Desde la espiritualidad ignaciana que intento seguir, la solución parece tan simple como difícil: que cada uno mire allí donde no quiere mirar: no a ese único punto en el que tiene fijos los ojos, sino a eso otro punto (propio o ajeno) que de ningún modo quiere ver. Pero esto han de hacerlo todos.
Dijo hace poco el Papa Francisco que estamos ante una “tercera guerra mundial”, pero que hoy las guerras tienen otro formato, distinto de las clásicas. Me pregunto si eso mismo será aplicable a la situación española: ¿estamos en una nueva guerra civil? Aunque quizá hemos progresado algo y ya no se dispara con armas de fuego sino con fuego de afectos.
En cualquier caso, quizá valga la pena recordar las célebres palabras de Pío XII en los años cuarenta: “Nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la guerra”. Temo que vayamos a perderlo todo: porque, en este tipo de guerras, ya no hay vencedores ni vencidos: solo víctimas por ambas partes, unas más a corto y otras más a largo plazo.
Es muy probable que la guerra no sea propiamente entre Cataluña y el resto de España, sino entre los descendientes de aquellos locos que gritaban “antes roja que rota” y los otros locos que cantaban: “de la sang dels castellans, en farem tinta vermella” (haremos tinta roja con la sangre de los castellanos) y que, más que representar, suplantan a sus respectivos pueblos. Ambos grupos muestran que el fanatismo es el único campo donde se cumple aquello de que “todos los hombres son iguales”.
Así, frente a un Rajoy vengativo que parece buscar solo la humillación del rival, aparece un Puigdemont vanidoso que “ya se siente presidente de un país libre” (según declaró a la revista Bild); al menos Artur Mas había dicho que el día en que se declarara la independencia, renunciaría él a ser presidente.
Por si fuera poco, el discurso del rey (que hasta ahora siempre me había parecido correcto en sus actuaciones, y que esta vez parecía escrito por Rajoy), ha venido a echar más leña al fuego. De modo que “éramos pocos y parió la monarquía”, si me dejan parodiar aquel dicho castizo sobre la abuela.
Hasta ahora he gritado contra la hipocresía de Rajoy, porque todo lo que ha ocurrido se veía venir y él prefería no verlo. Pero creo que ha llegado el momento de gritar también contra la bajeza de Junqueras y Puigdemont, que sabían perfectamente que estaban violando el Estatut de Cataluña, saben también que los datos referendarios que ofrecen no pueden tener validez jurídica y que la declaración unilateral de independencia es un riesgo mayor que construir una central nuclear en una zona sísmica. Pero siguen empujando a su pueblo hacia un Chernóbil político, mientras fingen obedecerle.
En ese contexto, permítaseme una comparación con el proceso que llevó hasta algo tan increíble como la Alemania de Hitler. Aclaro de entrada aquella sabia precisión latina: “comparatio non tenet in omnibus” (una comparación no vale en todos los puntos). Por tanto, no estoy queriendo decir que Junqueras y Puigdemont sean nazis, ni que busquen un imperio, ni que vayan a eliminar judíos o a instaurar una dictadura. No digo nada de eso (aunque me acusarán de haberlo dicho).
¿Dónde está pues la comparación? En los estados de ánimo: en el tratado de Versalles en 1919, Alemania había sido víctima de una paz injusta y humillante. La república de Weimar podría haber ido funcionando como terapia lenta, a menos que apareciera un loco que se aprovechase de los sentimientos heridos. Pero ese loco apareció y todos le siguieron mecidos e ilusionados por sus promesas. Luego hemos dicho muy alegremente que los alemanes eran racistas, cuando solo habían sido engañados y llevados a un callejón sin salida, donde había que jugarse la vida propia y la de la familia, si uno quería hablar en favor de la justicia. Por eso prefirieron no saber y luego ocultar avergonzados la pasión que habían sentido por el Führer.
Del mismo modo, no es que los catalanes sean desleales, ni que no amen a los españoles (quizá los quieran más que algunos españoles a los catalanes); es simplemente que unos iluminados les han ofrecido el bálsamo de Fierabrás, “que con solo una gota sea ahorran tiempo y medicinas”, como pretendía don Alonso Quijano.
En esta misma dirección, Puigdemont y Junqueras han sido como donjuanes que seducen a doña Inés y luego se limitan a repetir: “es lo que ella quería”. Daba pena daba oír algunas voces ilusionadas tras la manifestación del pasado 11 de septiembre, que decían: el año que viene ya será distinto y celebraremos este día en una Catalunya libre y feliz. ¡Qué contraste con el pánico irracional que ha comenzado a gestarse hoy ante el anuncio de que el Banco Sabadell traslada su sede social a Alicante y quizá no sea el único!
Ya comienza a hablarse de corralitos y hay gente que quiere sacar sus depósitos bancarios cuanto antes, con riesgo de producir eso que se llama profecías autocumplidas, tan típicas del miedo. Es posible que Junqueras y Puigdemont suscriban aquellas palabras que oí a una religiosa: “prefiero pasar hambre siendo independiente, que comer siendo española”. Respetable; pero una decisión de esas ¿puede imponerse a todo un pueblo sin haberle avisado antes?
Soy consciente de cuántas bofetadas van a traerme estas líneas. Pero, si siempre he creído que debía solidarizarme con una Cataluña maltratada por el PP (verdadero culpable de las atrocidades policiales del pasado domingo), creo que ahora debo solidarizarme con esa media Cataluña maltratada por la otra media: con Isabel Coixet (cuyo artículo del miércoles en El País llenaba de tristeza), con Ángels Barceló, con Joan Manel Serrat, con Pere Casaldáliga (que hasta ayer seguía “lúcido a pesar de su párkinson y que ahora de repente “se ha vuelto chocho”) y con los pobres niños, hijos de policías o de padres no independentistas, cuyas infancias han sido destrozadas y de los que uno ya no sabe cómo cuajarán en personas, sin que nadie diga que eso del bullying también tiene aplicación aquí.
Ignacio de Loyola tiene fama de buen psicólogo. Desde la espiritualidad ignaciana que intento seguir, la solución parece tan simple como difícil: que cada uno mire allí donde no quiere mirar: no a ese único punto en el que tiene fijos los ojos, sino a eso otro punto (propio o ajeno) que de ningún modo quiere ver. Pero esto han de hacerlo todos.
El artículo citado de Isabel Coixet lo recomendé a un amigo y me contestó que no valía la pena leerlo porque, “siendo de El País, ya se sabe lo que dirá”. Eso es exactamente lo que no hay que hacer y lo que somos más inclinados a hacer: desautorizar los argumentos no por lo que dicen sino por quién los dice.
El evangelio de Lucas cuenta una escena, aplicable a lo que estoy queriendo decir: Jesús parte con los suyos de Galilea a Judea y, al atravesar Samaria, son maltratados y mal recibidos por los samaritanos. Esto lo deja muy claro el texto. Entonces, dos de los discípulos más significativos (Santiago y Juan) reaccionan de una manera desproporcionada y vengativa. Jesús “les riñó” por eso. Y algunos manuscritos dan palabras a esa riña: “No sabéis de qué espíritu sois”. Pues bien, hermanos Junqueras y Puigdemont, en otros aspectos podéis ser tan excelentes personas como Santiago y Juan. Pero en este tema concreto “no sabéis de qué espíritu sois”.
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Fuente: www.periodistadigital.com/religion