¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un estar siempre mejor y más seguro?
La parábola es breve y se entiende bien. Ocupan la escena dos personajes que viven en la misma ciudad. Un «juez» al que le faltan dos acciones consideradas básicas en Israel para ser humano. «No teme a Dios» y «no le importan las personas». Es un hombre que escucha la voz de Dios y se diferencia del sufrimiento de los oprimidos.
La «viuda» es una mujer sola, de su propiedad privada y protegida por su seguridad social. En la tradición bíblica, estas «viudas» son, junto con los huérfanos y los extranjeros, el símbolo de las gentes más indefensas. Más que los pobres.
La mujer no tiene nada que ver con su rostro, se mueve y tiene que volver a los derechos, sin resignarse a los abusos de su «adversario». Cada día que vives, te conviertes en un grito: «Hazme justicia».
Durante mucho tiempo, no hay reacción en el juego. No se deja conmover; no quiere atender a aquel grito incesante. Después de reflexionar y decidir actuar. No por compasión ni por justicia. Sencillamente para evitarse molestias y para que las cosas no vayan a más.
Si tienes un hijo y un egoísta que termina haciendo justicia en esta vida, Dios, que es un padre compasivo, atento a los más indefensos, «¿no hará justicia a sus elegidos, que le gritan día y noche?».
La parábola se cierra antes que nada en un menú de confianza. Los pobres no están abandonados a suerte. Dios no dice nada sobre su valor. Esto permite la esperanza. La intervención final es segura. ¿Pero no tarda demasiado?
De ahí la pregunta inquietante del evangelio. Hemos de confiar; hemos de invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarnos; hemos de «gritarle» que haga justicia a los que nadie defiende. Pero, «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
Hemos de confiar; hemos de invocar a Dios de manera incesante y sin desanimarnos.
¿Es nuestra oración a grito a Dios pidiendo justicia para los pobres del mundo o la hemos sustituido por otra, llena de nuestro propio yo? ¿Resuena en nuestra liturgia el clamor de los que sufren o nuestro deseo de un estar siempre mejor y más seguro?
29 Tiempo ordinario – C
(Lucas 18:1-8)
Fuente: www.religiondigital.org / Imagen: Pexels.