George Steiner, maestro de la palabra

Su formación excede los límites de Inglaterra: su patria, como diría Séneca, “es todo el mundo”. Por lo menos, el mundo occidental.

Bajar del tren y estar a orillas del río Cam trae la emoción de estar frente a otro río, el de la vasta tradición anglosajona. Escritores, artistas y pensadores de Cambridge riegan las tierras de nuestras bibliotecas. Nos han enseñado a imaginar y pensar, a rezar y a cantar. George Steiner es uno de sus más grandes exponentes todavía vivos. Su formación excede los límites de Inglaterra: su patria, como diría Séneca, “es todo el mundo”. Por lo menos, el mundo occidental. Nacido en París en 1929 en el seno de una familia judía de origen austríaco, exiliado en Nueva York durante su adolescencia y graduado en Oxford, conoce y habita dentro de las tradiciones judía y helénica, alemana, rusa y anglosajona. También dentro de la de Cervantes y la de nuestro Borges.

Viajé hasta Cambridge para conocerlo. Toqué el timbre y me presenté como un estudiante de la Argentina que quería hablar con el profesor. Me recibió Zara Steiner, su esposa, historiadora de la British Academy. Con delicadeza, me invitó a pasar. Tiempo después, mirando en Internet un encuentro de Steiner con Antonio Lobo Antunes, me enteré de que, por la misma puerta y guiado por la misma mujer, había entrado Borges. También el poeta argentino había querido conocer al maestro y dialogar con él. Justamente, en mis manos yo llevaba dos libros: El Hacedor, obra de madurez (acaso teológica) de Borges, y Errata, autobiografía y confesión de Steiner. El primero para regalar y el segundo para firmar. Steiner estaba vestido con ropa de deporte y creo que mi llegada, al principio, lo incomodó un poco. A sus 87 años, las morning-walks —como él mismo me dijo— son más una necesidad imperiosa que un placer. Y ni él ni su mujer esperaban la llegada de un estudiante argentino. Sin embargo, no dejó de sorprenderme su hospitalidad: me ofreció un té y una silla. Un té propiamente inglés, como no podía ser de otra manera.

Una anécdota de Errata lo describe bien. Cuando aún era estudiante, unos compañeros le pidieron que los ayudara a leer a Henry James y a James Joyce. Sin darse cuenta, se encontró a sí mismo conduciendo un seminario no autorizado sobre estos autores, cada noche, en un rincón oscuro del campus de la universidad. Cuenta, con emoción, que nunca podrá olvidar “la arremetida de silencio en el cuarto y el asombro en los rostros” de sus compañeros mientras leían con él(1). Los veía tomando notas, subrayando y llenando los márgenes con marcas y signos. Esa experiencia fue el fundamento de su vocación: “Se había hecho tarde y el aire del cuarto estaba viciado. Intenté bloquear las lágrimas absurdas. Hasta que las vi en algunos de sus rostros sin afeitar. En ese momento supe que yo podía invitar a otros al sentido. Fue un descubrimiento del destino. Desde esa noche en adelante cantaron para mí las Sirenas de la enseñanza y de la interpretación”(2).

Ese es George Steiner. Ese es el profesor que, antes de dejarme entrar en alguna cuestión académica, me preguntó a qué me dedicaba y si conocía al Papa Francisco. Pude sentir el respeto y la valoración hacia el Papa; después de todo, aun siendo parte de mundos distintos, ambos son hombres consagrados a la palabra. Una cosa llevó a la otra y llegamos a un deleite común: Borges. “Es un profeta para este siglo”, dijo. Y destacó su gusto por La Biblioteca de Babel, cuento que leyó en la colección inglesa Labyrinths a mediados de los años sesenta(3). Al pasar, y como si la cuestión no fuera demasiado importante, comentó que había escrito un artículo sobre nuestro poeta: Los tigres en el espejo(4). Prometí leerlo cuando volviera a orillas del Plata. “En Buenos Aires, mejor seguí leyendo al profeta”, propuso no sin cierta picardía.

