Jóvenes de la generación de cristal

Tres rasgos que, en mi experiencia, considero caracterizan a los jóvenes de esta generación.

Se dice que los jóvenes de la generación de cristal son todos los nacidos después del año 2000. Son jóvenes que nacieron con acompañados por la tecnología y moldeados por las redes sociales; con poco interés por la lectura y menos aún por la cultura. Sus intereses están en lo audiovisual y en lo que les genere sensaciones placenteras inmediatas. Según los antropólogos, los padres de estos jóvenes pertenecieron a la llamada generación “X”, integrada por personas que sufrieron carencias, vivieron muchas restricciones y fueron víctimas de una disciplina familiar muy estricta; por lo tanto, han querido educar a sus hijos bajo el principio de “no quiero que mi hijo sufra lo que yo sufrí”; “me esforzaré por dar a mi hijo todo lo que yo no tuve sin importar ningún sacrificio”. Son hijos de aquellos padres que, cuando su bebé lloraba, le entregaban el teléfono móvil para entretenerlo con videos.

Así pues, trabajando en la Pastoral Juvenil he tenido la gracia caminar al lado de muchos jóvenes. Disfruto mucho de su energía, de su ímpetu y de sus ganas por vivir. Me sorprenden sus preguntas, su audacia y su perspicacia. Me gusta su sensibilidad y su defensa por la justicia. Me reta la agudeza de su espíritu crítico y la necesidad que tienen de referentes que sean coherentes entre lo que piensan, sienten, dicen y hacen. Asimismo, con todo lo bueno y noble que tienen nuestros jóvenes, me entristece su baja tolerancia a la frustración, su tendencia a deprimirse y desanimarse fácilmente. En este artículo quiero subrayar solamente tres rasgos que, en mi experiencia, considero caracterizan a los jóvenes de esta generación:

Inmediatez. Es la tentación de querer que la vida funcione con tan solo un clic, con el touch del mínimo esfuerzo, es la tendencia a la absoluta digitalización de la vida. Es evidente que las redes sociales nos han ayudado a conectarnos y también han ido moldeando nuestro carácter y personalidad. Nuestros jóvenes lo quieren todo y lo quieren ya: aquí, ahora y de la forma en que ellos lo quieren… sin renunciar a nada. Les cuesta esperar, pues, como dice el dicho, “el que espera, desespera”. La paciencia es una virtud que les parece amarga e innecesaria. Desean que los procesos en su itinerario vital se den con la rapidez con que se dan en el mundo virtual y eso, afortunadamente, en la vida real no puede ser, pues las cosas necesitan tiempos, espacios y fuegos lentos que den calor sin quemar, que iluminen sin deslumbrar.

Nuestros jóvenes lo quieren todo y lo quieren ya: aquí, ahora y de la forma en que ellos lo quieren… sin renunciar a nada.

Fragmentación. Es el signo evidente de vivir disociados, escindidos, incompletos y divididos en nosotros mismos. Estoy aquí, pero no estoy completamente aquí. Estoy en clase y, a la vez, por imposible que parezca, conectado con varias conversaciones de whatsapp, telegram, muchas historias de IG, videos de youtube y una que otra discusión por twitter. Mi cuerpo está sentado en esta silla, pero mi mente está vagando por los recovecos de las sensaciones y los pensamientos que suelen llevarme al pasado, para llenarme de nostalgia y melancolía, o al futuro, para invadirme de inquietudes y ansiedades. Y ¿mí corazón? Ni se diga, como dice la canción, está “partío” y dividido entre tantos falsos amores o “apegos” que apenas puedo respirar. Vivir enteros, en unidad de cuerpo, mente y corazón, aquí y ahora, es un reto para nuestros jóvenes de la generación “cristal”. Es una invitación constante para hacer lo que hacemos, en espíritu y verdad, como dice el Evangelio.

Emocionalidad. Es, como lo dice el diccionario, la cualidad de emocionarse. No es que las emociones sean buenas o malas en sí mismas, pues estas siempre nos arrojan datos de realidad de cómo percibimos nuestro mundo; no obstante, no es menos cierto que las emociones tienden a alterar, de manera intensa y pasajera, nuestro estado de ánimo, acompañándose de cierta conmoción somática. La cuestión aquí es que no podemos caer en la trampa de tomar como consejeras a las emociones para nuestra toma de decisiones porque, muy seguramente nos vamos a equivocar. Con qué razón aconsejaba San Ignacio de Loyola que “en tiempos de desolación (o de gran consolación) no hacer mudanza”, es decir, no tomar decisiones porque tiene muy poca raíz y, lógicamente, no nos traerán mucho fruto.

Con estos tres desafíos que he intentado subrayar, no deseo parecer pesimista, ni mucho menos catastrófico; solo intento aportar algunos elementos para reconocer estas tendencias en nosotros y conocernos mejor pues, como decía la madre Santa Teresa de Jesús: “El conocimiento propio es el pan con el que hemos de acompañar todos los manjares”. Y así, conociéndonos y aceptándonos con paz, abrir caminos y ensanchar nuestros horizontes de posibilidad para vivir una vida más unificada, con mayor hondura y que sepa permanecer en el amor, aún en medio de las duras y las maduras, con la ayuda y gracia del Señor.


Imagen: Pexels.

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