Hacia una economía de la reconciliación

Compartimos el artículo publicado por Matthew Carnes sj, quien expone en la más reciente edición de Promotio Iustitiae, N° 124, cómo la situación actual ofrece una importante oportunidad para pensar en una economía basada en la solidaridad y la reconciliación.

La solidaridad y la afinidad de propósito —tanto entre naciones como dentro de cada una de ellas— parecen escasear en la economía mundial contemporánea. No obstante, la situación actual puede ofrecernos una importante oportunidad para pensar en modos nuevos y creativos sobre qué comporta una economía basada en la solidaridad y la reconciliación.

En 2016 asistimos a un cambio sin precedentes en la visión de las relaciones económicas internacionales; en ningún otro momento de los últimos setenta años se ha cuestionado más ampliamente la orientación básica de la economía. Con el voto en el Reino Unido a favor de abandonar la Unión Europea y el auge de los políticos nacionalistas en numerosos países, el aparente consenso en torno a un modelo liberal-capitalista de relaciones económicas —en el que se esperaba que el mercado abierto y la libre competencia propiciarían una prosperidad compartida— ha manifestado fisuras fundamentales. A antiguas preocupaciones sobre equidad e inclusión se ha sumado un creciente rechazo de la visión cosmopolita del mundo que el liberalismo parecía abrazar. Quizá por primera vez pensadores de todo el espectro político consideran ahora que el modelo económico dominante está roto, bien gravemente, de forma más circunstancial.

El modelo liberal dominó durante casi toda la posguerra, prometiendo fomentar la eficiencia y la productividad, y vincular a las naciones mediante tratados comerciales y ágiles flujos financieros. Este modelo abierto posibilitó un importante crecimiento: en ningún otro momento de la historia humana han salido tantas personas de la pobreza extrema. Este es un logro enorme. Pero el modelo no benefició a todas las personas por igual. Ni tampoco aseguró su estabilidad en mejores circunstancias. En vez de ello, la separación entre los miembros más prósperos y los menos prósperos de la sociedad ha crecido en la mayoría de los países del mundo. El estatus de clase media se ha revelado notablemente frágil, con frecuentes despidos y con los salarios sujetos a volatilidad y a la pérdida de capacidad adquisitiva como consecuencia de la inflación. Así, la economía ha producido un crecimiento increíble acompañado de una creciente brecha social de desigualdad.

Una respuesta ha sido el creciente nacionalismo, acentuando una percibida necesidad de proteger intereses nacionales por encima de intereses colectivos y, en muchos casos, redirigiendo recursos hacia grupos mayoritarios en perjuicio de las minorías. Ver a otras naciones como rivales y a los migrantes oriundos de ellas como menos dignos y en cierto modo sospechosos: este instinto busca arreglárselas en solitario y preocuparse de uno mismo (o de su país) en primer lugar. Eso es individualismo a gran escala, en el plano nacional, y se reproduce en el individualismo a pequeña escala, en el plano personal y grupal para las poblaciones étnica y religiosamente mayoritarias. El resultado es una cada vez mayor fractura y fragmentación de los vínculos sociales tanto global como localmente.

Sin embargo, una respuesta alternativa es proponer una economía de solidaridad y, para llegar a ella, una economía de la reconciliación. Tal es la respuesta que ofrecen tanto la Congregación General 36 de la Compañía de Jesús como el Papa Francisco, y se construye sobre la base del modelo económico liberal, al que, sin embargo, también cuestiona. Afirma la eficiencia y productividad del esfuerzo individual en el mercado, pero al mismo tiempo señala el papel esencial que corresponde a los Estados y a la cooperación internacional en el fomento de la participación inclusiva en la vida económica y social. Une el cuidado de las personas y el cuidado de la casa común, la Tierra, de un modo integral. Y llama a un esfuerzo concertado no solo para hacer el crecimiento futuro más equitativo y sostenible, sino para reparar las relaciones hoy rotas. Este es un proyecto atrevido y de largo alcance, y hay que admitir que necesita mucha mayor elaboración de la que puede esbozarse aquí. Pero la esperanza que anima estas breves líneas es hacer una modesta contribución a ese esfuerzo y suscitar el pensamiento y la acción creativos para afrontar las flagrantes divisiones de nuestra época.

¿Qué aspecto tendría una economía de la reconciliación? Se basa esencialmente en un doble pilar. El primero es la dignidad y el valor de todo ser humano, creado por Dios y destinado a florecer a través del uso de los dones y habilidades que le son singularmente propios. Y el segundo, la afirmación de que tal florecimiento acontece en lo que se llama el bien común. Tal como se desarrolla por extenso en la doctrina social de la Iglesia católica, el bien común es más que la mera suma de los bienes individuales de que disfrutan los diversos miembros de la sociedad. Implica necesariamente un bien social, el bien de la sociedad como un todo, en el que se cubren las necesidades de los más pobres de la sociedad a la vez que se persiguen el bienestar del medio ambiente y el bienestar de las generaciones futuras.

