No siempre la fama es una buena compañera de camino, porque nos hace perder de vista nuestros pies de barro, la fragilidad que se esconde tras la gloria de los éxitos.
La muerte de Diego Armando Maradona, a este lado del Atlántico es el lamento por un ídolo de juventud de muchos, por la pérdida de una persona de la que tenemos más recientes sus desaciertos y dificultades que los logros de una carrera deportiva meteórica.
En Argentina ha muerto un ídolo nacional, un héroe que marcó a varias generaciones y, pese a los errores posteriores, ha seguido siendo un referente nacional en un país en el que el fútbol es religión y Maradona, un «dios». Ojalá la magia con la que hizo vibrar a varias generaciones y a todo un país, y casi un continente, prevalezca sobre las últimas imágenes que tenemos de él.
Quizás la grandeza futbolística de Maradona, y a la vez sus graves problemas, vinieron por reconocer que su extraordinaria habilidad con un balón en los pies era capaz de hacer feliz a mucha gente, y por intentar mantenerse ahí arriba. Pero esa responsabilidad le sobrepasó, y la vida fuera del campo, fuera del lugar donde se sentía fuerte y maravillosamente capaz, se le hizo cuesta arriba en muchos momentos.
No siempre la fama es una buena compañera de camino, porque nos hace perder de vista nuestros pies de barro, la fragilidad que se esconde tras la gloria de los éxitos. Aunque en algún momento el Pelusa pudo reconocer sus problemas y saber que era algo más que una «máquina de felicidad», como él mismo dijo en alguna ocasión.
Hubo un tiempo en que Maradona fue un héroe. Su caída en el abismo de las adicciones y su incapacidad para salir de ahí nos hablan de los riesgos de una vida de ensueño.
Tanto de error tendría mitificarle como persona ejemplar, como eliminar su memoria por sus caídas. Hoy toca agradecer el mucho bien recibido por su talento, aprender de sus errores, y también respetar su memoria sin hacer leña del ídolo caído.
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Fuente: https://pastoralsj.org