Hay cosas de nosotros que nos gustan y otras cosas que no y que, generalmente, saltan y salen a relucir en nuestras relaciones comunitarias.
Uno de los consejos más entrañables que me dejó mi maestro de novicios sucedió cuando un día, después de una escena de esas típicas en las que uno queda completamente ridiculizado ante los demás, me dijo con una gran sonrisa en su rostro: «Genaro, ¡aprende a reírte de ti mismo!». Me lo dijo de una manera tan espontánea y cariñosa que yo no pude sino acogerlo con el mismo cariño y no solo acogerlo, sino tratar de digerirlo, y no solo digerirlo, sino intentar vivirlo.
Y es que las relaciones humanas implican naturales simpatías y antipatías, negarlo sería una completa ingenuidad y casi una mentira. También la relación con nosotros mismos tiene sus propias sintonías e inevitables contrastes, pues hay cosas de nosotros que nos gustan y otras cosas que no y que, generalmente, saltan y salen a relucir en nuestras relaciones comunitarias. Es entonces cuando aprender a reírnos de nosotros mismos nos da un respiro porque nos libera, nos da ese toque auto irónico que nos permite salir airosos y afables de situaciones verdaderamente engorrosas que suelen sonrojarnos y despertar todas nuestras alarmas autodefensivas. Aprender a reírnos de nosotros mismos no equivale a autoanularnos o humillarnos inútilmente, no. Reírse de uno mismo coincide más con no tomarse tan en serio esa cosa tan dominante e invasora que se llama «yo», como ya lo diría alguna vez santo Tomás Moro; es tener buen sentido del humor, saberse reír de un chiste, tener una voz cantante que dirija una palabra amable, evitar el rostro refunfuñador y ofrecer a cambio una sonrisa sincera a los demás.
En mi experiencia, tengo por cierto que mis mejores maestros para aprender a reírme de mí mismo han sido mis mejores amigas y amigos, aquellos más cercanos de quienes no tengo ninguna duda de que me quieren bien; por ello, me «critican» y se «burlan» de mí con genuino cariño. Esos amigos que nos ayudan a comprender una broma son un suspiro y una suave brisa que apacigua el reclamo de un ego mal herido y le ayuda a sanar suavemente con la risa y el buen humor. Sin duda, como alguna vez diría el Papa Francisco: «El sentido del humor es la actitud más humana y cercana a la gracia de Dios», entonces, como cualquier gracia, habrá que pedirla a diario al buen Dios para que nos conceda el buen humor, reírnos de nosotros mismos y también ayudar a que otros se rían de sí mismos. Esto sana, nos libera de poses y resentimientos y posibilita una comunión más auténtica.
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Fuente: https://pastoralsj.org