Envejecer no es lo que parece

Vivimos huyendo de lo verdaderamente vivo. Crecer y progresar no es lo mismo que evolucionar. El sistema socio-económico imperante hace de la vejez un proceso de agonía y empobrecimiento. La vida está donde estamos nosotros y en nosotros encontramos la oportunidad de transformarnos en seres plenamente vivos y despiertos.

“Espaldas contra la pared,
cuando los años y las arrugas sobre tu piel
vienen a tu encuentro.
Los pensamientos le quitan el lugar a las palabras.
Miradas bajas y llenas de miedo a quedarse solos.
En la curva de tus días ya no hay subida,
desciendes despacio a través de tus recuerdos.
Dejarán que tus pasos parezcan más lentos,
desesperadamente al margen de todas las corrientes.
Viejo, dirán que eres viejo,
con toda esa fuerza que hay en ti.
Viejo, cuando aún no es el final y tienes tanta vida
y tu alma la grita porque sabe que la tienes.
Pero te llamarán viejo y toda la rabia irrumpe en ti.
¿No hay más tiempo o ya no te lo dan?
Con todo lo que tienes para decir, mientras te estalla el corazón,
no tienes que hacer ruido, aún si hay tanto amor para dar a quien quieres de verdad.
Pero eres viejo y te quedas afuera, tus viejas convicciones ya no van más, las nuevas son mejores.

Espaldas contra la pared, de María Giuliana Nava

Cuando algún aspecto de nuestra misteriosa y multifacética vida nos asusta o nos produce rechazo, porque escapa a nuestra estrecha comprensión, lo invisibilizamos o lo convertimos en tabú. Incluso utilizamos ingeniosos eufemismos para no nombrar aquello de lo que no queremos enterarnos.

Así sucede con la tan temida vejez: la palabra viejo se ha convertido en un insulto —manifiesto o solapado según el contexto—, y para no insultar hablamos de “adultos mayores” (¿qué sería entonces un “adulto menor”?) o de la “tercera edad”, y como la expectativa de vida se ha prolongado cuarenta años, hasta se llega a hablar de la “cuarta edad”.

Lo cierto es que tememos tanto a la vejez como a la muerte, y cuanto mayor es el miedo, más persistimos en la ignorancia.

No es casual que tanto la niñez como la vejez sean, históricamente, los segmentos etarios más desatendidos y desconocidos en su naturaleza y potencial humano. No son útiles al sistema productivo, cuyas prácticas utilitarias y crueles constituyen la lógica del mercado. Son mundos silenciados: el de la niñez es la semilla que nadie ve y el último, el de la vejez, representa los frutos tardíos que casi nadie quiere.

¿En qué momento nos convertimos en viejos? ¿Por qué una etapa de la vida tan sagrada como cualquier otra se transforma en un devenir existencial tan devaluado y subestimado?

Como siempre, lo que determina nuestras circunstancias vitales es la mirada con que abordamos lo que nos sucede. Y las miradas observan según sus dioses y demonios imperantes. Aquello que nos agrada es lo que valoramos y lo que nos desagrada o disgusta, lo desvalorizamos o lo ignoramos. Se trata de un mecanismo psíquico primario y propio de la vida en sus comienzos. Crecer, tarde o temprano, crecemos todos, pero evolucionar y transformarnos es un destino universal que no siempre sucede. Una vida que se transforma adquiere dimensiones infinitamente más hondas y ricas.

TIEMPO DE CRECIMIENTO

Los ciclos de la vida humana siguen el mismo ritmo del universo; excepto en nuestra mente, nada está separado, todo está perfectamente unido. Es la pulsación vital que rige nuestra biología, nuestra vida emocional, mental y espiritual: expansión y contracción. Diástole y sístole; inhalación, exhalación; vigilia y sueño; salida y regreso; dar y recibir.

Con el nacimiento se inaugura el ciclo de la expansión: crecemos físicamente, mentalmente, en nuestras actividades y experiencias, atravesando las distintas etapas vitales. En esta incesante búsqueda para expandirnos y crecer, alimentamos deseos, ilusiones y un apetito voraz que nos impulsa a quererlo todo. Lo logremos o no, lo cierto es que nos vamos convirtiendo en “máquinas deseantes” en lugar de seres despiertos que eligen conscientemente el mayor bien para sí mismos y para los otros.

La sociedad que hemos construido se alimenta del deseo y del querer desmedido, fabrica ganadores y perdedores; ganar a expensas de que otros pierdan es el mecanismo que opera y maneja a la inmensa mayoría, que lo llama progreso. Cuando se confunde crecer con mera productividad, estamos aludiendo a un crecimiento externo; raramente se repara en un crecimiento íntegro, de adentro hacia afuera, un crecimiento que tenga raíces en nuestra rica interioridad.

La educación entera está basada en este criterio exitista y centrífugo: tener, hacer y parecer es lo que cuenta. No se cultiva lo más importante que es honrar nuestro verdadero ser. Nos agitamos, llenos de miedos, ansiedades y frustraciones, con el único propósito externo de ser aprobados por el afuera a través de un reconocimiento social, económico, intelectual e incluso moral y religioso. Nos hemos olvidado de nuestro propósito primordial: anclarnos en el ser que nos sostiene, solo así podemos desarrollar nuestras potencias.

Pasamos toda la vida —porque así nos lo enseñaron— apoyándonos y sosteniéndonos en cosas meramente externas: ilusoriamente creemos hallar nuestra identidad en el trabajo, en la posición socio-económica, en el conocimiento que hemos acumulado, que desde ya son medios que sirven para desarrollarnos pero nunca pueden ser fines en sí mismos.

