Preguntémonos si nuestra idea de libertad es un medio para realizar algo que merece la pena, un fin en sí misma o simplemente se convierte en un absoluto que nos ciega.
Desde hace unos cuantos años, la libertad ha pasado a ser uno de esos conceptos que de tanto ser manoseados acaban por perder parte de su significado original. Lo puedes usar para una campaña electoral, para dejar a tu pareja o para dar un vuelco inesperado a tu vida sin dar demasiadas explicaciones. Puedes justificar cualquier cosa si eres medianamente hábil. En el siglo XXI tenemos que ser sí o sí libres, lo que eso signifique ya es harina de otro costal. Y es que da igual porque, por mucho que lo neguemos, paradójicamente ya hemos logrado erosionar la riqueza de un derecho esencial del todo humano, en ocasiones contaminado por el liberalismo económico —que no es lo mismo que filosófico—, en otras por una insatisfacción existencial y en alguna que otra por las cada vez más abundantes teorías conspiranoicas.
Y es que conviene matizar de vez en cuando, por no decir siempre. No son libres los presos que no pueden salir de su cárcel de ninguna manera. No son libres las mujeres que venden su cuerpo y viven 24/7 en un burdel para que ciudadanos anónimos se puedan “sentir mejor”, ni los que son movilizados en contra de su voluntad. No son libres algunas víctimas de la violencia, ya sea física, comunitaria o verbal. No son libres los que padecen adicciones serias. No son libres los secuestrados ni los que no tienen un juicio justo. No son libres los que son víctimas de un contexto en el que no pueden votar, manifestarse en público o expresar su opinión con libertad. No son libres las personas que viven en países donde te detienen y condenan por tu religión, tu orientación sexual o por tu modo de vestir. No son libres los trabajadores explotados en fábricas ilegales y condiciones infrahumanas al otro lado del mundo. Etcétera, etcétera, etcétera. Nosotros, al menos la mayoría de los que leemos este artículo, somos bastante libres, otra cosa es que no lo queramos reconocer, que haya muchas cosas que nos gustan, que nos creamos manipulados en numerosas ocasiones por demasiados políticos y algunos medios de comunicación o que nos sintamos frustrados por una vida que no es ni tan guau ni tan fácil como hace años nos hicieron creer.
Lo que sí que está claro es que en este delirio libertario hemos reducido al mínimo un hermoso principio que no es, ni mucho menos, “hacer lo que te da la gana” —esta es una visión imposible, pero que es tan pobre como actual—, sino más bien la verdadera libertad apunta a buscar la mejor opción en cada momento. Esta es la libertad con mayúsculas. La libertad no es una falsa ilusión, es algo positivo y mucho más que un derecho esencial, por eso aspira a un gran ideal donde el ser humano puede crecer y siempre será algo bueno. Por eso, preguntémonos si nuestra idea de libertad es un medio para realizar algo que merece la pena, un fin en sí misma o simplemente se convierte en un absoluto que nos ciega. Preguntémonos si el ejercicio de nuestra libertad nos hace mejores personas y más generosos o nos hace, por el contrario, más egoístas. Preguntémonos si nuestro sueño de libertad nos acerca al prójimo, a la justicia y a la belleza o desemboca en la nada y en el simple placer. Preguntémonos si nuestra libertad sirve a la verdad o sirve a una determinada ideología. Preguntémonos si la bandera de la libertad que muchos deseamos ondear nos acerca a la igualdad y a la fraternidad para con todos los pueblos de la tierra. Y preguntémonos si nuestra visión de la libertad desemboca en el amor profundo, en la creación de algo bueno para el mundo y en el compromiso con la realidad o simplemente orienta toda nuestra existencia hacia nuestro insaciable ombligo.
Preguntémonos si nuestro sueño de libertad nos acerca al prójimo, a la justicia y a la belleza o desemboca en la nada y en el simple placer.
Uno de los mejores legados que nos dejó Nelson Mandela fue reconocer que llegó a ser libre —siendo el capitán de su alma— aun encerrado en una celda, donde vivió ni más ni menos que 27 años. No se trata de reducir la libertad a algo espiritual o de ignorar las dificultades, peajes y cadenas que nos impone el mundo. Y hay leyes, normas y actitudes que nos pueden constreñir, incomodar e incluso doler demasiado, pero eso no implica que adoremos tanto una falsa idea de libertad que nos deslumbre y que precisamente nos impida vivir esa libertad con mayúsculas, pues una cosa es cuidarla y otra idolatrarla. Es demasiado preciada para utilizarla tan a la ligera. No obstante, cuidarla no solo implica luchar por ella, hacer un uso apropiado y no convertirla en un capricho de niño rico porque siempre la pudimos disfrutar. Se trata más bien de saber utilizarla con responsabilidad, sabiendo que todos aspiramos a ella —y la necesitamos— para poder vivir plenamente. Y si no, al menos no pervertirla y respetar de esta forma a tanta gente para la que esta bella palabra se convierte en un sueño por momentos inalcanzable.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.