«La amistad con los pobres nos hace amigos de Jesús»

Solidaridad con los que sufren, con los pobres y marginados, será pues un imperativo para la acción.

De lo poco que se conserva del diario personal que llevaba Ignacio de Loyola(1), sorprende la inclinación que tenía este hombre a llorar. Se constata que tan solo en los primeros cuarenta días del diario derramó lágrimas hasta 175 veces, promedio de cuatro diarias, con sollozos hasta 26 veces, que incluso le impedían hablar. Gran parte del resto del diario es un registro periódico referido a lo mismo. Son las manifestaciones palpables de una alta experiencia mística alcanzada en los últimos años de su vida. Pero la primera vez que lloró, hecho muy anterior en el tiempo y que él mismo confiesa en su autobiografía, no fue a causa de la impotencia de verse acorralado ante las fuerzas enemigas en la ocupación de la fortaleza de Pamplona en 1521. Tampoco cuando gravemente herido en la pierna debió soportar el sufrimiento atroz del corte de huesos, ni ante la soledad que tuvo que sobrellevar al ver cómo se esfumaban sus grandes sueños de juventud. La primera vez que lo hizo fue por «compasión del pobre» a quien él le había regalado sus vestidos y veía que lo acusaban de haberlos robado. Lloró de compasión «porque entendió que lo vejaban»(2).

Dice un autor que «en esta vivencia de compasión hasta las lágrimas por un pobre se hallan unidas dos facetas fundamentales de la espiritualidad y pedagogía ignacianas: valoración de la afectividad e inclinación a la pobreza»(3). El sentir y afectarse por la miseria de otra persona es, de por sí, un alto grado de experiencia espiritual. Cuando uno se decide a desear imitar y parecerse más a la persona de Jesús, está queriendo y eligiendo, al mismo tiempo, la pobreza de Cristo pobre, está dispuesto a pasar por las humillaciones que él mismo recibió, y la estima de llegar a ser considerado más bien como un ser vano y loco(4).

Ignacio estaba convencido —así se lo expresa a los jesuitas de Padua— de que Cristo quiso nacer pobre, que padeció la pobreza con todas sus consecuencias: hambre, sed y sin lugar donde vivir; que incluso en su muerte fue despojado hasta de sus vestiduras. Para los que sufren fue enviado el Señor a la tierra, para comunicarles la buena noticia del Reino de Dios. De aquí se sigue, como el mismo Ignacio escribe, que «la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno». Ignacio afirmaba además que la persona que se siente segura por los recursos económicos que posee no tiene asegurada una alegría continuada, más bien «los ricos están llenos de tempestades». No viven tan alegres y satisfechos «los grandes comerciantes, magistrados, príncipes y otros grandes personajes»(5).

El proceso que fue haciendo Ignacio de Loyola de dar cada vez más espacio en su corazón a Jesucristo y a vivir en solidaridad con los pobres y marginados, que son los amigos del Señor, se fue dando a lo largo de su vida de muchas maneras, impregnando de este espíritu también a sus otros compañeros. Entre otras acciones caben destacar las siguientes: conseguir dinero y dar limosna a los pobres; auxiliar a los presos en las cárceles y a los enfermos en los hospitales; reconciliar a personas que están enemistadas; apoyar a las prostitutas que se dedicaban a lo suyo en condiciones miserables y forzadas por la desesperación en medio de la aparición de la sífilis a finales del siglo XV, fundando para ellas la Casa Santa Marta; atender a los muchos niños de la calle que no tenían ni casa ni padres y pululaban por la ciudad; acoger a los migrantes de entonces, judíos y cristianos nuevos. Y cuando asolaba el hambre en las ciudades, o se producían inundaciones, o aparecía la peste, ahí estaban también Ignacio y sus compañeros.

Solidaridad con los que sufren, con los pobres y marginados, será pues un imperativo para la acción. Habrá siempre que atender las necesidades de quienes no tienen a nadie que se preocupe de ellos, o de quienes reciben atención insuficiente. La fuerza de la espiritualidad ignaciana es buscar lo que está perdido y «llorar» por los que han sido humillados o maltratados. Hay que hacer realidad aquello de que «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»(6). MSJ

(1) Es del período comprendido entre el 2 de febrero de 1544 al 27 de febrero de 1545.
(2) Autobiografía, 18.
(3) Comentario de Josep Rambla en El peregrino, p. 40.
(4) Ejercicios Espirituales, 167: es el tercer grado de humildad.
(5) «Carta de san Ignacio a los padres y hermanos de Padua», 7 de agosto de 1547.
(6) Ejercicios Espirituales, 230.

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 671, agosto de 2018.

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