Esta visión es coherente en muchos sentidos con el modelo económico liberal de posguerra. La creatividad, la iniciativa y el trabajo individuales se valoran como fines en sí, pero también por la positiva contribución que realizan al crecimiento y la productividad generales. De igual modo, se considera que los beneficios obtenidos a través del intercambio y la colaboración desempeñan un papel crucial en la promoción del crecimiento común, así como de un sentimiento compartido de comunidad en el plano nacional e internacional. Las sociedades que capacitan a todos sus miembros para contribuir en la medida de lo posible —según su edad, salud y otras circunstancias— al bien común, se benefician no solo en sus vínculos de comunidad, sino también en su rendimiento global, porque no excluyen las contribuciones de nadie.

Pero una economía de la solidaridad y la reconciliación también reconoce que los seres humanos son diversos por naturaleza y desiguales por construcción social. Nacen con talentos variados y crecen en condiciones ampliamente divergentes en lo que atañe a oportunidades y recursos. Esta asimetría, encarnada en estructuras sociales existentes desde antiguo, se ha exacerbado aún más en las tres últimas décadas en virtud de una injusta distribución de capital. La riqueza se ha concentrado en manos de una pequeña minoría de la población mundial; cerca de la mitad de la población mundial no posee activos que pueda llamar propios. Además, la carga del uso de los recursos de la Tierra ha sido desigual: algunos padecen los efectos de la degradación medioambiental, el cambio climático y la contaminación de forma bastante más aguda que otros. Estas asimetrías se han construido a menudo sobre jerarquías sociales de raza, etnia, género y religión ya existentes, reforzándolas a su vez. Y por último, estas jerarquías se reflejan en —y son afianzadas por— las desiguales relaciones de poder en la esfera política.

Una economía de la solidaridad y la reconciliación debe buscar, pues, responder no a un ideal o a un conjunto hipotético de relaciones sociales, sino a la realidad actual de puntos de partida y resultados considerablemente heterogéneos. A tal fin, reconoce necesariamente Promotio Iustitiae n° 124, 2017/2 19, que debe realizarse un esfuerzo para abordar esas asimetrías; el modelo de mercado, por sí solo, no ha mostrado capacidad para asegurar suficientemente a todos los seres humanos el acceso a los recursos y a la igualdad de oportunidades. Es necesario acometer acciones adicionales —impulsadas no por el interés propio de quienes disponen de recursos, sino por una decidida “opción preferencial”— para promover activamente las oportunidades y el bienestar de aquellos a quienes su extracción social o sus circunstancias les han dificultado o minado el bienestar. Y, entre estos, hay que prestar especial atención a quienes no han participado de la prosperidad de los últimos años, sobre todo a quienes han sido desplazados o perjudicados por ella.

Algunos elementos de una economía de solidaridad y reconciliación gozan ya de amplio reconocimiento, pero precisan de una importante expansión y mejora. La atención sanitaria primaria y la educación de calidad son dos de las más provechosas y acreditadas inversiones que una sociedad puede hacer para mejorar la salud y el bienestar de sus ciudadanos. En particular, los servicios preventivos de salud, tales como vacunaciones y revisiones periódicas, especialmente para mujeres embarazadas y niños pequeños, incrementan en considerable medida la probabilidad de partos sanos y potencian el desarrollo físico y cognitivo. También los adultos se benefician enormemente del acceso fácil a médicos para atención preventiva, así como del asesoramiento sobre dieta y ejercicio; permanecen sanos hasta edad más avanzada y tienen menos probabilidades de sufrir problemas graves de salud y de necesitar cuidados prolongados. Permanecen en condiciones de llevar una vida productiva y de contribuir a las necesidades de sus familias. Sin embargo, demasiados países son incapaces de ofrecer estos servicios o no tienen voluntad de hacerlo. Una economía de solidaridad reconoce que la atención sanitaria es una necesidad de por vida que es difícil, por no decir imposible, que el individuo pueda cubrir por sí mismo. Más bien se necesitan mecanismos compartidos de seguro —a menudo coordinados o gestionados por el Estado— para que todos los ciudadanos puedan ser adecuadamente protegidos y capacitados para realizar su pleno potencial.

Análogamente, la educación es fundamental para una economía de reconciliación. Debe ser universal, de alta calidad y adaptada a las necesidades de las economías locales. También tiene que recurrir a —y alentar— el cultivo de lo mejor de nuestra condición humana, sirviéndose no solo de las habilidades productivas, sino también de las maravillas de las artes y las ciencias, suscitando nuestra curiosidad y asombro intelectual. Y la educación será cada vez más una necesidad de por vida. Puesto que los mercados cambian rápidamente y se destruyen puestos de trabajo y se crean otros nuevos, los individuos necesitan oportunidades para ampliar y mejorar durante su vida los conjuntos de habilidades que poseen. Las nuevas tecnologías son fuerzas de tremenda creatividad, pero también traen consigo disrupciones y desplazamientos. Así pues, una economía de solidaridad fomentará la educación no solo para los jóvenes, aunque esto tenga especial prioridad, sino que buscará también ampliar las oportunidades para que trabajadores ya en la mitad de su vida laboral o incluso mayores adquieran nuevas habilidades y conocimientos y crezcan intelectualmente a lo largo de toda su vida.

