la historia. También en el Evangelio, Jesús retoma, en la parábola de la viuda insistente, al juez corrupto que no creía en Dios y no se preocupaba por los demás. Los corruptos. Los doctores de la ley no eran corruptos, sino hipócritas.
Y de estas mujeres, una cayó en manos de hipócritas y la otra en manos de corruptos: no había salida. “Aunque vaya al valle de la sombra de la muerte, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan”. Ambas mujeres estaban e un valle oscuro, fueron allí: un valle oscuro, hacia la muerte. La primera confía explícitamente en Dios y el Señor interviene. La segunda, pobrecita, sabe que es culpable, desvergonzada delante de todo el pueblo —porque el pueblo estaba presente en ambas situaciones—, el Evangelio no lo dice, pero seguramente rezaba en su interior, pedía ayuda.
¿Qué hace el Señor con esta gente? Salva a la mujer inocente, le hace justicia. Perdona a la mujer pecadora. A los jueces corruptos los condena; a los hipócritas los ayuda a convertirse, y ante el pueblo dice: “Sí, ¿de verdad? El primero de vosotros que no tenga pecados, que tire la primera piedra”, y uno a uno se van. Tiene algo de ironía, el Apóstol Juan, aquí: “Aquellos, habiendo escuchado esto, se fueron uno por uno, comenzando por los ancianos”. Les deja un poco de tiempo para que se arrepientan; a los corruptos no los perdona, simplemente porque los corruptos son incapaces de pedir perdón, fue más allá. Se ha cansado… no, no está cansado: no es capaz. La corrupción también le ha quitado la capacidad que todos tenemos de avergonzarnos, de pedir perdón. No, el corrupto está a seguro, sigue adelante, destruye, explota a la gente, como esta mujer, todo, todo… continúa. Se puso en el lugar de Dios.
Y a las mujeres el Señor responde. A Susana la libera de estos corruptos, la hace seguir adelante, y a la otra: “Yo tampoco te condeno. Vete, y de ahora en adelante no peques más”. La deja ir. Y esto, delante del pueblo. En el primer caso, el pueblo alaba al Señor; en el segundo caso, el pueblo aprende. Aprende cómo es la misericordia de Dios.
Cada uno de nosotros tiene sus propias historias. Cada uno de nosotros tiene sus propios pecados. Y si no se los recuerda, piensa un poco: los encontrarás. Agradece a Dios si los encuentras, porque si nos los encuentras, eres un corrupto. Todos tenemos nuestros pecados. Miremos al Señor que hace justicia pero es tan misericordioso. No nos avergoncemos de estar en la Iglesia; avergoncémonos de ser pecadores. La Iglesia es la madre de todo. Agradezcamos a Dios que no somos corruptos, que somos pecadores. Y cada uno de nosotros, mirando cómo actúa Jesús en estos casos, confíe en la misericordia de Dios. Y rece, confiando en la misericordia de Dios, pida el perdón. “Porque Dios me guía por el camino correcto con motivo de su nombre. Aunque pase por un valle oscuro, el valle del pecado, no temo ningún mal porque tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado, sosiegan”.
El Papa concluyó la celebración con la adoración y la bendición eucarística, invitándonos a tomar la comunión espiritual.
HE AQUÍ LA ORACIÓN RECITADA POR EL PAPA
A tus pies, oh, Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abisma en su nada en tu santa presencia. Te adoro en el Sacramento de tu amor, la inefable Eucaristía. Deseo recibirte en la pobre morada que mi corazón te ofrece; esperando la felicidad de la comunión sacramental, quiero tenerte en espíritu. Ven a mí, oh, Jesús mío, que yo vengo a Ti. Que tu amor inflame todo mi ser para la vida y la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Que así sea.
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Fuente: www.vaticannews.va