Justo cuando pensamos haber logrado nuestro cometido en este mundo de excesos, se inicia el proceso de retorno. El retiro de esta “vida productiva” llamada jubilación, unido al debilitamiento o merma de las capacidades naturales que van cumpliendo su ciclo.

Hay quienes huyen hacia una idílica juventud perdida, con maquillajes psicológicos que no logran ocultar su desazón por el paso del tiempo. Para muchos otros, sobreviene el vacío existencial, la tristeza inmanejable o la depresión tan asociada a la vejez. Y “los años no vienen solos…”. Vienen cargados con todas las falsas creencias que nunca nos atrevimos a cuestionar aun si disminuían nuestras potencias.

Así como sucede con la adolescencia, denominada “la edad del pavo” por la desorientación emocional que la caracteriza, casi nadie advierte que ese modo de vivir adolescente es producto de una educación miope y limitante que coarta la posibilidad de experimentar una etapa de honda vitalidad y de creatividad como tendría que ser —y no precisamente poblada de jóvenes sin entusiasmo, perdidos y sin horizontes—. Del mismo modo, sucede con la vejez, siempre asociada a la tristeza, la impotencia y la desolación. Sin tener en cuenta que es producto también de la misma miopía de cómo aprendemos a vivir encorsetados por el miedo y los mandatos de una sociedad que solo necesita de nuestro rendimiento y productividad para mantener en funcionamiento un engranaje que se nos escapa y no nos pertenece —aunque la ilusión que se alimenta desde los medios masivos y del poder es que somos sus destinatarios—. Ya sabemos que en esta gran maquinaria los que ganan siempre son unos pocos y muchos los que pierden.

Cuando llega el momento de retirarse de este mundo supuestamente activo y productivo, miramos hacia adentro, nos angustiamos y nos asustamos porque no hemos cultivado nuestra interioridad y creemos que no tenemos nada más para ofrecer. Es en la interioridad donde radica nuestro verdadero poder y donde está el tesoro escondido de nuestro inmenso potencial. Esa vida interior tan desatendida por estar encandilados con “espejitos de colores”.

TIEMPO DE TRANSFORMACIÓN

Son pocas las personas que ven en este movimiento de retorno, en este retirarse de los “escenarios públicos y oficiales”, una oportunidad. La tristeza, la sensación de vacío y de soledad no solo se deben a la desatención del mundo que rodea a los ancianos; la razón fundamental es haber cercenado la propia e insustituible riqueza interna hecha de impulsos, sentimientos y pensamientos propios y no ajenos. “Yo comencé la muerte por soledad” (Víctor Hugo).

El solo hecho de no haber muerto no es prueba suficiente de que uno está vivo. Es la soledad del aislamiento la que tanto se padece en este mundo —sobre todo cuando se está acompañado—, pero ¿aislados de quién? De nosotros mismos, de nuestro auténtico ser. Estar vivo implica mucho más: es estar despiertos a la vida y no anestesiados por el conformismo y la resignación. Implica el coraje y el valor de enfrentar todo aquello que nos aleja de quienes realmente somos, de nuestra esencia. Cuando dejamos caer toda la falsedad, hecha de mandatos y creencias limitantes, que se han incrustado en nuestra alma, surge el resplandor de nuestra magnificencia y la alegría brota naturalmente.

Todos, en algún momento de la vida, tenemos la posibilidad de experimentarlo, y cuando ello sucede, ya no es posible volver a cerrar los ojos a la verdadera realidad. Nunca es tarde para el encuentro con nuestras genuinas potencias. Siempre la vida nos da oportunidades para llegar a ser quienes realmente somos. El camino de regreso debería ser la vuelta al verdadero hogar que está únicamente dentro de nosotros.

EL FINAL ES MI COMIENZO (*)

“Nosotros somos los invitados al jardín: de la vida, del amor, de la felicidad, de la alegría… No permaneceremos en él siempre, ni siempre nos parecerá en flor” (Antonio Gala).

No hay manera de escapar al misterio que nos rodea, y generalmente, cuando no comprendemos, intentamos apaciguar nuestros miedos. No obstante todas las maravillosas invenciones que se han pergeñado y dispuesto a lo largo de los siglos, hay un miedo primordial que, tardía o tempranamente, tenemos que enfrentar: lo desconocido.

Durante nuestro desarrollo vital, para pasar de una etapa a otra, lo viejo, el pasado, debe dejar lugar a lo nuevo; morir al pasado es el verdadero acto de transformación que puede acontecer en la vida de una persona. Pero ¿quién nos enseña a abrirnos a lo nuevo en una cultura que rinde tributo al pasado y sofoca cualquier posibilidad de cambio?

En esto radica el principal bloqueo humano: por miedo nos resistimos a dejar lo conocido para ensanchar nuestra comprensión y acceder a lo verdaderamente nuevo. Psicológicamente esto es una forma de morir, y morir es soltar lo que ya caducó para poder evolucionar.

“No hay resurrección sin una muerte que la preceda” (Olga Orozco).

Envejecer es un proceso de soltar: las funciones corporales van disminuyendo como también se van reduciendo las capacidades mentales. Es la vida misma que, con su intrínseca sabiduría, nos está invitando a retirarnos de este escenario terrenal.

El mayor extravío de la cultura occidental ha sido olvidar nuestra verdadera esencia, sumiéndonos en vertientes nihilistas que niegan la realidad de nuestro auténtico ser: la vida que somos y de la que no estamos separados. No hay finales, solo hay comienzos para los ojos que ven con un corazón abierto y un alma entregada a la vida.

(*) Título del film sobre la vida de Tiziano Terzani. Se encuentra disponible en youtube.

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Fuente: http://www.revistacriterio.com.ar

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