La experiencia reciente de varios países ha indicado el camino hacia políticas capaces de incrementar el uso y los beneficios tanto de la atención sanitaria como de la educación. En primer lugar, los Estados han implementado programas de prestaciones sociales cuidadosamente elegidos y diseñados. Un ramal de estos programas, las llamadas prestaciones monetarias condicionadas, conceden pequeñas ayudas mensuales en efectivo a determinadas familias, asegurando así que los hijos de estas reciben atención médica periódica, son vacunados, siguen matriculados en la escuela y asisten a clases. Estas ayudas compensan el costo del tiempo o trabajo que se pierde por acudir a las citas médicas o ir a la escuela y garantizan que los gastos en material básico como uniformes y cuadernos no impiden la escolarización de ningún niño. Se ha demostrado que estas trasferencias aumentan el número de años que los alumnos permanecen en la escuela (en vez de ingresar prematuramente en la fuerza de trabajo), elevan el nivel nutricional de la familia y están asociados a una mejor salud durante la infancia. Y lo hacen con un costo relativamente bajo, en especial si se compara con los gastos que conllevan los programas sociales tradicionales.

Sin embargo, el Estado no es el único agente que desempeña un papel importante en la economía de solidaridad y reconciliación. Agentes del sector privado y ONG han adoptado una variedad de soluciones crediticias que facilitan el acceso a recursos financieros a pequeños productores que de otro modo estarían excluidos del mercado bancario. Tales soluciones crediticias han desencadenado una increíble creatividad y productividad —en un espíritu empresarial— en personas, especialmente mujeres, cuyas vidas se habían desarrollado hasta entonces en los márgenes de la economía. Ampliar el acceso al crédito y ofrecer educación financiera y empresarial —así como protección jurídica contra préstamos abusivos— a quienes hacen uso de él, ha propiciado la aparición de un nuevo dinamismo. Estas medidas tienen potencial para hacer mucho más.

Pero, aún más radicalmente, una economía de solidaridad y reconciliación bien puede requerir un paso adicional. Podría conllevar la necesidad de un reconocimiento explícito de —e incluso la petición de perdón por— el importante daño infringido a las relaciones sociales y al planeta en nombre de la economía. Si nuestro mundo está de hecho más fracturado que en cualquier otro momento de las últimas décadas, entonces se impone realizar un esfuerzo concertado por afrontar esa fractura (o conjunto de fracturas). Y al igual que todas las reconciliaciones con sentido, tal esfuerzo exigirá un firme compromiso de corregir algunas cosas. Esto no tiene por qué ser una suerte de culpabilización o vilipendio de este o aquel grupo en particular. En lugar de ello, implicará solidaridad y un esfuerzo compartido por asegurar no solo la inclusión, sino la centralidad de quienes han sido excluidos o desplazados.

Una economía de solidaridad situaría en realidad a estas personas y los entornos en los que viven en el centro de los debates económicos; ello vale en especial para las mujeres, los indígenas y los refugiados. De hecho, el Papa Francisco ha subrayado en Laudato Si’ que tales personas deben ser los protagonistas y los “principales interlocutores” a la hora de interpelar a la economía. Las opciones reales, con costos reales, para afrontar sus necesidades y las necesidades del planeta han de tener preferencia sobre otras que podrían beneficiar a quienes ya gozan de seguridad y salud. Es muy posible que resulten necesarios un sacrificio compartido e incluso alguna suerte de reparaciones para alcanzar la reconciliación social, y juntos restaurar y reponer el ecosistema del planeta. Y es probable que haya que modificar las pautas de consumo para que el uso que hacemos de los recursos naturales sea sostenible y no merme las capacidades de las generaciones futuras.

Así pues, una economía de la solidaridad y la reconciliación supondrá un importante cambio con respecto a gran parte del modelo liberal existente y sus excesos. Al tiempo que mantiene el reconocimiento del trabajo y la creatividad humanos, añade necesariamente un sentido de la responsabilidad para garantizar que a todas las personas —que nacen diferentes y son conformadas por sus circunstancias sociales— se les brinda la oportunidad de desarrollar en plenitud su cuerpo, su mente y su familia. De cara a este esfuerzo, considera esenciales al sector público y al privado, pero también a la sociedad civil. Y añade otra tarea crucial: afrontar el mundo roto, tanto en el plano social como en el medioambiental, que hemos heredado. La prueba de una economía de la solidaridad y la reconciliación consistirá en su capacidad de responder a las necesidades reales de un nuevo conjunto de protagonistas. Las voces de estos crearán nuevas oportunidades y ayudarán a establecer el tono para un nuevo modelo de vida económica.

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Fuente: http://www.cpalsocial.org / http://www.sjweb.info/documents/sjs/pj/docs_pdf/PJ_124_ESP.pdf

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