La fe de las mujeres sigue viva, latiendo en lo cotidiano.
Domingo 26 de octubre de 2025
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 18, 9-14.
Refiriéndose a algunas personas que se tenían por justas y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola:
Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».
En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!».
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque toda persona que se eleva será humillada, y quien se humilla será elevado.
Palabra del Señor
«Hay quienes tratan de elevar su alma como quien se dedica a saltar continuamente, con la esperanza de que, a fuerza de saltar cada vez más alto, llegue el día en que alcance el cielo para no volver a caer. Ocupado en ello, no puede mirar al cielo. Los seres humanos no podemos dar un solo paso hacia el cielo. La dirección vertical nos está prohibida. Pero si miramos largamente al cielo, Dios desciende y nos toma fácilmente. Hay en la salvación una facilidad más difícil para nosotros que todos los esfuerzos» —Simone Weil.
Cada domingo el Evangelio nos ofrece una oportunidad para volver a lo esencial. Esta vez, Jesús nos invita a mirar con qué corazón nos presentamos ante Dios.
Desde mi propia búsqueda, y acompañada de las voces y experiencias de tantas mujeres, en particular, con las que compartimos este fin de semana el VI Encuentro Nacional de Mujeres Iglesia Chile: «Mujeres esperanzando en diálogo sinodal», quiero compartir con sencillez lo que resuena en mí ante este texto.
Me detengo un momento en la frase con la que comienza: «Dijo esta parábola por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás». Una mujer muy sabia me dijo una vez que, para conocer al Jesús de la vida ordinaria, ayudaba contemplar qué tuvo que haber vivido Él para contar lo que contó; y es el modo de orar que en este último tiempo me ha ido acompañando. Por eso, lo primero que resuena en mí es que quizás, al narrar esta parábola, Jesús está relatando algo que vivió en carne propia: haber sido juzgado por su modo de orar, por llamar a Dios «Abbá», por acercarse y tocar a quienes el sistema religioso marginaba, por sanar cuando no «correspondía».
Jesús conoció el peso de la mirada que condena. Por eso, su palabra no es una lección moral, sino una revelación: Dios escucha el clamor humilde, no la soberbia que se disfraza de oración. Como diría, una gran maestra de vida y oración, Teresa de Jesús: «Mientras más se abaja un alma en la oración, más la sube Dios» (Libro de la Vida 22,11).
Jesús conoció el peso de la mirada que condena. Por eso, su palabra no es una lección moral, sino una revelación.
Siguiendo con el relato, reconozco que también está el riesgo de caer en la trampa de pensar que «yo no soy como ese fariseo». Nos resulta fácil sentir rechazo hacia su actitud y ubicarnos del lado del publicano. Sin embargo, ¿cuántas veces no nos sorprendemos a nosotras mismas criticando, juzgando o descalificando a quienes piensan distinto? A veces lo hacemos en contextos sociales, a veces dentro de la misma Iglesia, cuando señalamos a otros por ser «demasiado conservadores» o «demasiado progresistas», o «demasiado abiertos», o simplemente faltamos el respeto a una forma de religiosidad popular o expresión de la fe, preguntándonos en nuestro interior si esto «es cristiano». En el fondo, también podemos creernos mejores, más conscientes, más verdaderas. Esta parábola nos invita a mirarnos con honestidad y a reconocer que todas llevamos dentro algo de «farisea» y algo de «publicana».
Al seguir con esta reflexión, y con el corazón «esperanzado», conecto también con muchos relatos presenciados en el VI Encuentro Nacional de Mujeres Iglesia Chile, y en otros contextos en los que comparto con mujeres de fe; donde hay muchas mujeres que siguen siendo un pilar fundamental de sus comunidades, pero donde también es habitual escuchar relatos de mujeres que alguna vez participaron con gozo en su comunidad religiosa, pero que luego —por haber alzado la voz, por haber tomado distancia de un abuso, por optar de mantener unida a su familia cuando un sacerdote le pidiera separarse del padre de sus hijos para poder comulgar, o por no aceptar el sometimiento— decidieron alejarse. Mujeres que no comprendemos la exclusión de los ministerios ordenados que la jerarquía sigue imponiendo a tantas mujeres que sienten la vocación para ellos. Mujeres que se han sentido juzgadas, miradas por encima del hombro, silenciadas una y otra vez, hasta decidir no volver. Mujeres que experimentamos la necesidad de una liturgia que incorpore formas de oración corporales, nuevos símbolos y signos, pero especialmente, de una doctrina que deje de condenar el cuerpo. Tantas mujeres que, con dolor y esperanza, dicen: «ese ya no es un lugar para mí».
Sin embargo, la Ruaj de Jesús nos alcanza donde estemos, es ahí, desde otras formas de vivir la fe, donde Mujeres Iglesia se presenta como un espacio donde tantas mujeres podemos conectar con lo profundo de la fe. Un espacio donde seguimos encarnando la comunidad de Jesús cuando compartimos la fe, cuando sostenemos la esperanza unas de otras, cuando anunciamos la Buena Noticia con nuestras vidas.
Eso lo experimentamos estos días compartidos en Lebu en el VI Encuentro Nacional y quisiéramos que tantas más lo puedan vivir, porque la Ruaj, el aliento de vida y creatividad de Dios no está presa en los muros. La Iglesia se sigue construyendo también en los márgenes, donde florece la fe de las mujeres que no se resignan.
Esta parábola habla de humildad, pero no de esa humildad distorsionada que tantas veces se nos ha impuesto para mantenernos calladas o en un lugar secundario. Teresa de Jesús lo dijo con claridad: «humildad es andar en verdad» (6º Moradas 10,7). Nuestra verdad como mujeres de fe es lo que se nos ha regalado desde el bautismo: somos sacerdotisas, profetisas y reinas. Andar en verdad es reconocer quiénes somos y, desde ahí, ponernos de pie. Nuestra verdad de mujeres, es la que anunció Jesús: somos iguales en dignidad, portadoras también nosotras de la Buena Noticia.
Esa es la verdad que el Evangelio proclama y que el patriarcado intentó negociar, olvidar o domesticar. Pero no pudo. Porque la fe de las mujeres sigue viva, latiendo en lo cotidiano, en la mesa compartida, en la palabra que sana, en la oración que nace de las que nos atrevemos a creer que nuestro cuerpo también es templo del Espíritu Santo, es miembro del Cuerpo de Cristo.
Fuente: Mujeres Iglesia Chile / Imagen: VI Encuentro Nacional Mujeres Iglesia Chile.