Euforia y entusiasmo

Necesitamos adrenalina, un placebo que nos narcotice para hacer más llevaderas las vicisitudes del día a día.

Podemos sucumbir ante un abatimiento crónico provocado por el ajetreo cotidiano. Las redes sociales, las expectativas de nuestro entorno, la tiranía de nuestra propia autoimagen… nos hacen sentir que solo valemos si logramos determinados objetivos. Y cada vez estas metas resultan más inalcanzables y, por tanto, más frustrantes.

Frente a este descalabro mental, necesitamos adrenalina, un placebo que nos narcotice para hacer más llevaderas las vicisitudes del día a día. Inmersos en una sociedad dominada por el desaliento necesitamos el contrapeso de la euforia. La música estridente, los encuentros deportivos, la polarización política, el delirio consumista, el frenesí hedonista… son recursos que nos rescatan, momentáneamente, del hastío existencial y nos elevan por encima de una realidad que no siempre nos resulta suficientemente atractiva.

La fantasía y la emoción nos exaltan por encima de nuestra mediocridad. Vivimos nuestros minutos de gloria. Nos invade una alegría efímera que nos levanta para luego dejarnos caer. Se enciende un fogonazo que nos suele conducir a la decepción.

Y la espiritualidad no se libra de esta trampa. Los discípulos de Jesús también vivieron —o sufrieron— esta tentación. Esperaban un mesías victorioso que les resolviera la vida. La entrada triunfal en Jerusalén, el Domingo de Ramos, fue la eclosión de una euforia sin fundamento.

Los acontecimientos se torcieron. El optimismo ingenuo dio paso a la consternación. Dejaron de ser populares y su misión había perdido el encanto. La deserción o el anonimato parecían la única salida.

No obstante, cuando todo se oscurece, un simple destello nos puede llenar de entusiasmo. Cuando alguien, perdido en el desierto, encuentra una brújula, no canta victoria antes de tiempo. Prosigue su andadura sabiendo que ha recibido la orientación adecuada.

Cuando todo se oscurece, un simple destello nos puede llenar de entusiasmo.

En Pentecostés los discípulos experimentaron la fuerza que brota de lo profundo, de la convicción de haber sido testigos de algo auténtico. No era un espejismo colectivo, ni la embriaguez de la que se les acusaba. Hallaron un centro de gravedad, un punto de equilibrio que les permitía sortear los escollos de la vida sin zozobrar. Existía una ruta que no se dejaba constreñir por el tedio de lo rutinario. Había una esperanza que eludía la euforia de las expectativas. Estaban entusiasmados, es decir, literalmente se sentían “inhabitados por el Espíritu de Dios”.


Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.

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