JMJ, ¿Woodstock católico o fiesta de la fe?

En Panamá, Francisco y su primavera sigue cautivando a los jóvenes y enviando a las “periferias existenciales”. El objetivo no es seducir a los jóvenes rebajando la esencia del Evangelio de Jesús.

De pequeña fiesta creyente a gran encuentro planetario. La Jornada Mundial de la Juventud, que comenzó en 1986 en Roma, ha ido creciendo como un gigante, para convertirse en una especie de “Woodstock católico”, para unos, y en “multitudinaria fiesta de la fe”, para otros. Siempre en vilo, entre lo humano y lo divino, entre Dios y la “rave party”, entre la espectacularización de la fe y el encuentro íntimo con Cristo.

Un riesgo del que advertía, hace ya unos años, el cardenal hondureño Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga: “La JMJ no es un Woodstock católico sin droga, sin alcohol, como algunos dicen, sino un testimonio del Espíritu Santo”.

Por eso el Papa, en su primer multitudinario encuentro con los jóvenes, en la Cinta Costera de la ciudad de Panamá, quiso dejar bien claro que su objetivo para recuperar a los jóvenes (tan alejados de una institución que, a pesar de las JMJ, no supo retenerlos) no es una Iglesia “cool”, capaz de atraer a los millennials solo con cantos, música y fuegos de artificio.

Porque, para Francisco, una cosa es “armar lío”, conquistar la calle para Dios y sembrar esperanza y compromiso evangélico en el corazón audaz de los jóvenes, y otra es convertir a la Iglesia en una macro organizadora de eventos multitudinarios, con los que ni los Juegos Olímpicos pueden competir.

El objetivo no es seducir a los jóvenes rebajando la esencia del Evangelio de Jesús. No se trata de presentarles una Iglesia “divertida” o “más decorativa”, para seducirlos y que vuelvan al redil eclesial. Porque las doctrinas cambian y tienen que adecuarse a los tiempos (algo que también están esperando los jóvenes), pero la radicalidad del seguimiento de Jesús sigue siendo siempre la misma.

Y es que el acto de creer no consiste en someter la mente y la voluntad a lo que dicen los curas, ni siquiera los obispos y los Papas. La fe no es la verdad que predica, interpreta y enseña la jerarquía (que también). Una fe auténtica y seductora para la juventud del siglo XXI pasa por liberar al Evangelio de ser un mero instrumento litúrgico, para convertirlo, como dice el teólogo José María Castillo (en su nuevo libro El Evangelio marginado, publicado por Desclée), en “un proyecto de vida que nos marca cómo hay que vivir el seguimiento de Jesús”.

Porque, como ya postulaba el célebre teólogo alemán D. Bonhoeffer, “un cristianismo sin seguimiento es un cristianismo sin Jesús el Cristo; una mera idea, un mito”.

Con esta propuesta evangélica es con la que el Papa invitó, una vez más, a los jóvenes a agarrarse a Cristo y a los obispos de todo el mundo (al hablar a los que están aquí presentes), a salir de su burbuja, pisar la realidad, acercarse a los adolescentes, compartir sus vidas y ofrecerles una nueva esperanza.

“Róbenselos a la calle antes de que sea la cultura de muerte la que, vendiéndoles humo y mágicas soluciones, se apodere y aproveche de su imaginación”, les instó Francisco. Para que, prelados y jóvenes, de nuevo juntos, puedan bailar “la rumba” de la vida, basada en la cultura del encuentro y en seguir las huellas del Nazareno.

Esa es también la receta que ofrece o la tendencia que marca la JMJ. Una Iglesia envejecida, sobre todo en la secularizada Europa, se propuso, de la mano del Papa Wojtyla, recuperar a la juventud para la causa de Cristo. Ese ha sido siempre el principal objetivo. Y para conseguirlo se mezcló, con esa sabiduría que solo tiene una institución bimilenaria como la católica, la fiesta y la oración, lo sacro y lo profano. Una combinación atinada de tradición (misa, vía crucis, confesión, hora santa, vigilias de oración) con todos los recursos del espectáculo moderno: conciertos, obras de teatro, escenificaciones y hasta flashmob.

Los jóvenes, siempre ansiosos por viajar y conocer mundo, se encuentran con compañeros de otras latitudes, razas y culturas y, unidos, comparten el regalo de la fe, que es lo que más los une por encima de cualquier otra diferencia. Y, al hacerlo, se robustecen y afianzan en su ser creyente. Y sienten el orgullo de la fe compartida.

En Panamá, Francisco y su primavera les sigue cautivando y enviando a las “periferias existenciales”, para dar testimonio sencillo y cercano de un Dios de la esperanza y de una Iglesia samaritana y misericordiosa, siempre atenta a los más pobres. De Panamá al cielo.

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Fuente: www.periodistadigital.com/religion

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