Habitualmente decimos que alguien es goloso cuando le gusta el dulce. Asociamos la gula a la comida, con un punto de exceso. A dejarse llevar tanto por el apetito —que no tiene nada que ver con el hambre— que a uno le cuesta poner freno o límites. La gula tiene que ver con dejarse dominar por las apetencias, con ser incapaz de resistirse a los estímulos, con un dejarse llevar por el ansia. Es curioso, porque hoy en día probablemente la gula no está muy bien vista, pero no por una concepción moral de la vida, sino por una concepción estética, y es que provoca calorías y michelines.
¿Cuál es el problema? Que uno termina dominado por lo instintivo, por los estímulos que, en lugar de ofrecerte alternativas, poco menos que te empujan. Que uno, en lugar de valorar el alimento como bendición y como fuente de energía, de salud y de satisfacción, termina, cual voraz zampón, engullendo sin freno. Sin ser capaz de resistirte o de ser señor de tus apetencias. Pienso yo que el problema no es que te guste más o menos el chocolate, o darte un atracón de algo alguna vez. El problema es llegar a ese punto en el que uno deja de controlar sus apetitos, y se vuelve compulsivo, incapaz de tener cierto dominio sobre sí. Y esto no únicamente en lo relativo a la comida, sino a tantas otras apetencias que pueden convertirse en cadenas que nos atan.
¿Cabe una alternativa? Frente a esa ansiedad, la propuesta es la sobriedad. Con un punto de auto-exigencia. Se trata de darte el espacio y la perspectiva para valorar las cosas. Y de que lo excepcional, efectivamente lo sea. Se trata de disfrutar los sabores —de los alimentos y de la vida— como una bendición, como una posibilidad y como un regalo. Y se trata de no ser como una marioneta que se mueve al hilo de necesidades —demasiadas veces artificiales— sino persona, que es capaz de vivir con un poco de orden en el océano de las necesidades infinitas que, de otro modo, te terminan engullendo.
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Fuente: https://pastoralsj.org