Además de tener una vasta formación o, mejor dicho, con toda esa erudición, Steiner es un maestro de la lectura y de la interpretación. Un hombre que percibe el hecho estético y habita en él. En el libro Presencias reales(5) (puerta de entrada a su forma mentis) nos enseña a percibir el acontecimiento de lo bello. La alusión eucarística del título es evidente y la analogía no carece de osadía. Una obra de arte solo puede llamarse así si hay en ella una presencia, un algo o un alguien que es más que su autor y más que la suma de sus partes. Lo bello es aquello que irrumpe en lo real trayendo una novedad imposible de deducir e irreductible. Percibirlo con cortesía es el primer imperativo: estar en su presencia, dejarlo pasar y disponerse para que pueda desplegarse. Una vez acontecido el encuentro entre el que percibe y la presencia real del hecho estético, el arte transforma la vida, la hace cambiar de figura (transfigurarse) según la forma en ella impresa. Parafraseando a Kafka, el profesor del Churchill College, dice que un texto mayor, una pieza de arte o una composición musical, no solo exige una recepción que entienda; exige mucho más: demanda una reacción(6). No podía decirlo en otro lado que no fuera su autobiografía, porque su vida ha sido alimentada y transformada por el encuentro con lo bello.

Solo una vez dado ese paso (haber experimentado la pascua de la belleza), puede llegar a decirse algo sobre el hecho estético. Gramáticas de la creación(7), una edición de las Grifford Lectures dadas por Steiner en Glasgow en 1990, es quizá la mejor síntesis del autor sobre este tema. Cuando uno sale del teatro después de haber visto una obra de envergadura, por referirse solo a una de las artes, necesita hablar sobre ella y pronunciar el logos que allí se ha manifestado. El hecho estético exige esa palabra. Para decirlo con von Balthasar: en la dramática —que mira el ser transfigurado por la acción de la figura—, impera el logos. Esta palabra acerca de la obra de arte no puede sino ser una prolongación de la misma. No reduce la “presencia” a un concepto y no lo vuelve una idea. Es una prolongación en el tiempo de lo contemplado. Una palabra que, habiendo sido iluminada por una palabra mayor, ayuda a iluminar. Algo que solo logran hacer los poetas y aquellos que tienen el pathos poético, es decir, los que se dejaron tocar por el hecho estético.

No es necesario detenerse demasiado en las implicaciones teológicas que esta estética conlleva. Consecuencias que el mismo Steiner sugiere y explicita, por ejemplo, en Los logócratas(8). Basta con mostrar, dando lugar aquí también a von Balthasar, que el modo del encuentro con la Revelación, y por ende con Dios mismo, se compone de estos mismos movimientos: la percepción y recepción de la figura revelada, el involucramiento activo con lo revelado y la formulación teológica.

Una vez sentado frente a Steiner y a su mujer, y habiendo experimentado en carne propia la cortesía de la que habla en Presencias reales como si yo mismo fuera la obra de arte a la cual se recibe, quise darle las gracias. Le agradecí por sus libros, porque me enseñaron a leer. “¿Qué leíste?”, me preguntó. Con orgullo empecé a enumerar los libros de su autoría que había leído: los ya citados, y también Nostalgia del absoluto(9), El prefacio a la biblia hebrea(10) y La muerte de la tragedia(11), entre otros. Frenó mi exposición y volvió a inquirir: “¿Qué leíste?”. Se refería a las lecturas que él llama “de primera mano”, se refería no al comentario sino a la lectura, no a la glosa sino a la palabra original. “En serio te pregunto, ¿leíste algo?”. Me costó responder. Balbuceé algunos nombres que brillan en mi biblioteca (Rilke, Camus, los trágicos, algún teólogo), pero mientras hablaba me di cuenta… Supe que Steiner había señalado qué había que leer y cómo; caí en la cuenta de que yo había leído en verdad poco y que menos aún me había dejado transfigurar por ello. Al verlo sentado frente a mí, con una pipa y el libro de Borges que yo le regalé entre sus manos, supe también que todavía tengo tiempo y que la lectura “en espíritu y en verdad” es posible. Está ahí, en la distancia que media entre mí y la biblioteca de mi habitación.

(1) Steiner, Errata: el examen de una vida, Madrid, Ed. Siruela, 1998. He utilizado la edición original inglesa: Errata: an examined life, U.S., Yale University Press, 1998, 51.
(2) Ibíd. 52.
(3) L. Borges, Labyrinths, U.S., New directions, 1962.
(4) Artículo publicado en Extraterritorial: Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística, Madrid, Ed. Siruela, 2002.
(5) Presencias reales: ¿hay algo en lo que decimos?, Barcelona, Ed. Destino, 1992.
(6) Errata, 27.
(7) Gramáticas de la creación, Madrid, Ed. Siruela, 2001.
(8) Los logócratas, Madrid. Ed. Siruela, 2006.
(9) Nostalgia del absoluto, Madrid, Ed. Siruela, 2001.
(10) Un prefacio a la biblia hebrea, Madrid, Ed. Siruela, 2004.
(11) La muerte de la tragedia, Caracas, Monte Olivia, 1991.

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Fuente: www.revistacriterio.com.ar

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