El trabajo como experiencia humana

El fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, en cuanto es su autor. Con lo cual resulta claro que el patrón de medida de la valoración del trabajo es la dignidad del hombre que lo realiza y su finalidad última no es otra que el hombre mismo.

El trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana. A través de un proceso gigantesco, la humanidad va dominando los recursos de la Naturaleza y los pone a su servicio. Con la técnica desarrolla un conjunto de instrumentos de los que se vale para producir bienes destinados a mejorar la vida de los hombres.

Pero, además, al mismo tiempo, con el trabajo, el hombre no solo transforma la Naturaleza y la adapta a sus necesidades, sino que se realiza a sí mismo como ser humano. Más aún: se hace más hombre; ya que cada ser humano se perfecciona a través del trabajo.

En él, la persona desarrolla la creatividad y todas las habilidades y funciones mentales. Y al verse capaz de hacer algo que posee un valor y que es útil a los demás, fortalece su autoestima.

Por otro lado, en el camino hacia la madurez personal, la actividad laboral promueve la autodisciplina y la organización interna de la personalidad, la responsabilidad y la iniciativa, y la persona se hace apta para la interacción con los otros y la integración a grupos e instituciones.

El trabajo es el principal “organizador” de la vida de todos los días. El carecer de un “plan del día” o de un “programa de actividades” genera en la persona que lo padece una nube de confusión y de desorden, se pierde el rumbo orientador de la motivación y se vive a la deriva.

Y en la tarea de implementar un sistema de vida que facilite la salud integral de las personas, el trabajo, por su valor terapéutico, ocupa un primerísimo lugar. Así como el desempleo se constituye en el enemigo más destructivo de la salud psicológica de una población.

Trabajar no solo da de comer, sino que también confiere identidad social. En el lenguaje habitual, nos identificamos por lo que hacemos, y decimos que alguien “es” médico, ingeniero o profesor… y todo ello incide esencialmente en nuestra autoimagen y en la imagen que los otros tienen de nosotros.

El hombre sin trabajo resulta, de este modo, una especie de “desaparecido social”. Así como cumplir tareas valorizadas por los otros se convierte en un soporte substancial de nuestra propia valoración personal.

Acerca de la actividad humana, el psicólogo Karl Bühler acuñó una acertada expresión cuando se refiere al “goce de la función”. Esto significa que la actividad suele traer un goce en el que el hombre disfruta de su propia acción, no porque busca una utilidad o satisface determinada necesidad, lo cual tiene su valor, sino porque el despliegue de sus propias capacidades por sí mismo produce satisfacción y alegría. Es una muy grata experiencia encontrarse con personas a las que “les gusta su trabajo” o “aman su profesión”.

De todo esto surge el “espíritu de trabajo”, una disposición que a veces define una cultura y que entre nosotros prácticamente se ha perdido. Su restauración bien podría constituir un pilar básico del resurgimiento de la Nación.

Y la riqueza del trabajo como experiencia humana es tal que la reflexión sobre aquel axioma: “Dime cómo trabajas y te diré quién eres” seguramente puede resultar una abundante fuente de crecimiento personal.

UNA OBRA HUMANA

El hecho de ser actividad de una “persona”, es decir, de alguien consciente y libre, autónomo y responsable, le confiere al trabajo una dignidad especial. Posee en su misma esencia el valor de ser la obra de un hombre.

De modo que el fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, en cuanto es su autor. Con lo cual resulta claro que el patrón de medida de la valoración del trabajo es la dignidad del hombre que lo realiza y su finalidad última no es otra que el hombre mismo. Aquí está el verdadero sentido del trabajo y la mentalidad con que se debe pensar, valorar y actuar en este tema. En algunos enfoques ideológicos se habla del Trabajo como una entidad abstracta, económica o sindical, en la que pierde su esencia personal y se la reduce a una categoría sociológica. Pero ni el trabajo es una mercancía ni el hombre es un simple instrumento de producción. Sin desconocer la innegable dimensión social del trabajo, tema de importancia absoluta pero que no abordamos aquí, ha de ser irrenunciable el criterio de que la persona humana es sujeto y no objeto de su actividad. Y en otros casos se lo instrumenta como una mera promesa de campaña electoral.

Cuando llamamos “digno” al trabajo es porque es un bien que expresa su categoría humana. Por este motivo, ya los antiguos consideraron el espíritu de trabajo, la “laboriosidad”, como una “virtud”, una cualidad humana que perfecciona al hombre. Y alguna vez en nuestra educación nos enfatizaron que “la pereza es un vicio”.

En un mercado consumista, anónimo y de sola especulación, todo esto sencillamente es ignorado.

Es cierto que el sentido del trabajo ha sufrido distorsiones. Muchas veces se lo asocia solo con “el “sudor de la frente”, con el esfuerzo y la fatiga, las tensiones, crisis y conflictos, la injusticia social… La sabiduría popular lo acuñó en un término: “el laburo”.

Pero es cierto que en las empresas de nuestro tiempo, desde los altos niveles gerenciales hasta los más básicos, parece faltar una “dedicación” seria y responsable a la tarea, vivida como algo que tenga sentido y que se justifique por sí misma, con independencia del prestigio o de la aprobación social.

Si se trabaja solo por obligación, por necesidad económica, por lo que nos pagan o por el estatus que nos brinda, no se puede vivir el trabajo sino como una carga o un esfuerzo apenas tolerado, pero sin íntima satisfacción. Gran parte de las neurosis y otros trastornos psicológicos de la actualidad se deben a “no encontrarle sentido” a lo que uno hace. Y el mundo postmoderno, en su conjunto, con sus rasgos de incoherencia, superficialidad, inmediatismo y banalidad, da la impresión de constituir un verdadero “atentado” contra el trabajo genuino, cuando debiera ser, por el contrario, un tema clave de la educación.

Por otro lado, su valoración adquiere digna significación cuando se trabaja en algo que beneficia a otros: educando, curando, produciendo alimentos, transportando a personas, fabricando cosas útiles… En realidad, cuesta encontrar un trabajo que no redunde en algún bien para los demás.

Esa dignidad logra su culminación en la perspectiva espiritual cristiana donde su figura central es llamada por los de su tiempo “el hijo del carpintero”.

La historia moderna demuestra a las claras que la fortaleza y el crecimiento de un pueblo se construyen a través del espíritu de trabajo. ¿Conocemos algún país próspero que haya logrado esa situación sin esfuerzo ni voluntad, sino gracias al puro espíritu especulativo?

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Fuente: www.revistacriterio.com.ar

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