¿Es la Biblia un libro violento?

De ser esto así, ¿qué sentido tendría que los cristianos —que orientamos nuestro actuar por la Biblia— seamos considerados los adalides de la no-violencia?

¡Sí, qué duda cabe! La Biblia es un libro lleno de violencia, a escala micro y a escala macro, de principio a fin. En efecto, uno de los primeros relatos del libro del Génesis nos presenta un caso de violencia intrafamiliar: celos fratricidas llevan a Caín a asesinar a su hermano Abel. En el otro extremo, la Biblia concluye con el libro del Apocalipsis, donde cataclismos y destrucción de inusitada violencia adquieren magnitudes cósmicas. Sin hablar de la tortura ni de la muerte ignominiosa que sufre el Justo: Jesucristo, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, quien muere clavado en una cruz… ¡Prácticamente no hay página de la Biblia que no esté teñida de rojo, salpicada de sangre!

Lo grave del asunto es que no se trataría solo de casos aislados; es la historia bíblica misma la que pareciera verse impulsada por fuerzas destructivas, incluso auto-destructivas, que finalmente desembocan en la muerte. De ser esto así, ¿qué sentido tendría que los cristianos —que orientamos nuestro actuar por la Biblia— seamos considerados los adalides de la no-violencia? O, puesto de otra manera, cuando el Papa nos invita a orar por la paz en el mundo o por el cese del comercio internacional de armas, ¿no estaríamos acaso siendo incongruentes?

Si consideramos el Antiguo Testamento, ciertamente la violencia ocupa un lugar importantísimo no solo en los relatos, sino en la dinámica misma de los hechos, con el agravante de una aparente complicidad divina. La situación algo mejora en el Nuevo Testamento, donde aparecen otras pulsiones de sentido contrario, que apuntan a la vida, aunque sin conseguir desterrar del todo la violencia. Así las cosas, no pocos ven en el Dios veterotestamentario a un ser despiadado con los enemigos de su pueblo, que aplaca su furor en la sangre de animales ofrecidos en sacrificio y que solo muestra piedad y misericordia hacia los suyos; en contraposición, estaría el Dios de Jesucristo, que sería un Padre bondadoso, lleno de amor y perdón para todos. Pero una visión así, tan simplista, no ayuda demasiado.

Más útil resulta considerar las Escrituras desde una perspectiva canónica, donde el criterio interpretativo es la “totalidad”: es en el conjunto de todos los libros tenidos como inspirados donde se encuentra la verdad de la Revelación. No basta con tomar una parte de la Biblia, o un libro, o mucho menos una frase aislada; es necesario considerar el todo. Y dentro de esa totalidad la clave interpretativa no es otra que Jesucristo, quien arroja una luz definitiva sobre el conjunto de las Escrituras y sobre cada pasaje en particular.

Si aceptamos lo anterior, entonces la pregunta sería: ¿cómo enfrentó Jesucristo la violencia? Para responder esto, tomaremos el caso paradigmático de su propia condena a muerte, y muerte en cruz, máxima expresión de violencia contra su persona. En tres breves pasos, dejaremos que sea el mismo Jesús quien guíe nuestra respuesta.

En primer lugar, Jesús rechaza el uso de la violencia. Al momento de ser arrestado, Jesús reprende a Simón Pedro y le ordena envainar su espada, quien, haciendo uso de ella, había herido en la oreja a un sirviente del Sumo Sacerdote (Jn 18, 10-11).

En segundo lugar, Jesús muere implorando el perdón para sus verdugos. Ya en cruz, moribundo, una de las últimas palabras de Jesús antes de expirar las dirigió a su Padre; no pidió nada para sí, sino que imploró el perdón para quienes lo habían condenado a muerte, excusándolos en la ignorancia (Lc 23,34). En tercer lugar, ya resucitado, Jesús hace de la paz su “santo y seña”. En efecto, el saludo del Resucitado a sus incrédulos y temerosos discípulos no es otro que el de la paz, que se repite con marcada insistencia (Jn 20, 19.20.26; Lc 24, 36).

Podemos concluir, pues, que la paz constituye, si no el principal, al menos el primer don de Jesús Resucitado a su naciente Iglesia. Se trata de una paz nueva, “no como la da el mundo” (Jn 14, 27), sino de una paz que brota de la Resurrección, que nace de la Vida Nueva, que surge de haber vencido ya sobre la muerte y el pecado.

De esa paz somos portadores. ¡Y de esa paz tenemos no solo el derecho, sino el deber de comunicar a los demás! MSJ

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Fuente: Revista Mensaje n° 659, junio de 2017.

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