La Francia de Macron

Los franceses, en forma prácticamente unánime, creen en la necesidad de reformas profundas, aunque existe un gran desacuerdo acerca de cuáles implementar.

El programa de Emmanuel Macron, el Presidente francés, destaca que el país: “Reencontrará nuestro espíritu de conquista para construir una Francia nueva”. Palabras para infundir optimismo a una sociedad que, desde hace décadas, expresa un creciente malestar. Incluso algunos señalan su inseguridad sobre el papel del país en el concierto internacional. Es frecuente leer en la prensa francesa lamentaciones sobre las distantes horas de gloria nacional, ahora invocadas con nostalgia. Macron, en su discurso, al asumir la primera magistratura el 14 de mayo, subrayó el empleo de palabras iniciadas por el prefijo re que indican un nuevo inicio. Prometió reinventar, remodelar, relanzar, reformular y, por sobre todo, un renacimiento de la sociedad para “devolver a los franceses la confianza para creer en ellos mismos”.

Muchos países, en todo caso, envidiarían el Estado de bienestar francés, así como la competitividad de numerosas de sus industrias, con sus trenes de alta velocidad y aviones de última generación. Esa es la cara luminosa, aunque, es cierto, no muestra todo el cuadro. Como en otros Estados, están aquellos que han quedado rezagados. Son los que han visto disminuir su capacidad adquisitiva y, en muchos casos, han perdido puestos de calidad para ingresar a la amplia esfera de los empleos precarios y temporales.

Hay cierta unanimidad política entre los franceses en cuanto a que el país necesita reformas profundas. Impera, sin embargo, un total desacuerdo sobre cuáles son esos cambios. El país vive una gran fractura entre dos polos. Uno es encabezado por Macron, quien logró capturar el centro político. En el otro polo, Le Pen centró su campaña en el cierre de las fronteras francesas a nuevos inmigrantes y en expulsar a cuantos de ellos le fuera posible.

Por otra parte, el tema de la identidad nacional figura alto en el debate, y la inmigración y las relocalizaciones de empresas —que abandonan países desarrollados para instalarse en naciones como China con menores costos—, son percibidos como el efecto de “la mundialización”, como los franceses llaman a la globalización.

Como era esperable, el primer viaje de Macron fue a Alemania, al día siguiente de haber asumido la presidencia. Antes la UE, con sus veintiocho países, descansaba sobre el trípode integrado por Gran Bretaña, Alemania y Francia. En muchas ocasiones había más proximidad en los temas económicos entre Londres y Berlín. Ahora la UE descansa, ante todo, sobre los hombros de franceses y alemanes. En su programa Macron habla de “Una Europa protectora y a la altura de nuestras esperanzas”. La formulación “a la altura de nuestras esperanzas” no puede ser más ambigua. Lo que preocupa, sin embargo, a la canciller Angela Merkel es qué se quiere decir con “protectora” y, más importante, quién pagará para asegurar esta condición. Hace algunas décadas se hablaba de la “Europa social”, una asociación en que el bienestar de la ciudadanía era una prioridad. En forma gradual, y acentuados por la crisis financiera iniciada en 2008, los temas de competitividad y las consideraciones económicas nacionales ganaron gravitación. La extensa crisis griega dejó de relieve los límites de la UE. Incluso Alemania, el país más entusiasta en la integración europea, comenzó a dar señales de fatiga. Crecían las voces opuestas a socorrer a otros miembros situados al borde de la bancarrota. En todo caso, el voto francés y el entusiasmo de Macron pueden revertir en parte el pesimismo. Es esperable un nuevo vigor en la construcción de un viejo continente unificado.

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* Esta versión es un extracto del artículo original publicado en Revista Mensaje.

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